"Güemes y el Grito del Norte"
- Roberto Arnaiz
- 15 mar
- 3 Min. de lectura
¡Ay, Güemes! ¿Cómo te explico que los siglos pasan y la gente sigue sin entender que la patria se defiende con las tripas y no con discursos de café? Naciste en Salta en 1785 y ya de chico supiste que la guerra no se gana con medallitas ni con decretos bien firmados. A los catorce años ya estabas entre el polvo y la pólvora, mientras los señoritos de Buenos Aires discutían a quién invitar a la próxima tertulia.
Ahí estabas vos, Güemes, montado en un caballo, con la mirada fija en el horizonte, esperando a que el enemigo mostrara los dientes. Y qué dientes, mamita querida, porque los ingleses no eran precisamente unos pordioseros con tirachinas. Pero vos, con un par de criollos igual de locos que vos, te mandaste la jugada más delirante que se haya visto en la historia: atacar un barco inglés con caballería. Imaginate la escena: la tropa con las lanzas listas, el Justine encallado y el grito de carga rebotando contra el río de la Plata. ¿Qué diría un general europeo al ver semejante hazaña? Seguro que se le atragantaba el té.
Pero claro, la Revolución de Mayo estalló y ahí estabas vos, otra vez, metiéndote donde nadie quería meterse. Peleaste en Suipacha, ayudaste en el sitio de Montevideo y, como no podía ser de otra manera, volviste a tu Salta querida, porque sabías que ahí se jugaba la parada más brava. En Buenos Aires te miraban con desconfianza, decían que los gauchos no servían para la guerra y que lo tuyo era pura bulla. Pero cuando llegaron los españoles con hambre de reconquista, ¿quién los frenó? No fueron los salones iluminados de la capital, no fueron los informes académicos. Fuiste vos, Güemes, con tus gauchos flacos y harapientos, que se deslizaban entre los cerros como espectros vengadores.
Los realistas no entendían nada. Acostumbrados a pelear en campo abierto, con formaciones prolijas y disciplina marcial, de repente se encontraban con un infierno de emboscadas, tiros desde los matorrales y montoneras que aparecían y desaparecían como si el diablo mismo las guiara. "No dan ni reciben batalla decisiva", se quejaba el general Pezuela, "pero nos hostilizan sin descanso". ¡Claro, viejo! ¿O qué esperabas? ¿Que te armáramos una recepción con alfombra roja y ramos de flores?
Pero la guerra no solo era contra los españoles, también era contra la miserable politiquería de Buenos Aires. Ahí estaba Rondeau, más preocupado por cortarte las alas que por frenar a los realistas. Ahí estaba el Congreso de Tucumán, mirando con desconfianza tu autoridad en Salta. Y sin embargo, hasta San Martín y Belgrano sabían que sin vos, el Norte caía. "Los gauchos de Salta solos están haciendo al enemigo una guerra de recursos tan terrible que lo han obligado a desprenderse de una división entera", escribió San Martín. Y si el Gran Capitán lo decía, ¿quién podía atreverse a negarlo?
Pero lo que más duele, Güemes, es que te vendieron los tuyos. No fueron los realistas quienes te dieron el golpe final, sino esos terratenientes que, en sus salones, temían más a un gaucho armado que a un español invasor. Les molestaba que los peones dejaran de agachar la cabeza, que los ranchos se llenaran de dignidad. Y así, abrieron la puerta al coronel Valdés. Te entregaron como Judas por unas monedas, creyendo que con tu muerte volverían a dormir en paz. Pobres ilusos.
Y ahí fuiste vos, herido y moribundo, escapando de la ciudad que habías defendido con tu sangre, refugiado en Chamical, agonizando pero todavía dando órdenes. Porque así son los verdaderos líderes: no se rinden ni cuando la muerte les está respirando en la nuca.
Moriste el 17 de junio de 1821, pero tu legado quedó clavado como un estandarte en la historia. Y la revancha no tardó en llegar. Tus gauchos, esos mismos que habían aprendido a pelear como sombras en la noche, le dieron a "Barbarucho" Valdés su merecido y lo echaron de Salta. Fue el último acto de una guerra que nunca quisiste para vos, sino para un pueblo que todavía no entiende que la libertad no se mendiga: se gana con coraje y con fuego.
Hoy te recuerdan en los discursos oficiales, Güemes, con estatuas polvorientas y homenajes llenos de palabras huecas. Pero el pueblo, el verdadero pueblo, te sigue viendo en cada jinete que atraviesa el monte, en cada paisano que levanta la cabeza con orgullo, en cada lucha que enfrenta a los poderosos. Porque la guerra gaucha no terminó: solo cambió de escenario. Y todavía hay muchas batallas por pelear.






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