top of page
  • Facebook
  • Instagram
Buscar

Un Perro En la frontera indómita de Argentina

Esta es una historia real. Sucedió entre 1869 y 1876, en plena línea de frontera entre el ejército argentino y los pueblos pampas y tehuelches. Era la época en que la llanura no tenía caminos, solo huellas y fortines dispersos donde los soldados vivían con la certeza de que la paz duraba lo que tardaba un vigía en gritar ¡indios!


En uno de esos puestos avanzados de la civilización y la guerra, el Fuerte General Paz, en lo que hoy es Carlos Casares, había un perro que no tenía dueño, pero sí una misión. No era un perro cualquiera. Era Centinela. El guardián. El implacable. El que no dormía.


Los jefes del fuerte venían y se iban, pero Centinela siempre estaba ahí, echado frente al rancho del comandante, los ojos encendidos como brasas en la oscuridad. A la noche, nadie—salvo el jefe de guardia—podía acercarse a menos de ocho metros sin exponerse a un gruñido que tenía más filo que un sable.


No solo vigilaba. También cazaba. No por hambre, sino por deber. Salía al campo, atrapaba una liebre y la entregaba sin esperar caricias ni recompensas. Lo mandaban a la cucha sin premio, sin palabras. Centinela acataba. No mendigaba. Nunca lo hizo.


Pero lo más increíble del asunto no era que cazara o vigilara. Centinela entendía la trompeta.


A las siete de la tarde, cuando sonaba el toque de oración, los soldados se descubrían, algunos se arrodillaban y otros bajaban la cabeza. Centinela se sentaba y miraba al suelo, como si rezara. Pero cuando se tocaba A la carga, salía disparado con la tropa, los colmillos listos para la batalla.


No mordía gente. Mordía caballos.


Corría entre los disparos, se lanzaba sobre las patas de los corceles enemigos y los hacía caer con jinete y todo. Y si el indio rodaba por el suelo, entonces sí, Centinela se le echaba encima con toda la furia de un perro sin miedo.


Hasta que un día la suerte lo traicionó.


Se lanzó sobre un caballo, mordió las patas con furia y lo hizo caer. El jinete rodó por el suelo. Centinela se preparó para el golpe final, pero no lo vio venir. Un tajo de lanza le abrió el costado. Sintió el ardor, la sangre caliente resbalándole por el pelaje. Dio un paso, luego otro. Y cayó. El mundo se volvió polvo, gritos y oscuridad.


Terminada la pelea, el cabo Ángel Ledesma volvió al campo de batalla y lo encontró aún respirando. Lo cargó sobre su caballo y lo llevó al fuerte, donde su madre, la legendaria sargento primero Carmen Ledesma—Mama Carmen para todos—se ocupó de curarlo.

Mama Carmen no era una mujer, era un monumento de carne y hueso. Negra como el carbón, enterró quince hijos en la frontera con el indio. El único que le quedaba era Ángel. Y ahora, también Centinela.


El perro se hizo inseparable del cabo. Paseaban juntos en sus tiempos libres, y por las noches, Ángel iba a verlo a su puesto de guardia. Pero ni él tenía permitido acercarse al rancho del comandante después del toque de queda. A ocho metros y no más.


Hasta que llegó la emboscada en el Fortín Vanguardia.


Los indios atacaron con una furia ciega. Ledesma cayó con una herida fatal.


Mama Carmen vio a su hijo caer. Algo dentro de ella se rompió en mil pedazos, pero su cuerpo reaccionó antes que el dolor. No gritó. No pensó. Corrió como una sombra furiosa, se abalanzó sobre el indio y lo arrastró al suelo. Hubo un forcejeo salvaje, puños, uñas, un cuchillo brillando en la polvareda. Y luego, silencio. El indio quedó inmóvil.


Mama Carmen, cubierta de polvo y sangre, se levantó y lo miró con desprecio.

—¿No eras guapo? —le escupió, y le dio otro golpe, por si acaso.


Se incorporó. No lloró. No dijo palabra. Cargó el cuerpo de Ángel en un caballo y cabalgó en completo silencio de regreso al fuerte.


Esa noche, Centinela supo.


Desde aquel día, nadie lo volvió a ver de día.


Aparecía al atardecer, siempre puntual, con el estoicismo de antes, para custodiar la casa del comandante. Pero al amanecer, desaparecía.

Intrigados, un par de soldados lo siguieron.

Descubrieron su secreto.


Cuando no estaba en su puesto, Centinela se alejaba del fuerte y se echaba junto a la tumba de Ángel Ledesma.


Ahí pasaba el día entero. En silencio, inmóvil, como un centinela de piedra.

Custodiaba a su héroe.


Y lo custodió hasta el final.


Dicen que cuando murió Centinela, ya no quedaba nada del viejo fuerte. Ni soldados, ni lanzas, ni pólvora. Solo el viento silbando sobre la tumba de un cabo y, en la memoria de unos pocos, la historia de un perro que nunca abandonó su puesto.


ree

 
 
 

Comentarios


¿Queres ser el primero en enterarte de los nuevos lanzamientos y promociones?

Serás el primero en enterarte de los lanzamientos

© 2025 Creado por Ignacio Arnaiz

bottom of page