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Argentina: el país que nació sin nombre y sangró hasta encontrarse


Argentina no existía. Era un espejismo de tinta vieja, una palabra inventada por un cura que soñó con montañas de plata y terminó olvidado en algún rincón del Imperio. En 1810, la Argentina era una promesa sin suelo, un eco sin cuerpo. Nadie vivía allí. Nadie moría por ella. Nadie firmaba cartas con ese nombre. Era una palabra suelta, elegante y huérfana. Y sin embargo, en esa grieta del lenguaje, empezaba a hervir algo.


El primero que se animó a nombrarla fue un tipo con alma de cronista y vocación de mártir: Martín del Barco Centenera. En 1602, en Lisboa, publicó un poema eterno de diez mil versos: La Argentina y conquista del Río de la Plata. Un título largo como la fiebre, más parecido a un mapa de sueños que a un libro. En el primer canto dejó marcado el bautismo:


“Canto el Río de la Plata,

que se llama Argentum,

por la plata y el oro

que en sus riberas y en sus arenas,

abundantemente se derrama.”


Argentum. Plata en latín. La ilusión de una tierra rica. La codicia tenía forma de río. El mito de la Sierra del Plata —una montaña fabulosa llena de metales preciosos— empujó a los conquistadores río arriba. Los guaraníes contaban el cuento. Los españoles lo creían. No había plata, pero quedó el nombre. Argentina era una palabra hermosa sostenida por el hambre.


En 1810, Buenos Aires era una ciudad-puerto que olía a grasa, a cuero, a vino barato desparramado en los mercados del Retiro. Las imprentas exhalaban tinta caliente en patios de tierra. Las campanas repicaban sobre los tejados mientras se amasaban conspiraciones. Vivían allí unas cuarenta mil almas: comerciantes, soldados, esclavos, curas, conspiradores. No había bandera ni nación. Solo una ciudad que se creía el ombligo de un imperio en ruinas.


Y nadie se decía argentino. Se decían criollos, españoles americanos, vecinos, súbditos del rey. A lo sumo, “patriotas”, si tenían libros prohibidos bajo la almohada. “Argentino” era una rareza. Una joya para las tertulias de Mariquita Sánchez, donde entre valses desafinados y olor a café de olla, se conspiraba en voz baja. La palabra Argentina vivía en los libros. No en la calle.


El 25 de mayo de 1810, cuando la Junta sacó a Cisneros del Cabildo, no se gritó “¡Viva la Argentina!”. Se gritó “¡Fuera el virrey!”. Fue una rebelión sin nombre, con el corazón desbordado. Una grieta sin patria todavía.


Tres años más tarde, Vicente López y Planes escribió la Marcha Patriótica, esa que después sería el himno. Y por primera vez, la palabra se coló entre estrofas:

“El gran pueblo argentino…”


Ahí apareció, como una sombra que por fin empieza a tener forma. Pero digámoslo sin romanticismo: ese “argentino” era Buenos Aires disfrazado de patria. El resto del territorio era un mapa en disputa, una olla a presión. Tucumán, Salta, Cuyo, la Banda Oriental… cada provincia tenía su orgullo, su acento, su puño cerrado.


Ni San Martín ni Belgrano usaban la palabra. Hablaban de patria, de independencia, de libertad.


Decía Belgrano:

“Mucho me falta para ser un verdadero padre de la patria. Me contentaría con ser un buen hijo de ella.”


Y no decía Argentina. Porque todavía no existía.


En 1816, el Congreso de Tucumán declaró la independencia. En nombre de las Provincias Unidas del Río de la Plata. Ni una línea mencionó a Argentina. El nombre seguía siendo un espectro, una palabra que nadie se animaba a poner sobre el mármol.


En 1826, Bernardino Rivadavia —unitario con ínfulas napoleónicas y sin pueblo que lo siguiera— estableció por primera vez el nombre “República Argentina”. Pero el experimento duró menos que un estandarte en una tormenta. Las provincias lo aborrecían. Rivadavia cayó. Y el nombre volvió a dormir.


Mientras tanto, el país se desangraba. Unitarios de levita azul y federales de poncho rojo se degollaban por una patria que no sabían nombrar. Y entre degüellos, tratados rotos y balas en nombre de nadie, la palabra “Argentina” flotaba en cartas, discursos, proclamas. Seguía sin cuerpo. Seguía esperando.


Y entonces, Juan Bautista Alberdi.


Ese tucumano enjuto, que escribía como quien afila una daga, publicó en 1847 una edición del himno. Por primera vez, lo tituló: “Himno Nacional Argentino”. No era un gesto menor. Era un acto de fundación. Le puso nombre al hijo que nadie se animaba a reconocer.


En 1853, la Constitución mencionó al “pueblo de la Confederación Argentina”. Y en 1860, cuando Buenos Aires se reincorporó al país, se adoptó el nombre definitivo: República Argentina.


Habían pasado más de dos siglos desde que Centenera escribió su poema. La palabra que había nacido de la codicia se convirtió en bandera. El reflejo en el agua se volvió nación.


Martín del Barco Centenera jamás supo que su delirio bautizaría un país. Murió lejos, sin gloria, sin saber que un día, una patria entera llevaría la palabra que él susurró por primera vez.


La palabra Argentina fue escrita por un clérigo, rescatada por un poeta, defendida por soldados descalzos y consagrada por una guerra civil interminable. No nació: se forjó. Como se forjan las herramientas en la herrería: a martillazos.


Argentina no se fundó con mármol ni con discursos. Nació en imprentas clandestinas. En las botas de San Martín cruzando la cordillera. En las cartas de Belgrano pidiendo escuelas en lugar de fusiles. En los silencios de Moreno. En las estocadas de Artigas. En el fusilamiento de Dorrego. En las lágrimas que nadie anotó.


En 1810 no éramos Argentina. Éramos hambre. Éramos papel mojado. Éramos madres rezando en las azoteas mientras sus hijos fundaban algo que aún no tenía nombre.


Y fue esa gente —sin himno, sin bandera, sin certeza— la que la hizo posible.


Porque antes de ser patria, fuimos verso. Antes de ser bandera, fuimos palabra. Y antes de ser pueblo, fuimos apenas un sueño escrito por un hombre que jamás nos conoció.


Y esa es la patria verdadera: la que se inventa con coraje, se defiende con palabras y se recuerda con lágrimas.




 
 
 

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