La última guardia
- Roberto Arnaiz
- 1 feb
- 3 Min. de lectura
Actualizado: 11 jul
Rocco ya no corría. No porque no quisiera, sino porque su cuerpo se había convertido en una armadura gastada. Su lomo, alguna vez firme como el de un guerrero, ahora se curvaba con el peso de los años. Pero sus ojos… sus ojos seguían encendidos, como dos brasas que se niegan a apagarse.
Aún vigilaba. Aún estaba de pie. Aún cumplía su misión.
No era solo el perro del cuartel. Era su compañero en la marcha, su sombra en los entrenamientos, el guardián silencioso de las noches de guardia. Los más jóvenes lo veían como un hermano mayor; los veteranos, como un camarada de años. Y todos, sin excepción, sabían que Rocco nunca abandonaba a los suyos.
Había crecido entre botas militares y órdenes en voz alta. Aprendió a esperar el silbido del sargento para comer, a dormir junto a los centinelas en las noches de frío y a correr junto a los camiones como si fuera parte del pelotón. Cuando un soldado regresaba después de meses fuera, era el primero en recibirlo, meneando la cola con la emoción de quien entiende que las despedidas pueden ser eternas.
Nunca falló en su deber.
Pero el tiempo pasa. Y hasta los más fuertes envejecen.
Una mañana, mientras el sargento Ramírez tomaba lista, Rocco no se levantó. Chiflaron, llamaron su nombre, incluso le acercaron un pedazo de pan con grasa, su favorito. Nada.
Ramírez chifló con fuerza.
Nada.
Lo intentó de nuevo, esta vez con menos convicción.
—Vamos, viejo… es solo otro día.
Pero Rocco no se movió.
Entonces, un soldado se agachó y le acarició la cabeza. Su mano, acostumbrada a cargar fusiles y levantar peso, tembló al tocarlo.
—No... no puede ser.
Rocco abrió los ojos con esfuerzo y lo miró. Luego, con un suspiro largo, bajó la cabeza lentamente sobre sus patas, como si el mundo entero le pesara en los hombros.
El veterinario lo revisó y confirmó lo que todos temían: su corazón estaba fallando. No había dolor, solo cansancio. Solo el cuerpo de un guerrero que había peleado demasiado tiempo.
Los soldados se quedaron en silencio. ¿Cómo se despide a alguien que nunca te falló?
Aquella noche, el cuartel se volvió un santuario. No hubo órdenes, ni gritos, ni risas. Solo silencio.
Uno a uno, los soldados hicieron guardia junto a él, como si no quisieran dejarlo solo en su último turno. Nadie se movió. Nadie durmió.
Cuando llegó el amanecer, el sargento Ramírez se cuadró frente a la garita y, con la voz firme pero quebrada, llevó su mano a la sien en un saludo militar.
—Descansa, soldado. Has cumplido tu misión.
Nadie respondió. Nadie pudo.
En la entrada del cuartel, apareció fijada una placa de metal:
"Aquí descansó su última noche Rocco, el perro que nunca abandonó su guardia."
Desde entonces, algunos dicen que, en las madrugadas frías, cuando el viento silba entre los muros, algo se mueve en la garita.
No se ve, no se oye, pero todos saben que está ahí.
Algunos soldados nuevos creen que es el viento.
Pero los veteranos lo saben bien.
Rocco aún está de guardia.
Porque hay guardianes que nunca abandonan su puesto.
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