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La Felicidad, ese monstruo esquivo


Por momentos, la felicidad parece una vieja promesa olvidada. Un espejismo que nos contaron en cuentos de la infancia y que, de adultos, perseguimos con torpeza, como quien intenta atrapar un pez con las manos. Qué concepto más esquivo, ¿no les parece? Porque siempre parece estar un poco más allá de donde estamos, justo detrás de la esquina que nunca doblamos.


Nos vendieron la idea de que la felicidad es un estado, un destino fijo al que se llega y donde todo encaja para siempre: la pareja perfecta, el trabajo soñado, los hijos ejemplares. Pero esa visión es un espejismo. Si la felicidad fuera un estado continuo, nos habríamos aburrido de ella hace rato. Porque, en realidad, la felicidad no es un lugar al que llegamos para quedarnos, sino un momento que nos encuentra de sorpresa. Es ese instante fugaz en el que el mate tiene la temperatura justa, el sol cae perfecto sobre la ventana o alguien nos regala una sonrisa sin razón aparente. Y, sin embargo, ¡cuánto nos cuesta darnos cuenta de que la felicidad vive en esos pequeños destellos!


En esta jungla de cemento, donde los relojes mandan y las deudas nos ahorcan, nos han hecho creer que la felicidad se compra en cuotas. Un auto nuevo, un celular de última generación, una casa en el barrio que todavía no pudimos pagar. Nos amontonan sueños ajenos y después nos acusan de infelices. Pero, ¿cómo ser feliz cuando la vida parece un catálogo interminable de cosas que no necesitamos?


Yo he visto a hombres encorvados por la rutina, convencidos de que trabajan de sol a sol para ser felices algún día. Es un teatro grotesco. Lo que más aterra es que no lo saben. Caminan cabizbajos, con la mirada perdida, y se aferran a una idea de felicidad que nunca fue suya. Les han robado incluso la posibilidad de definirla.


¿Y las mujeres? Ni hablar. A ellas se les impone otra tragedia: la sonrisa eterna. La felicidad en los labios mientras carga el peso del mundo sobre sus espaldas. Como si la felicidad fuera una obligación, un maquillaje que no se corre ni con lágrimas.


Y aquí aparecen los filósofos, esos sabios del humo que llevan siglos peleándose por explicarnos qué es la felicidad. Que si Aristóteles con su eudaimonía, esa vida virtuosa en armonía con la razón; que si Epicuro y su idea de que la felicidad está en placeres simples y en evitar el dolor. ¿Pero acaso alguien se ha puesto realmente feliz leyendo a Aristóteles o a Epicuro? Luego vienen los estoicos con su mensaje de aceptar lo que no podemos cambiar, como si uno pudiera resignarse al caos del mundo sin volverse loco. Y después, claro, los gurúes modernos, esos tipos sonrientes que escriben libros con títulos como "Los diez pasos para la felicidad" o "Sé feliz ahora". Una pandilla de charlatanes que, al parecer, encontraron la fórmula mágica, pero necesitan venderla para pagar su Ferrari.


Hace 40 años, ser feliz era algo distinto. La felicidad no venía empaquetada en publicaciones de Instagram ni en listas de reproducción de Spotify. Era el olor del café recién hecho por las mañanas, la charla alrededor de una mesa sin la prisa del reloj. Eran los veranos sin aire acondicionado pero con amigos en la vereda, hablando de la vida mientras el mundo parecía más grande y menos complicado. Claro, también había miserias: la opresión del qué dirán, las posibilidades más limitadas, los sueños que se quedaban en sueños. Pero había algo genuino, un sabor a lo simple que hoy parece perdido.


Ahora nos prometen felicidad en píldoras, en aplicaciones, en likes. Nos dicen que seremos felices si compramos la última novedad tecnológica, si viajamos al lugar exótico que todos fotografían o si seguimos una rutina de meditación que alguien descubrió en un monasterio tibetano. Nos hemos convertido en consumidores de felicidad, pero la mercancía siempre está defectuosa.


Y si pensamos en el futuro, ¿cómo será la felicidad dentro de 40 años? Tal vez será más virtual que nunca. Una simulación perfecta en la que podremos sentir alegría, amor o plenitud con solo ponernos un casco de realidad aumentada. Pero, ¿será real? ¿Podrá alguien ser verdaderamente feliz cuando todo lo que experimenta es una ilusión creada por algoritmos? Tal vez la felicidad del futuro será una resistencia: apagar los dispositivos, mirar el cielo y sentir el viento en la cara, como lo hacían nuestros abuelos sin preguntarse si eso los hacía felices.


Pero yo les digo algo: la felicidad no es un lugar al que se llega ni un trofeo que se gana. Es, tal vez, una pequeña venganza. Una carcajada en medio del caos, un cigarrillo en la madrugada, una conversación sincera con un amigo que ya no ves tan seguido. La felicidad está en los intersticios, en las grietas de esta vida absurda y maravillosa que llevamos.


Así que, amigo, la próxima vez que alguien le hable de "ser feliz", mírelo con desconfianza. Pregúntese si no será otro vendedor de espejitos de colores. Y mientras tanto, busque su propia felicidad, aunque sea en un vaso de vino barato o en la caricia de un perro callejero. Porque, al final, la felicidad no se define: se siente. Y, cuando la encuentra, aunque sea por un instante, agárrela fuerte. Que el mundo no se la robe.


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