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EDUARDO ROTONDO, EL HOMBRE QUE FOTOGRAFIÓ EL SILENCIO

 

Hay quienes escriben con la pluma de la oficina y quienes escriben con el barro entre las uñas.


Eduardo Rotondo nació en Buenos Aires en 1949. Tenía 33 años cuando estalló la guerra de Malvinas. Periodista de raza, trabajaba como corresponsal para la revista Gente y el canal estadounidense ABC. Defensor de una mirada humana y crítica, descreía de la épica vacía y prefería contar lo que dolía, lo que pasaba en las sombras. Era un hombre que creía en el poder de la imagen como verdad inmediata, más allá de cualquier bandera.


Fue el último corresponsal argentino en las islas Malvinas durante el conflicto de 1982. Pertenecía a esa estirpe. No fue a buscar la gloria, ni a cazar titulares como alimañas de imprenta. Fue con una Nikon colgada al cuello, un par de rollos vírgenes, una cámara VHS prestada y la certeza amarga de que a veces la verdad se pudre si no se la encierra rápido en una imagen.


Lo que trajo de vuelta no fueron sólo fotos: fue un grito congelado de 74 días, una historia que chisporrotea entre la pólvora, el viento helado y el murmullo de los que no volvieron.


El conflicto del Atlántico Sur comenzó el 2 de abril de 1982 con el desembarco argentino en las islas Malvinas, ocupadas por el Reino Unido desde 1833. La guerra, breve y feroz, se prolongó hasta el 14 de junio. En ese lapso, más de 600 soldados argentinos perdieron la vida, muchos de ellos jóvenes conscriptos enviados sin experiencia al frente.


Los medios de comunicación jugaron un papel ambiguo, entre la propaganda y la censura. Canales oficiales como ATC y revistas de gran tirada como Gente ofrecían una versión distorsionada del conflicto, mientras los periodistas en las islas sorteaban obstáculos y órdenes estrictas del Comando para registrar lo que de verdad ocurría.


En ese contexto, la figura del corresponsal de guerra cobró un peso inusual.


Imaginate esto: un kilo cien gramos de papel ilustración.


Un monumento de 254 fotos. 58 videos. Y la voz de un periodista que se quedó cuando todos se iban. Porque cuando cayó el alto el fuego el 14 de junio de 1982, cuando los ingleses caminaban con los brazos cruzados y los oficiales argentinos firmaban rendiciones con la garganta apretada, Rotondo estaba ahí. No en el continente, no en una redacción porteña. En el barro, en el viento, en el espanto.


La primera foto que sacó en Malvinas fue una premonición: una columna de soldados marchando. Pies hundidos, cascos torcidos, fusiles como muletas de una generación herida antes de tiempo. Después vinieron otras: Grabchuk y Miño leyendo una carta en la escollera, como si las palabras de una madre pudieran levantar un abrigo entre tanta helada. El capellán Fernández bautizando a Dante Velásquez. Sacas del Correo cargadas como sacos de esperanza. Los obuses cayendo sobre Puerto Argentino, sobre el aeropuerto, sobre los sueños.


Uno de los pocos oficiales que Rotondo captó fue Mohamed Alí Seineldín. El resto huía de las cámaras como de la metralla. "Los protagonistas son los soldados", repetía. Y tenía razón. Ahí están: Rinaldi y su ovejero Nick, el casco sobre la cruz del capitán Benítez, los camilleros rescatando heridos, el Pucará del teniente Címbaro surcando el cielo. Y los soldados deambulando sin destino por Puerto Argentino.


Y entonces, el final. La rendición del 14 de junio. El apretón de manos entre un capitán británico y el mayor Doglioli, con el cabo Puca de testigo. Ese gesto resume la contradicción de la guerra: odio, muerte, pero también humanidad.


Rotondo no se fue con el último Hércules. Se fugó del hotel, se escondió en un lanchón llamado Yehuín, se disfrazó de marinero y llegó al rompehielos Almirante Irízar. Traía lo más valioso: los rollos con las imágenes del alto el fuego.


