Hipólito Bouchard: El Enojo Argentino que Navegó el Mundo
- Roberto Arnaiz
- 4 jul
- 5 Min. de lectura
Actualizado: 11 jul
Hubo un tiempo en que la libertad era un fuego que cruzaba los mares. No nacía en un papel ni se encerraba en discursos: se escribía con sangre, se gritaba desde el palo mayor y se izaba en forma de bandera. En ese tiempo, los corsarios no eran piratas. Eran patriotas con hambre de justicia. Uno de ellos, nacido en la Costa Azul de Francia, habría de convertirse en el espanto de la marina real española y en el estandarte flotante de la Revolución de Mayo. Hipólito Bouchard se llamaba. Pero aquí no vamos a contarlo como lo haría una placa conmemorativa. Vamos a contarlo como lo recordarían los marinos, los esclavos liberados, los comerciantes temblorosos y los patriotas anónimos que vieron en él algo más que un nombre: una tormenta.
Bouchard nació en Bormes, cerca de Saint-Tropez, en 1780. Pero su alma nació en el Riachuelo, cuando vio por primera vez flamear la bandera de Belgrano. No era de aquí, pero fue más argentino que el locro. Cuando llegaron las invasiones inglesas, se alistó sin preguntar. Y cuando se formó la Junta en 1810, ofreció su sable, su bergantín y su cabeza. Fue parte de las primeras escaramuzas navales con Azopardo, estuvo en San Lorenzo con San Martín y recibió, de mano de la Asamblea del Año XIII, el título de ciudadano de las Provincias Unidas.
Pero su gloria no estaba en tierra. Su lugar era el agua, el horizonte, el abordaje.
Con su corbeta Halcón y luego con la mítica La Argentina, se lanzó al Pacífico como un huracán con bandera celeste y blanca. El gobierno le dio una patente de corso y una misión: hacerle la vida imposible a la flota de Fernando VII y llevar la noticia de nuestra independencia hasta el último confín del mundo.
Y vaya si lo hizo.
Liberó esclavos en Madagascar, derrotó a piratas malayos, bloqueó Manila durante dos meses, incendió cuanta fortaleza española encontró en su camino. En California izó la bandera argentina en Monterrey, en Santa Bárbara, en San Juan Capistrano. Durante cinco días, el puerto de Monterrey fue celeste y blanco. Por primera vez una ciudad norteamericana fue ocupada y gobernada por patriotas sudamericanos. Liberó prisioneros, quemó arsenales, hundió bergantines. El Pacífico temblaba cuando se avistaba el velamen de La Argentina.
Y también salvó a sus compañeros. En Guayaquil, cuando Guillermo Brown fue capturado por los realistas luego de que su nave quedara varada, Bouchard no lo dudó. Primero mandó emisarios, luego tropas. Propuso un canje, y ante la negativa de los mandos enemigos, preparó el rescate. Desembarcó con 300 hombres, tomó posiciones en Punta de las Piedras, rodeó Guayaquil, y logró que, tras una demostración de fuerza y negociaciones intensas, se concretara el intercambio de prisioneros. El 17 de febrero de 1816, Brown y sus hombres recuperaron la libertad gracias al empuje, el carácter y la audacia de Bouchard. Dicen que, al reencontrarse, Brown lo abrazó y susurró: "Gracias, hermano. Esto no lo olvidará ni el mar".
En las islas Sandwich, hoy Hawái, se entrevistó con el rey Kamehameha. Lo convenció de apoyar la causa americana, firmaron un tratado y Bouchard, que tenía un sentido del humor muy particular, lo nombró teniente coronel de los ejércitos de las Provincias Unidas, le regaló su sable, su sombrero, sus charreteras y un uniforme completo. Kamehameha aceptó feliz, prometió enviar hombres y barcos, y los corsarios argentinos bailaron con las hawaianas durante tres noches. Como recompensa, Bouchard se llevó a bordo un centenar de nativos convertidos en marinos.
Y tenía ocurrencias que rozaban la demencia genial. Cuando su tripulación fue azotada por el escorbuto, no llamó a curanderos ni esperó milagros. Los enterró vivos hasta el cuello para ver si la tierra les sacaba la enfermedad. Y al parecer, funcionó: casi todos sobrevivieron.
