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LAS MAESTRAS DEL VIENTO SUR: ENSEÑABAN ESPAÑOL EN TIERRA OCUPADA


Si alguien se anima a decir que a las Malvinas solo fueron soldados y diplomáticos, es porque nunca escuchó los nombres de María Fernanda Cañás o María Isabel Hoffmann. Y si tampoco sabe que en 1974 una maestra cruzó el mar para enseñar español a los isleños, es que está leyendo la historia con un ojo cerrado.


Porque hubo un tiempo en que la soberanía también se pronunciaba con verbos, con acentos, con la paciencia de una señorita que explicaba en un aula helada, mientras allá afuera, el viento y la geopolítica aullaban su propia batalla.


En plena Guerra Fría, mientras el Atlántico Sur hervía en tensiones latentes, Argentina y el Reino Unido buscaron tender un puente silencioso. En lugar de cañones, enviaron maestras.

Esto no es ficción. Esto pasó. Y pasó en el marco del llamado "Acuerdo de Comunicaciones" entre Argentina y el Reino Unido, firmado en 1971. En un gesto de acercamiento, se habilitó un vuelo semanal, se instaló personal civil de YPF y Gas del Estado en las islas y, lo más insólito de todo: se enviaron maestras a enseñar castellano.


Como si la lengua fuera un puente, un abrazo, un territorio. Enseñar español en Malvinas no fue solo un acto educativo: fue un gesto político, cultural y profundamente humano. Fue tender una lengua como quien tiende un puente entre memorias.


María Fernanda Cañás fue la primera en lanzarse al vacío con una tiza en la mano. Tenía 24 años y el deseo de hacer algo distinto, casi poético, en un rincón del mundo donde todo parecía inmóvil.


Dio clases en primaria, secundaria y a adultos. Usó la radio para llegar a los más alejados, a los que vivían en Darwin o en parajes donde solo llegaban el eco y las ovejas. No enseñó solo palabras: sembró una idea. Y esa idea era que el otro, incluso si hablaba inglés, podía entendernos. Bastaba con aprender a decir "gracias".


Años después, María Fernanda se convirtió en diplomática. Estudió Historia y Fonoaudiología, y llegó a ser embajadora. Detrás de cada paso, su experiencia en Malvinas.

En Naciones Unidas, en Londres, en cada salón donde la soberanía se discute con sonrisas frías, ella llevaba el recuerdo de aquel niño isleño que decía "hola" con timidez.


Luego vino Isabel Hoffmann. En marzo de 1982. Tenía 23 años. El conflicto ya olía a tormenta. Fue la última en llegar y la que menos tiempo estuvo. Pero fue, quizás, la que más cargó.


Cuando los soldados argentinos desembarcaron el 2 de abril, Isabel quedó en medio del fuego cruzado simbólico. Era civil, era mujer, era maestra. Y fue puente.


Traducía entre los isleños y los militares. Escuchaba temores, traducía incertidumbres, calmaba ansiedades. Fue la única civil que quedó cuando todos se fueron. Hasta que pidió irse, viendo que la situación se agravaba.


La evacuaron a Río Gallegos en un avión Hércules. Al día siguiente, el 1º de mayo, bombardearon la cuadra donde había vivido.


Durante años, Isabel calló. No contaba lo vivido. Lo desgranó de a poco, como quien descose un recuerdo. Recién ocho años atrás empezó a hablar. No por orgullo. Por necesidad.


No estuvieron solas. También viajaron a las islas María Teresa Cañás, Marta Grace Tricotti, Teresa Volpe, María Eugenia Grecco, Lilian García, Nora Prietto, Maurice Mathews, Alicia Zapata y María Alejandra Hills.


Una legión silenciosa de pizarras y cuadernos. Todas maestras. Todas valientes. Todas invisibles durante demasiado tiempo. Iban con un cuaderno bajo el brazo y una patria entera en la mirada. Donde no llegaban los tratados, llegaban ellas.


Soportaron el frío, la distancia y una soledad diplomática: no representaban a ningún poder, pero cargaban con el peso de una Nación no dicha.


Cuatro décadas más tarde, la Legislatura de la Ciudad de Buenos Aires les dio el reconocimiento que nunca habían pedido, pero que merecían.


Las declaró Personalidades Destacadas de la Educación. No por enseñar una tabla de multiplicar, sino por haberse convertido en hilos vivos de un tejido que nadie quiso zurcir.


El legislador Marcelo Guouman presentó el proyecto. En el texto se lee que las docentes "no solo cumplieron con la misión de enseñar, sino que también comenzaron a transmitir, educar e internalizar nuestra lengua al personal del hospital, al pastor anglicano y a diferentes estratos sociales".


Enseñaban en aulas, pero también en radios, en cocinas, en pasillos. Enseñaban sin trinchera.


Fueron parte de una diplomacia silenciosa. No firmaban tratados. No hablaban en la ONU. Pero su sola presencia era una bandera. Una bandera sin palo ni tela. Una bandera que hablaba.


“Fue muy bravo, pero no me arrepiento de haberlo hecho”, dice Isabel. No hay rencor en su voz. Hay algo más fuerte: dignidad. Esa clase de dignidad que no sale en las portadas ni desfila el 9 de julio, pero que construye país desde la trastienda.


“Desde las primeras que fueron, cada una puso lo suyo”, dice. Y tiene razón. Cada una llevó un poco de patria en la valija. Y regresó con la certeza de que enseñar una lengua es también enseñar una historia. Una pertenencia. Una memoria.


Esta historia no tiene trincheras ni himnos. Tiene pizarras y silencio. Tiene maestras que cruzaron el mar con cuadernos bajo el brazo y enseñaron español en inglés.


Tiene un reconocimiento que tardó cuarenta años. Y tiene algo que ningún conflicto pudo borrar: la voluntad de tender puentes.


Porque antes de los bombardeos, hubo palabras. Y antes de los partes de guerra, hubo maestras. Y antes de que la historia se volviera tragedia, hubo mujeres que fueron a las Malvinas a decir: "Buenas tardes. Hoy vamos a aprender juntos".


No dieron discursos. Dieron clase. Y esa fue la lección más profunda que quedó en las islas.

Y como bien recupera Graciela Dos Santos, investigadora apasionada que pisó dos veces esas islas donde la historia a veces se escribe con tiza y no con fusiles, aún hay mucho por decir y por agradecer.


Quizás este sea el camino. El del acercamiento, el del diálogo, el de volver a abrir las puertas del país a los isleños. De recibirlos en nuestras universidades, en nuestros hospitales, en nuestros teatros, con nuestros libros y canciones.


De argentinizarlos sin imposiciones, con cultura, con afecto, con historia compartida. Grandes especialistas argentinos en relaciones internacionales lo han dicho con claridad: a veces, el aula puede más que el arma.


Tal vez, en aquel aula solitaria donde una maestra decía “hola” en español, comenzó la verdadera diplomacia del futuro: la que se escribe con palabras, no con pólvora.


Fuente: Sebastián Clemente, "La historia de las maestras que fueron a Malvinas a enseñar español y un reconocimiento que llega 4 décadas después", Clarín, 21/05/2022.


Agradecimiento especial a Graciela Dos Santos, apasionada investigadora del tema, quien me facilitó esta valiosa información y que tuvo además la posibilidad de visitar las islas en dos oportunidades.


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