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La Navidad y los Fantasmas del Delivery


En esta ciudad que respira smog y acumula plástico, la Navidad es apenas una notificación más en el teléfono. Una fiesta comprimida en mensajes de WhatsApp, ofertas de Mercado Libre y publicidades de sidra a precio rebajado. Pero debajo de las luces LED y los villancicos que nadie pidió, la ciudad sigue igual: un monstruo de cemento que mastica a sus habitantes y los devuelve más cansados al día siguiente.


Hoy, 24 de diciembre, las calles están tomadas por un ejército de motos. Los repartidores, esos apóstoles del algoritmo, zigzaguean entre autos con las mochilas cuadradas como altares portátiles de la economía moderna. Cada uno lleva en la espalda no regalos, sino pedidos de último momento: sushi para los que no quieren cocinar, vinos caros para tapar la incomodidad de las reuniones familiares, pan dulce sin pasas porque ya ni las tradiciones se respetan.


En las plazas, un puñado de chicos juega a perseguir drones que sus padres compraron con descuentos de Black Friday. Las risas de los nenes se mezclan con el sonido del tráfico y los gritos de una madre que amenaza con apagar la tablet si no se portan bien. Todo es ruido, todo es movimiento. Y mientras tanto, en las esquinas, los que no tienen a dónde ir miran pasar la fiesta como si fuera un desfile ajeno. Uno de ellos, un hombre con la cara quemada por el sol y un abrigo que ya no abriga, susurra: "El Niño Jesús nació en un pesebre porque nunca hubo lugar para los pobres". Nadie lo escucha, pero sus palabras quedan flotando en el aire.


En el centro comercial, que brilla como una catedral capitalista, las familias caminan con bolsas llenas de cosas que no necesitan. Un hombre enojado discute por el precio de un parlante Bluetooth mientras su hijo lo mira aburrido. En otro pasillo, una mujer prueba un perfume mientras su pareja revisa el celular. Todo huele a plástico y aire acondicionado, menos a Navidad. Pero ahí están, comprando felicidad a cuotas sin interés.


En los barrios cerrados, la Navidad es otra cosa. Ahí se celebra en jardines prolijos, con luces importadas y mesas llenas de comida que podría alimentar a un barrio entero. Entre copa y copa de champagne, los invitados se felicitan por otro año exitoso. Hablan de viajes, de negocios, de hijos que estudian en el extranjero. Pero si uno presta atención, en cada sonrisa hay un filo de soledad que ni todo el lujo puede esconder.


Mientras tanto, en el otro extremo de la ciudad, las iglesias intentan mantener viva una tradición que ya parece un susurro. En una parroquia del conurbano, un grupo de voluntarios organiza una cena para los que no tienen casa. El menú es sencillo: fideos con tuco, pan y gaseosa. Alguien propuso cantar un villancico, pero la mayoría prefiere quedarse en silencio, como si hasta las canciones fueran un lujo que no pueden darse.


Y después está la mesa familiar, ese campo de batalla moderno. Los celulares sobre la mesa, las conversaciones a medio terminar. Los tíos discuten de política, los primos comparten memes, la abuela pregunta por qué nadie reza antes de comer. El mantel blanco oculta rencores que nadie quiere nombrar, pero entre todo el caos hay algo genuino: una risa inesperada, un abrazo que no estaba en el programa, una chispa de humanidad que se cuela entre los silencios.


Cuando el reloj marca la medianoche, la ciudad explota. Fuegos artificiales ilegales iluminan el cielo mientras los perros ladran aterrados. Los brindis se multiplican y las redes sociales se llenan de fotos filtradas: familias felices, mesas perfectas, filtros que borran las grietas. Pero debajo de las luces y los likes, cada uno carga con lo suyo: deudas, miedos, sueños rotos. Porque la Navidad, aunque la pinten de rojo y verde, sigue siendo gris.


Y así, entre el ruido de las motos que nunca dejan de repartir y las luces de un árbol de plástico que pierde brillo, la Navidad se desliza como una sombra. Una excusa para creer, aunque sea por una noche, que las cosas podrían ser diferentes. Que el mundo, con todos sus algoritmos y contradicciones, todavía guarda un rincón para los milagros. Aunque sea uno pequeño, aunque sea efímero.


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