¿Cómo lo logró? Se jugó la vida. Y con estrategia.


Durante el conflicto, Eduardo Rotondo organizó una operación casi clandestina para sacar sus registros sin ser detectado. Cada vez que un avión Hércules C-130 llegaba a las islas, el piloto le entregaba un bolso con rollos vírgenes. En ese mismo vuelo, Rotondo enviaba otro bolso idéntico, con las cintas y los negativos ocultos entre ropas y papeles. Así, fue enviando parte de su archivo antes de que los británicos tomaran control absoluto.


Pero lo más arriesgado vendría después del alto el fuego. Rotondo decidió no abordar el vuelo de repatriación junto a los demás corresponsales. Se escapó del hotel donde estaba alojado en Puerto Argentino, abordó el lanchón Yehuín y se camufló como un marinero más. Vestía ropa de tripulante. Nadie lo identificó. Logró subir al rompehielos Almirante Irízar, que durante la guerra funcionó como buque hospital.


Entre su ropa, guardaba el testimonio irrefutable de lo vivido: los rollos y las cintas que narraban la guerra desde adentro. Ningún control británico revisó su equipaje a fondo. Su historia sobrevivió, porque él arriesgó su libertad —y quizás su vida— para rescatarla.


Una guerrilla visual contra el olvido. Rotondo recogió esas voces con respeto. Voces que tiemblan, lloran, maldicen. Como Jorge Rinaldi, que aún sueña con su perro Nick. Como aquellos que le pidieron una foto para que su madre supiera que seguían vivos.


Y entre tantas fotos, una que corta la respiración: una guitarra. Una donación que llegó a las islas. Y los soldados abrazándola como si fuera un fusil de melodías. Porque la guerra no es sólo muerte. Es humanidad desgarrada, amor a destiempo, nostalgia por adelantado.


Rotondo y Palacio no quisieron contar la historia de Malvinas. En palabras de Rotondo: "Yo no fui a hacer historia. Fui a no dejar que se olvidara". Contaron una historia. La suya. La de los soldados. La de Nick. La de las imágenes que no se borran, la de los rostros que aún miran desde el pasado. No es sólo un ejercicio de memoria: es una advertencia urgente contra el olvido. Porque lo que no se narra, se pierde.


¿Y vos, qué vas a hacer con ese grito?

¿Dejar que se apague o transformarlo en memoria viva?

¿Compartirlo, enseñarlo, recordarlo?


Ninguno de esos soldados soñaba con ser héroe. Soñaban con volver.


Y él, desde detrás de una lente, fue su espejo. El que no disparaba balas, sino verdad. Y entre los rostros anónimos que Rotondo retrata, se adivina a un país entero que también esperaba volver de esa guerra.


Lino Palacio no sólo las transcribió: les dio forma, les dio aire, les dio justicia. Y así, junto a Rotondo, tejieron una memoria viva que no se rinde.


Porque a veces, un hombre con una cámara puede hacer más por la verdad que mil fusiles.


Bibliografía y fuentes:

  • Eduardo Rotondo y Lino Palacio, Malvinas. Los ojos de la guerra, Buenos Aires, 2023.

  • Max Hastings y Simon Jenkins, The Battle for the Falklands, Londres, 1983.

  • Entrevistas a Eduardo Rotondo publicadas por Infobae (Adrián Pignatelli, 29/05/2023).

  • Testimonios de veteranos recopilados en el anexo del libro.

  • Fotografías y videos del archivo personal de Eduardo Rotondo.


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1 comentario


Gracias Roberto por capturar el sentido del trabajo de un corresponsal de guerra nuestro trabajo es trasladar al lector o al televidente al centro mismo de la guerra nosotros somos invisibles no así nuestro trabajo. GRTACIAS ROBERTO ARNAIZ por la editorial exelente creo que por primera vez alguien conto la historia que ocurre del otro lado de la camara.

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