Namasté: La Filosofía del Yoga para un Mundo en Llamas
- Roberto Arnaiz
- 2 feb
- 4 Min. de lectura
La primera vez que escuché la palabra Namasté, la imaginé grabada en una piedra pulida, vendida en una tienda de incienso y velas aromáticas. Sonaba bonito, místico, pero inofensivo. Como un eslogan de marketing disfrazado de espiritualidad. Hasta que entendí su verdadero peso.
Porque Namasté no es solo un saludo, es una declaración de guerra contra la locura del mundo moderno. Significa, ni más ni menos, "lo divino en mí reconoce lo divino en vos". Y pensalo un segundo: ¿cuándo fue la última vez que miraste a alguien y viste lo divino en él? Lo más probable es que, si viajás en el transporte público en hora pico, lo único que ves son caras de hastío. Si trabajás en una oficina, tal vez tu visión del prójimo se reduzca a calcular quién hace menos esfuerzo. Si ves las noticias, ya ni hablar: todo es rabia, conflicto y miedo.
Nos enseñaron que la vida es una carrera. Que cada uno está solo. Que hay que pisar antes de ser pisado. Desde chicos nos crían para pelear por la mejor nota, la mejor universidad, el mejor sueldo, el mejor puesto. Nos dicen que la felicidad está en llegar más alto, más rápido, más lejos. Y cuando por fin llegamos a ese “más”, nos damos cuenta de que seguimos sintiendo el mismo vacío. El yoga es el saboteador perfecto. Se mete en medio de la carrera, te mira fijo y dice: "Bajá un cambio. No hay nada que ganar. Ya lo tenés todo."
Pero claro, el ego odia el yoga. Es un titiritero experto. Nos maneja con hilos invisibles, nos hace creer que somos libres mientras nos susurra al oído que sin él no somos nada. Se resiste porque sabe que, si lo soltamos, su imperio se derrumba. ¿Cómo que no hay nada que ganar? ¿Cómo que mi valía no depende de mi cuenta bancaria, de mi título universitario o de mi cantidad de seguidores en redes sociales? ¡Eso es un insulto a todo lo que nos enseñaron! Y sin embargo, cuando al fin te animás a desafiar al ego y te sentás en el suelo, en silencio, algo cambia. No hay ángeles cantando ni revelaciones divinas. Solo una certeza incómoda: el ruido no estaba afuera, siempre estuvo adentro.
Si la vida moderna es un tornado de ansiedad, el yoga es como un viejo sabio que te dice: "Dejá de correr como un ratón en un laberinto y sentate a mirar el cielo un rato." Nos vendieron la idea de que el descanso es una pérdida de tiempo, pero si prestás atención, las grandes ideas siempre aparecen cuando la mente se calma. Newton no descubrió la gravedad corriendo detrás de una manzana, sino mirándola caer.
Nos han entrenado para aferrarnos a todo: a las cosas, a las opiniones, a las metas, al pasado. "Esto es mío." "Este trabajo es mi identidad." "Esta relación me define." Nos convencieron de que somos lo que acumulamos. Pero el yoga te dice: Soltá. Y eso nos aterra, porque creemos que sin todas esas cosas no somos nadie. Sin embargo, si prestamos atención, la vida misma es un constante soltar: dejamos ir la niñez, dejamos ir amistades, dejamos ir versiones de nosotros mismos que ya no nos representan. A veces soltamos con alegría, a veces con dolor. Pero no hay otra opción. Aferrarse es negar la realidad.
Entonces, ¿cómo se suelta? No es quemando las naves ni abandonando todo para irse a un monasterio en la India. Se empieza con lo simple. Soltar la necesidad de tener razón todo el tiempo. Soltar la ansiedad de controlarlo todo. Soltar la idea de que la felicidad está en el futuro y no en el ahora.
Vivimos como equilibristas entre dos fantasmas. Un pie en el pasado, que ya se fue. El otro en el futuro, que aún no llegó. Y el presente, el único suelo firme, lo ignoramos. Y en el fondo, de eso se trata el yoga. De ser consciente del ahora. No de volverse un monje ni de aislarse en la cima de una montaña, sino de aprender a estar donde estás, en este segundo.
No necesitás una esterilla de yoga carísima ni aprender a decir mantras en sánscrito para empezar. Sentate. Respiralo. Escuchate. Cuando la mente se aquieta, de golpe te das cuenta de algo fundamental: la felicidad no es algo que esté allá adelante, en el futuro, después de lograr esto o aquello. Está acá, en este preciso instante. Y si no aprendemos a verla, la vida entera se nos va a ir persiguiéndola sin nunca alcanzarla.
Todo es efímero. El éxito, el fracaso, la angustia, la euforia. Nos aferramos como si todo fuera eterno, pero la vida no pregunta, no espera, no avisa. Se mueve. Y si no aprendemos a movernos con ella, nos quedamos atrapados en la ilusión de lo que ya no es, mirando pasar lo que podría haber sido. Y cuando llegue el último día, cuando el tiempo haya devorado cada preocupación, cuando el mundo siga girando sin vos, habrá una única pregunta que importará: ¿Fuiste el creador de tu historia o solo una sombra en el reloj de arena?
Namasté, amigo. Respirá. Todavía estamos a tiempo.






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