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Felicitas: crónica de un linaje maldito. Parte 2


(Herencia, celos y el destino sellado de la mujer más hermosa de la República)


Luego de la muerte de Martín Gregorio de Álzaga, nieto del célebre Martín de Álzaga fusilado en 1812, la fortuna comenzó a cambiar de manos. Y con ella, los destinos se torcieron.


Los hijos de María Caminos recibieron la nada despreciable suma de un millón de pesos. El estanciero había dejado estipulado que se entregaran 300 mil pesos a cada hijo varón y 200 mil a cada hija.


Pero las chicas, Ángela (22) y María Teresa (21), empujadas por su madre, protestaron: consideraban que lo recibido era apenas una dádiva humillante frente a la fortuna colosal que había quedado en manos de Felicitas y, sobre todo, de su padre, Carlos Guerrero.


Años después, ambas se retirarían discretamente de la vida pública, sin reconciliarse jamás con el reparto final de aquella fortuna.


Guerrero, español de origen y ahora albacea de una de las mayores fortunas del país, debió enfrentar un conflicto que tenía tanto de legal como de simbólico: en una Buenos Aires orgullosamente criolla, el hecho de que un extranjero administre tamaño patrimonio despertaba resquemores en las viejas familias porteñas.


Fue entonces cuando tuvo que salir a defender los derechos patrimoniales de su hija con toda la firmeza de un forastero que no pedía permiso. Las "desheredadas" alegaban que el patrimonio de Álzaga era una de las fortunas más grandes del país y que haberlo puesto en manos de un extranjero, Carlos Guerrero, hería el orgullo de la aristocracia local.


Para las familias criollas, que veían en el linaje y la sangre nativa una especie de blasón moral, que un peninsular se sentara a administrar tierras, estancias y cuentas bancarias era poco menos que una provocación. No era solo una cuestión de dinero: era una cuestión de pertenencia, de apellido, de "ser de aquí".


Finalmente, Felicitas y su padre decidieron sumar un millón quinientos mil pesos al millón inicial estipulado en el testamento para los Caminos. El acuerdo se cerró el día en que se cumplían seis meses de la muerte de Martín Gregorio. Un gesto que ni siquiera le hizo cosquillas a la nutrida cuenta bancaria de la joven viuda.


Superado el conflicto con los Caminos, Felicitas emergía no solo como la legítima heredera, sino también como el nuevo centro de gravedad de la alta sociedad. Además de la juventud y la fortuna, era considerada la mujer más atractiva de la República. El poeta Carlos Guido y Spano, aquel que escribió durante los enfrentamientos entre Buenos Aires y las provincias: “He nacido en Buenos Aires / ¡Qué me importan los desaires / con que me trate la suerte! / Argentino hasta la muerte / he nacido en Buenos Aires”, la describió como "la mujer más hermosa de la República".


Puede uno imaginarse entonces a la jauría de hombres que anhelaban su corazón, sí, pero también su billetera, su apellido y sus estancias. El deseo galante se mezclaba con la codicia, el cortejo con la estrategia. El pretendiente con más ventaja en esa carrera invisible hacia el altar era Enrique Ocampo, un antepasado directo de la escritora Victoria Ocampo. La cercanía entre Felicitas y Enrique fue creciendo con la constancia de una promesa sin apuro. Enrique, confiado, comenzó a lanzarle frases comprometidas. Entre ellas, una que se volvería profética: "Si no me permites ser el sol de tu amor, seré tu sombra".


Felicitas, que ya había dejado el riguroso luto negro, parecía por momentos corresponderle. Pero cuando el galán comenzó a mostrarse impaciente y presionaba por un casamiento inmediato, ella comenzó a tomar distancia. En ese estira y afloja, apareció un tercero en discordia.


Conviene, antes de su llegada, hacer un viaje al pasado, para entender que las tierras que hoy unen a Felicitas y Samuel fueron, en su origen, escenario de otras pasiones, traiciones y legados cruzados.


Cien años antes, una vasta extensión de hectáreas en la zona de Dolores era conocida como Rincón de López, aunque su verdadero nombre era Rincón del Salado. Su dueño, Clemente López de Osornio, defendió la estancia con su joven hijo Andrés en 1783 ante un feroz malón. La defensa fue heroica pero fallida: ambos murieron a manos de los indígenas.


La propiedad pasó a Agustina, hija de Clemente, quien se casó en 1790 con León Ortiz de Rozas. Entre sus veinte hijos, el más famoso fue Juan Manuel de Rosas, pero para esta historia interesa otro: Gervasio Ortiz de Rozas, también llamado por su hermano "Gervasio Cardo", apodo que lo marcaba con una mezcla de ironía y desprecio: concebido entre los yuyos, y sin padre a la vista.


Gervasio administró la estancia durante cuarenta años y, antes de morir en 1855, decidió regalarle 90 mil hectáreas a su amigo Casto Sáenz Valiente, sobrino de Juan Martín de Pueyrredón. El dato picante: Casto estaba casado con Juana Ituarte, amante de Gervasio durante gran parte del matrimonio.


Los hijos de Casto heredaron esas tierras, y entre ellos estaba Samuel Sáenz Valiente, el hombre que cambiaría el rumbo de Felicitas.


Un cálido día de noviembre de 1871, Felicitas se encontraba en la estancia Laguna de Juancho, en General Madariaga. Junto a un grupo de amigos, decidieron viajar a otra de las propiedades de la heredera: La Postrera, en Chascomús, aquella que su difunto esposo había comprado a la viuda de Ambrosio Cramer.


El viaje, en coches tirados por caballos, se complicó por una repentina tormenta. En plena noche, el cochero de Felicitas perdió el rumbo. Cuando el carruaje se detuvo, ella asomó la cabeza y dijo: "Este no es el camino". Una voz masculina emergió de las sombras: "Es mi estancia… que es la suya, señora". Era Samuel Sáenz Valiente, sobrino de Casto y dueño de la propiedad donde se habían extraviado.


Esa noche, Felicitas y una pareja amiga se refugiaron en el casco de la estancia.


Y esa misma noche comenzó a resquebrajarse lo poco o mucho que había entre Felicitas y Enrique Ocampo. Samuel pasó a ocupar el primer lugar en el corazón de la joven viuda. Y pronto, se corrió el rumor: ella había encargado un vestido de novia en París.


Ocampo, despechado, no tardó en buscar una confirmación, que obtuvo de los propios labios de Felicitas. El 29 de enero de 1872, apenas dos meses después de conocer a Samuel, Felicitas organizaba una reunión en su quinta de Barracas.


La propiedad estaba ubicada sobre la actual avenida Montes de Oca.


La misma quinta de la famosa noria, un espacio cargado de historia y tragedia, donde las sombras del pasado parecían no querer abandonar el lugar. Allí, en 1828, Francisco Álzaga había intentado ocultar un cadáver; allí, en 1872, Felicitas sellaba un nuevo destino.


Esa reunión no era una más: mientras las copas tintineaban entre murmullos, Felicitas anunciaba al fin su nuevo compromiso. Nadie lo sabía todavía, pero en ese brindis también se estaba sellando una tragedia: la última noche luminosa antes de que se apagara la estrella más fulgurante de Buenos Aires.



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