¿Fue San Martín un gobernador populista?
- Roberto Arnaiz
- 29 mar
- 3 Min. de lectura
Acá estamos otra vez, tratando de entender a los próceres. Porque el bronce, señores, se pule demasiado, y cuando uno lo mira de frente, no ve nada. Apenas un reflejo borroso de lo que fue. Así que saquemos lustre con la lija de la sospecha y miremos bien a San Martín, ese tipo flaco, con mirada de cóndor, que gobernó Cuyo como si el futuro dependiera de su pluma, su espada y su corazón.
Y preguntémonos sin miedo: ¿podemos decir que San Martín fue un gobernador populista?
Primero, definamos. Porque “populista” es palabra que anda por la calle como una sombra, a veces santa, a veces maldita. Para unos, es el líder que escucha al pueblo; para otros, el que lo usa como escudo para su ambición. Pero si populista es el que gobierna con la oreja pegada al suelo, que no ve al pueblo como tropa sino como humanidad con hambre, sueños y lágrimas, entonces... quizás San Martín fue más populista que muchos de los que hoy se golpean el pecho con el título.
Y no hablo de discursos. Hablo de hechos. El tipo no era un tibio. Mandaba, organizaba, expropiaba lo que había que expropiar. Exiliaba a los realistas, les sacaba las tierras y las repartía. Fundaba talleres, fábricas, fraguas. No se le caía el anillo por imponer un impuesto al vino o al aguardiente. Pero todo lo hacía con una lógica de futuro. No el futuro de los libros contables, sino el otro: el de los chicos que iban a ir a la escuela sin miedo al látigo del maestro.
Y hablando de cárceles. El documento del 23 de marzo de 1816 es de esos que te dejan mirando la pared, pensando en lo que somos. San Martín se entera de que los presos sólo comen una vez por día y se le revuelven las entrañas. No porque fueran santos, sino porque eran hombres. “Muchos son reos presuntos”, dice. O sea: ni culpables todavía. Y sentencia algo que habría que grabar en mármol y colgar en los juzgados:
“Las cárceles no son un castigo, sino el depósito que asegura al que deba recibirlo.”
Y ahí, uno se atraganta. Lo que está diciendo es que la cárcel no debe ser una cueva de tortura, sino un simple resguardo. Un lugar donde se espera. Donde la justicia no se adelanta al veredicto. Porque al tipo que todavía no fue condenado, no podés matarlo de hambre. Y al que fue condenado, tampoco. Porque sigue siendo un ser humano. Aun preso, sigue siendo parte del nuevo mundo que se quiere construir.
¡Qué distinto de los que hoy aplauden el garrote fácil y los apremios ilegales! San Martín no se hizo el macho con los débiles. Se hizo el fuerte con los poderosos. Prohibió castigos corporales a los chicos, impulsó la educación, cuidó la salud, embelleció la ciudad, organizó correos, fundó la industria nacional, blanqueó casas con desempleados, protegió el salario del peón rural. ¿Populista? Si es eso, entonces sí: lo fue. Pero no de esos que arman un acto con globos y promesas de ocasión. Este era de los que callan y hacen. No usaba al pueblo como panfleto: lo cuidaba como quien cuida una olla al fuego, sabiendo que de ahí saldrá el guiso de la patria.
Y no era un ángel. Sostenía la disciplina militar con puño de hierro. A los desertores los castigaba como se castigaba en su época. Pero sabía que no se podía construir una patria nueva con las miserias del viejo mundo. Lo decía claro: “El genio americano abjura con horror las crueles actitudes de sus antiguos opresores.”
Entonces, lector, ahora que tenemos el alma un poco más caliente que cuando empezamos, pensalo bien: si hoy alguien dijera “quiero un gobernador que dé de comer a los presos, prohíba los palazos en las escuelas, cree trabajo, respete la justicia, impulse la industria, y cuide al peón como se cuida una semilla en el desierto”… ¿qué le dirías?
Capaz que lo llamarías loco. Capaz que lo llamarías populista.
San Martín, en cambio, lo llamaba patria.
Y a veces, me pregunto si la patria no se nos murió de tanta etiqueta mal pegada.






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