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Dandys porteños en París: la fortuna argentina que financió el derroche y la conquista del lujo


Hubo un tiempo en que Buenos Aires no solo soñaba con París, sino que lo conquistaba con dinero, extravagancia y un sentido del lujo que desafiaba toda lógica. A finales del siglo XIX y principios del XX, Argentina era una de las economías más prósperas del mundo, un gigante agroexportador que alimentaba a Europa con su carne, su trigo y su lana. Las pampas parecían inagotables, y con ellas, las fortunas de los grandes terratenientes que convirtieron la capital francesa en su segunda casa.


Pero, ¿qué permitió este nivel de derroche y excentricidad? Un conjunto de avances tecnológicos y económicos hicieron posible la aparición de una aristocracia argentina que vivía en París como si fueran los dueños del mundo. Uno de los principales motores de esta bonanza fue la invención del buque frigorífico. Hasta mediados del siglo XIX, Argentina exportaba cueros, lana y tasajo (carne seca y salada de calidad inferior). Sin embargo, en 1876, el barco Le Frigorifique realizó el primer envío exitoso de carne congelada a Europa. Con esto, el país se convirtió en el mayor proveedor de carne vacuna del Viejo Continente, asegurando fortunas colosales a las familias propietarias de estancias en la provincia de Buenos Aires, Santa Fe, Entre Ríos y La Pampa.


Gracias a la expansión del ferrocarril, financiado en gran parte por capitales británicos, las riquezas del campo llegaban rápidamente a los puertos. A fines del siglo XIX, Argentina tenía la red ferroviaria más extensa de América Latina. Desde allí, la carne congelada y los cereales partían en buques de ultramar rumbo a Londres y París. Las ganancias eran astronómicas, y los grandes terratenientes comenzaron a gastar con el mismo frenesí con el que cosechaban fortuna.


Si hoy la ostentación se mide en yates en Mónaco o en inversiones en clubes de fútbol europeos, en aquella época se traducía en cenas interminables en Maxim’s, apuestas desmesuradas en los hipódromos de Longchamp, espectáculos en la Ópera Garnier y largas estancias en el Ritz de la Place Vendôme. No bastaba con ser rico, había que demostrarlo. Y qué mejor forma de hacerlo que a través del derroche más absurdo. De esta fiebre de exceso nació la frase “tirar manteca al techo”, que se originó en los restaurantes más exclusivos, donde los millonarios argentinos pedían cantidades desproporcionadas de manteca solo para arrojarla al techo y ver cómo caía sobre los desprevenidos. Un símbolo perfecto de una época en que la riqueza parecía infinita y el sentido común, opcional.


Los porteños no tardaron en dejar su huella en los cabarets del Barrio Latino y el Moulin Rouge. Las botellas de champán no se bebían, se desbordaban; no se descorchaban, se arrojaban. Las bailarinas terminaban empapadas en burbujas doradas financiadas con la fortuna de la pampa. En Montecarlo, un argentino apostó su estancia en la provincia de Buenos Aires y la perdió en una sola jugada, como si la tierra fuera un simple número en la ruleta.


Entre los protagonistas de esta vida de excesos estuvo Marcelo Torcuato de Alvear, quien antes de ser presidente fue el epítome del dandy porteño. Vestía en Savile Row, cenaba con la élite política y artística de Europa, asistía a las mejores óperas y gastaba fortunas en regalos para Regina Pacini, la soprano portuguesa de la que se enamoró y a quien literalmente persiguió por toda Europa hasta que aceptó casarse con él.


Otro de los más grandes derrochadores fue Jorge Newbery, pionero de la aviación argentina, pero también un hombre de gustos caros. Además de romper récords en los cielos, compraba aviones por capricho y, en un gesto de romanticismo desmesurado, compró todas las flores de un mercado entero para llenar la habitación de una actriz que cortejaba.


La familia Anchorena, símbolo del poder terrateniente, tampoco se quedó atrás. Nicolás Anchorena viajaba en su propio vagón de tren de lujo, mientras que su primo Aarón Anchorena, en un arrebato de audacia y excentricidad, compró un globo aerostático en Francia, cruzó el Río de la Plata y aterrizó en Uruguay, fundando así lo que hoy es el Parque Nacional Anchorena.


Pero los argentinos no solo gastaban en París, también la importaban. En sus viajes de regreso, traían baúles repletos de trajes a medida, perfumes de Grasse, muebles Luis XV, tapices de Aubusson y vajilla de porcelana de Limoges. Construyeron palacetes en Recoleta y Palermo, con mármol de Carrara, bibliotecas traídas enteras desde Europa y detalles de lujo que aún hoy pueden verse en algunos edificios históricos de la ciudad.


Sin embargo, ninguna fiesta dura para siempre. La Primera Guerra Mundial cambió el escenario. El comercio internacional se vio afectado y, poco a poco, la economía argentina comenzó a resentirse. La crisis de 1930 golpeó con fuerza, y las grandes fortunas, aunque seguían siendo importantes, ya no fluían con la misma facilidad. Los últimos dandys porteños regresaron a Buenos Aires con menos dinero, pero con más historias que contar.


El mito quedó. Porque hubo un tiempo en que los argentinos no solo conquistaban París, sino que lo convertían en su patio de juegos. Fueron los precursores de la ostentación global, derrochando fortunas en la capital del lujo cuando la Argentina estaba entre las potencias del mundo. No hubo Instagram ni paparazzis para documentarlo, solo la memoria de quienes vieron cómo una generación criolla llegó a la capital del refinamiento y la hizo temblar a fuerza de manteca, champán y extravagancia.



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