El último fogón: disolución del Ejército de Línea y legado de las fortineras
- Roberto Arnaiz
- 10 jun
- 3 Min. de lectura
El llamado Ejército de Línea fue la columna vertebral del avance del Estado argentino sobre sus fronteras internas durante el siglo XIX. Nació al calor de los fortines, de las marchas sobre el desierto y la espesura, de las vigilias bajo el poncho y las órdenes gritadas al viento. Fue una estructura pensada para sostener la frontera viva, no como traza en un mapa, sino como una línea oscilante donde se combatía y se cocinaba, donde se moría y se rezaba, donde cada anochecer podía ser el último.
Este ejército cumplió su rol en las campañas contra los pueblos originarios, especialmente durante el período comprendido entre 1860 y 1885. Su despliegue alcanzó tanto la frontera sur, con la Campaña del Desierto, como la frontera norte, a través de la Campaña del Chaco. Esta última, iniciada con fuerza en la década de 1880, buscó incorporar al territorio nacional vastas regiones del Gran Chaco habitadas por los pueblos qom (tobas), mocovíes, pilagás y wichíes. La instalación de fortines, como el de Resistencia (1875) o el de Presidencia Roca, fue parte de una lógica de ocupación similar: trincheras, zanja, telégrafo y alambrado.
La Campaña del Desierto culminó formalmente con la expedición del general Julio A. Roca (1879) y la ocupación patagónica entre 1881 y 1885. Por su parte, la Campaña del Chaco se prolongó más allá de 1884, con focos de resistencia indígena hasta entrado el siglo XX. En ambos casos, el modelo fue el mismo: avance militar, fundación de fortines, reparto de tierras.
El Decreto del 4 de octubre de 1884, que reorganizó los Territorios Nacionales bajo jurisdicción del gobierno central, marcó el fin del ciclo de frontera armada: el Estado dejaba de ser conquistador con lanza para convertirse en administrador con pluma. Los fortines comenzaron a cerrarse, a convertirse en puestos rurales, galpones o recuerdos.
Aunque el Ejército de Línea no fue disuelto por una ley específica, sí fue desmantelado de hecho. Sus funciones pasaron al Ejército Nacional, conforme a las reformas de Pablo Ricchieri, ministro de Guerra desde 1896. Su obra culminó con la sanción de la Ley 4.301 de 1901, que instauró el Servicio Militar Obligatorio, dando paso a una nueva fuerza armada profesional y centralizada.
Los soldados de frontera fueron licenciados o redistribuidos. Las lanzas guardadas. Los malones, exterminados o asimilados. Y las fortineras, invisibles, fueron barridas por el polvo de la historia.
Pero el olvido no todo lo borra.
Porque ellas, las que habían montado junto a los hombres, cocinado entre balas, rezado con los fusiles a los pies, también dejaron su marca. No hubo decreto para honrarlas. No hubo ceremonia que las despidiera. Pero en los resquicios de la memoria viva, todavía se oyen sus pasos.
Fueron muchas. Algunas con nombre —Mamá Carmen, Culepina, Isabel Medina, Presentación, Viviana Calderón— y muchas más sin él. Cocineras, curanderas, mensajeras, madres, guerreras de sombra. Las que mantuvieron vivo el fortín con cuchara de madera, mirada firme y poncho al viento.
La historia oficial prefirió hablar de caudillos, generales y tratados. Calló los rezos entre disparos, los cuerpos enterrados en soledad, las manos de mujer que sostenían al herido sin quebrarse. Pero ellas resistieron de otro modo. Resistieron con pan, con caricias, con coraje seco y sin medalla.
Y hoy, cuando los fortines son solo ruinas entre los campos sembrados, ellas vuelven. En las nietas que no se callan. En las madres que no se rinden. En cada sombra que cabalga en silencio, desde la selva chaqueña hasta los vientos de la Patagonia.
Porque las fortineras no murieron. Se multiplicaron.






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