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El chico del carbón que pintó La Boca

 

A Justa Molina la mandaron a Buenos Aires como se manda una carta sin dirección. Solo que ella no era de papel, y nadie se molestó en escribirle un destino. Tenía siete años y la orfandad le cayó encima como un tajo brutal. Sus tíos, que de cariño sabían lo justo y necesario, decidieron que la gran ciudad se encargara de ella. Así que la pequeña Justa terminó en una fonda del barrio de La Boca, lavando platos y sirviendo guisos espesos en un ambiente cargado de humo, sudor y el griterío ronco de estibadores que tenían más alcohol que sueños en la cabeza.


A los quince años, la vida le tiró un salvavidas con forma de italiano. Manuel Chinchella, un joven inmigrante que descargaba sacos en el puerto, almorzaba en la fonda y, entre plato y plato, quedó prendado de la morocha que le servía la sopa. Fue un amor de esos que no precisan preámbulos: se casaron rápido y se lanzaron al mundo con una idea fija. Compraron un almacén de carbonería, ese oro negro de los hogares humildes donde las cocinas aún respiraban a carbón. Y les fue bien, pero no del todo. La casa estaba llena de sacos, carbón y boletas, pero les faltaba algo esencial: un hijo.


Demos un salto en la historia hasta el 20 de marzo de 1890. Esa noche, en la puerta de un orfanato de la avenida Montes de Oca, apareció un bulto envuelto en una manta raída. Adentro, un bebé de no más de diez días, con un cartelito entre las ropas: Benito Juan Martín. Las mujeres del orfanato suspiraron, hicieron sus cálculos y decidieron que el niño llevara solo su tercer nombre como apellido. Así que Benito Martín creció en esa casa donde los niños aprendían antes a buscarse la vida que a escribir su propio nombre. A los seis años ya tenía que trabajar.


En La Boca, la infancia no era cosa de juegos. Benito, como tantos otros pibes sin apellido ni destino, merodeaba por el puerto con la esperanza de encontrar una changa que le llenara el estómago al menos por un día. Flaco como un alambre y más inquieto que un mosquito, el apodo le quedó pegado como el hollín del puerto.


Justa y Manuel lo notaron. La mujer, en una entrevista muchos años después, lo resumió con la simpleza de los recuerdos sinceros:

—Vivía contenta con mi Manuel, pero no éramos felices. Nos faltaba un hijo. Y cuando vimos a ese mocoso flaco y avispado, con los ojos grandes como quien mira el mundo desde abajo, supimos que el destino lo había puesto en nuestro camino para llenarnos el alma.

Manuel no dio vueltas.


—Pibe, ¿querés trabajar en mi negocio?

El chico asintió con la cabeza. Se lo llevaron a casa y, sin más trámites que el cariño, lo anotaron como hijo propio en el Registro Civil.


Benito tenía manos de carbonero, pero en el fondo eran manos de artista. No tardó en descubrir que los trozos de carbón no solo servían para encender cocinas. Con ellos, empezó a dibujar sobre cualquier superficie que encontrara. Bodegones, retratos, calles de adoquines y agua sucia. A los quince, ya cobraba cinco pesos por pintar retratos a los vecinos. Si el cliente se quejaba porque no se veía parecido, Benito le devolvía el dinero sin chistar.


Pero Martín le quedaba chico, como un traje prestado que jamás terminó de ajustarse a su piel. Él necesitaba un nombre propio, uno que sonara a puerto, a lucha, a color. Así nació Quinquela.


De ahí en más, la historia es otra. Benito se convirtió en el pintor de su barrio, el que plasmó el alma del puerto con colores que parecían hechos de la luz del atardecer y la mugre de los barcos. Su obra cruzó océanos y llegó a galerías de todo el mundo. Pero él nunca se fue de La Boca.


Con lo que ganó, construyó una escuela-museo para chicos pobres, donó obras y ayudó a que el barrio tuviera una identidad propia, algo que los turistas de hoy buscan con ansias sin saber que todo empezó con un huérfano flacucho que usó el carbón para encender su destino en vez de una cocina.


Aquel pibe que alguna vez dibujó rostros con trozos de carbón en el suelo de una carbonería terminó pintando con fuego el alma de La Boca, y su luz aún sigue encendida.


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