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1833: El día que los ingleses bajaron la bandera argentina en Malvinas

Actualizado: 4 jun


Las Provincias Unidas del Río de la Plata eran un país en pañales y con fiebre. Cada provincia era un reino con su propio caudillo. Rosas despuntaba entre sangre y comercio, Lavalle conspiraba con la cabeza de Dorrego aún fresca, y en el medio de ese griterío federal-unitario, Buenos Aires trataba de sostener un territorio más grande que sus botas. El mapa era un sueño. El país, un experimento. Pero había algo claro: las Malvinas eran argentinas. Y no era un capricho. Era un hecho.


Allí, en esas islas donde el viento corre sin ley, un hombre quiso levantar patria. Se llamaba Luis Vernet. Comerciante, administrador, pionero. En 1829 fue nombrado comandante político y militar de las Malvinas por el gobierno de Buenos Aires. No era un improvisado: había fundado un pequeño asentamiento, impulsado la pesca, el comercio y la ganadería. Le dio forma a la nada.


Pero Vernet no fundó un pueblo. Fundó una idea. En cada corralón, en cada pesca, en cada trato con gauchos y balleneros, dejó clavada una bandera invisible: la de la presencia. Y más aún: allí nació su hija. Y como si el alma de las islas se le hubiera metido en el pecho, la llamó como ese pedazo de tierra que soñaba eterno: Malvina Vernet. Un gesto mínimo, pero enorme. Porque no hay bandera más fuerte que un nombre dado con amor. Y no hay más patria que una cuna clavada en la tierra.


Pero los ingleses no olvidan. No se habían olvidado del papelón de 1806 y 1807, cuando dos veces intentaron tomar Buenos Aires con miles de soldados, y dos veces se volvieron derrotados por criollos armados con piedras, coraje y agua hirviendo. En los conventos, en los techos, en las calles, les bajaron el precio y el orgullo. Fue una de las pocas veces en la historia del Imperio Británico que un pueblo sin Estado les torció el brazo.


Aprendieron la lección. Y no quisieron repetirla.Así que cuando miraron hacia el sur otra vez, buscaron un blanco más fácil. Uno sin balcones, sin Patricios, sin barricadas. Las Malvinas eran la opción ideal: aisladas, despobladas, sin ejércitos ni héroes callejeros. Un lugar donde podían meter la bandera sin que nadie se las arrancara a las piñas.


En 1831, un conflicto con cazadores de focas fue la excusa. En 1833, mandaron el HMS Clio con el capitán John James Onslow. El 3 de enero, desembarcó en Puerto Soledad y le habló al comandante argentino José María Pinedo, al mando de la goleta Sarandí. Le comunicó que debía desalojar el territorio en nombre de Su Majestad.Vernet, el fundador, ya no estaba: había regresado al continente tras el ataque yanqui de 1831. Quedaban pocos. Y los marinos de Pinedo —muchos de ellos ingleses— no iban a disparar contra su propia bandera.


Nadie disparó. Nadie gritó. Solo se escuchó el chirrido del mástil cuando bajaron la bandera. Un sonido seco. Más duro que una bala. Y más largo que un duelo.


Fue un desalojo sin balas, pero con una herida que todavía sangra.


Pero no todos se fueron. Un puñado de gauchos quedó en las islas, rumiando bronca entre el frío, las ovejas y la injusticia. Eran antiguos trabajadores de Vernet. Campesinos, peones, criollos. Entre ellos, uno se plantó: Antonio Rivero. El paisano rebelde. El que no tragó la humillación. En agosto de 1833, lideró una revuelta contra los invasores y sus colaboradores. No levantaron proclamas. Levantaron cuchillos. No hicieron política: hicieron justicia como sabían. A la intemperie. A pie. Con hambre. Con bronca.


Tomaron el control por semanas. Mataron a cinco hombres. Resistieron. Fueron acorralados. Y aunque los vencieron, dejaron un gesto de rebeldía que ni el viento del sur pudo barrer.


La historia oficial dirá que fue una rebelión menor. Pero no hay rebeldía menor cuando se hace con el cuchillo entre los dientes y el orgullo en la sangre. Rivero no tenía uniforme ni medallas. Pero tenía lo mismo que tuvo Liniers: el coraje de no rendirse.


Desde entonces, los británicos instalaron colonias, administraciones, escuelas, cementerios. Intentaron escribir una historia donde ellos eran los fundadores. Pero no pudieron borrar lo que ya estaba escrito: la presencia argentina, el nombre Malvina, la resistencia de Rivero, y la herida abierta que no cierra con tinta ni tratados.


Lo de 1833 no fue un olvido. Fue un robo.Y no fue casual. Fue la continuación de una ambición imperial que había fracasado en el Río de la Plata y encontró en Malvinas la revancha silenciosa.


Porque aunque no hubo cañonazos ni fuego cruzado, la invasión fue tan real como las otras. Solo que esta vez, la ciudad no pudo tirarles desde los techos. Y ellos se quedaron.

Pero nunca del todo. Porque cada 2 de abril, cada vez que se jura la bandera, cada vez que un niño pregunta por qué las Malvinas están en los billetes, la historia vuelve a morder.


Y cuando flamea esa bandera extranjera en nuestro sur, hay una voz que grita desde el mástil derribado:


“Esa tierra tiene nombre de mujer… y se llama Malvinas.”


Bibliografía

  • La cuestión de las Islas Malvinas, José María Rosa, 1974, Editorial Peña Lillo, Buenos Aires.

  • Malvinas. La trama secreta, Oscar Raúl Cardoso, Ricardo Kirschbaum y Eduardo Van der Kooy, 1983, Editorial Sudamericana, Buenos Aires.

  • La Argentina y las Islas Malvinas: historia de una usurpación, Emilio A. Perina, 1993, Editorial Planeta, Buenos Aires.

  • Malvinas: documentos y testimonios fundamentales (1767–1833), Junta de Estudios Históricos de Malvinas, 2010, Editorial Eudeba, Buenos Aires.

  • Luis Vernet y las Islas Malvinas, Antonio Montarcé Lastra, 1982, Editorial Plus Ultra, Buenos Aires.

  • Antonio Rivero, el gaucho patriota, María Sáenz Quesada, 2010, Revista Todo es Historia Nº 519, Buenos Aires.

  • Malvinas: soberanía y memoria, Marcelo Gullo, 2021, Editorial Biblos, Buenos Aires.


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