A los piratas malayos los enfrentó a cañonazos. A los esclavistas los colgó del palo mayor. A los comerciantes españoles que ofrecían sobornos, les quemó los barcos delante de sus narices. “Esto no es un negocio”, decía. “Esto es una revolución.”
Cuentan que en un banquete en Lima, un oficial español brindó con sorna "por la gloria del Rey". Bouchard se puso de pie, alzó su copa y dijo: "Brindo por el día en que lo cuelguen del mástil de su propio galeón". Nadie volvió a brindar.
Quiso rescatar a Napoleón de Santa Elena. Lo pensó en serio. Pero el destino lo llevó a otra epopeya. Tomó el Realejo, el puerto más importante de Nicaragua. En Guatemala, quemó navíos delante de sus dueños por negarse a pagar rescate. Todo lo hizo con un ético desparpajo: no tocaba templos ni casas de civiles americanos. Pero al rey español le vació los bolsillos y le llenó los sueños de pesadillas.
Y si algo le sobraba, era dignidad. Cuando Cochrane, el escocés que robaba con bandera aliada, le incautó su nave en Valparaíso, Bouchard lo retó a duelo a cañonazos: cada uno con su barco, solos, sin tripulación. El Lord Filibustero huyó. El argentino adoptivo se quedó con la honra. Años después, se lo cruzó en El Callao. Bouchard apuntó los cañones de La Prueba, y Cochrane, viendo que el "enojo argentino" venía por su cabeza, escapó a todo trapo. “Y si no huía, sabría por fin lo que era una batalla con reglas de honor y sin testigos”, murmuró uno de los marinos.
Mitre lo describió como un "hombre de acción, de temperamento ardiente, con imaginación fogosa y prudencia fría". No exageraba. Bouchard era un torbellino con uniforme. Dobló el Cabo de Hornos sin permiso de la Compañía de Indias, pintó de celeste y blanco medio planeta y demostró que el patriotismo también se escribe con salitre.
Terminó sus días en Perú, en una hacienda llamada “La Buena Suerte”. Una ironía. Porque allí, el libertador de esclavos murió asesinado por uno de ellos. Las contradicciones de la historia no lo empañan. Lo engrandecen. Porque Bouchard no fue un santo ni lo quiso ser. Fue un hombre que entendió que la libertad se gana a tiros, que el honor se defiende a bordo, y que a veces, para que el mundo se entere de que uno existe, hay que incendiar Monterrey.
“Que se acabe de comprender que ellos son unos invasores perversos y nosotros unos hombres libres que solamente aspiramos al sacudimiento del yugo pesado del hierro, que nos ha sucumbido y encorvado por tantos años.”—José María Piriz, lugarteniente de Bouchard.
En el palo mayor de La Argentina flameaba la bandera del enojo argentino. Esa furia sagrada que no admite cadenas ni rendiciones. Ese fuego que cruzó el mar y no se apagó jamás.
Hay mares que no se callan. Hay banderas que no se arrían. Y hay corsarios que no mueren: sólo esperan viento en popa.
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Bibliografía:
Miguel Ángel De Marco, Corsarios argentinos 1815–1820. Emecé, 2003. Investigación clave sobre las campañas navales de Bouchard.
Bartolomé Mitre, Historia de San Martín y de la emancipación sudamericana. Menciona la actuación naval de Bouchard en el Pacífico.
Instituto Nacional Sanmartiniano. Publicaciones oficiales reconocen a Bouchard como agente naval de la independencia.
Archivo General de la Nación Argentina. Patentes de corso, partes navales y documentos oficiales (1815–1820).
Diario de la corbeta La Argentina. Crónicas de campaña escritas por oficiales bajo el mando de Bouchard.
Museo Naval de la Nación. Archivos y reproducciones del diario de navegación de La Argentina.
The Hawaiian Historical Society Annual Report. Confirma el encuentro entre Bouchard y el rey Kamehameha I (1818).
Universidad Nacional de Cuyo — Boletín de Historia Naval. Documenta el rescate de Brown en Guayaquil.
Todo es Historia, Nº 176. Relato de la toma de Monterrey y el izamiento de la bandera argentina en California.
José María Piriz, Memorias del lugarteniente de Bouchard. Fuente de anécdotas directas y frases atribuidas al corsario.






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