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REYES: EL SOLDADO QUE PARTÍA UN CARAMELO EN TRES

Actualizado: 11 jul


 Lo conocí cuando yo era apenas un joven oficial del Ejército Argentino, con más sueños que certezas, y la voluntad de hierro de quien se lanza a realizar el curso de comandos. En ese infierno voluntario —donde la selva te muerde, el frío te corta, y el cuerpo se convierte en una promesa de resistencia— conocí a Reyes. Y no fue un encuentro cualquiera. Tuvimos la fortuna de compartir posteriormente muchos cursos como instructores, y más tarde, ser destinados juntos en la Compañía de Comandos 601. Ahí donde los hombres se miden sin palabras y se reconocen en la acción, Reyes dejó una huella que no se borra.


Era un soldado excepcional. Sí, claro. Preciso, letal, ágil como un jaguar y sereno como el silencio antes del primer disparo. Pero sería injusto recordarlo solo por sus dotes militares. Porque si hay algo que lo hacía distinto era lo que llevaba adentro. En la mochila, sí, pero sobre todo en el alma. Tenía la rara virtud de sonreír cuando todo se oscurecía, de dar cuando no había nada, de partir un caramelo en tres para que los otros dos no se quedaran sin nada en la garganta.


En medio del barro, el hambre o la noche helada de las Malvinas, Reyes era ese que llegaba con una palabra o una risa para quebrar el miedo. “Vamos, muchachos”, decía, y no importaba que estuviéramos temblando, con los huesos calados y la cabeza rota: uno se enderezaba, porque él también estaba ahí. Y eso bastaba.


Era mano abierta. Amigo del alma. Compañero incansable. Un tipo que no le esquivaba el cuerpo a la tragedia ni al deber, pero que seguía viendo al otro como un hermano. Podías estar en la punta del mundo, rodeado de enemigos, y saber que mientras él estuviera cerca, todo era un poco más soportable.


Después vino la guerra. Y lo que ya sabíamos se hizo verdad de fuego. Reyes no solo combatió. No solo resistió. Reyes protegió, guió, sostuvo, caminó veintiún días con los pies rotos y el corazón entero. No lo derrotaron las bombas ni el hambre, ni siquiera la certeza del final. Porque él, aunque se entregó con dignidad cuando ya no había otra salida, jamás se rindió.


Hoy, cuando la patria parece a veces un ruido lejano, cuando la palabra “compañero” se gasta en discursos vacíos, pienso en Reyes. En su voz calma en la tormenta. En sus manos compartidas. En su lealtad sin escenografía. Porque los verdaderos soldados no solo disparan bien: son los que no te dejan solo.


Y si alguna vez alguien pregunta qué es ser soldado, yo les diría que escuchen el nombre de Reyes. Y que recuerden que, en plena guerra, hubo un hombre que partía un caramelo en tres y lo compartía.

 

 

La historia de Reyes en Malvinas


Era el 13 de abril de 1982 cuando el subteniente Roberto Oscar Reyes y el teniente primero Carlos Daniel Esteban desembarcaron en las islas Malvinas junto al Equipo de Combate “Güemes”, una fracción táctica del Regimiento de Infantería 25. Eran parte del refuerzo enviado desde el continente días después de la recuperación del archipiélago. Aterrizaron en la isla Soledad, con mochilas pesadas, botas embarradas y una intuición clara: la guerra no era un rumor, era un hecho que se acercaba con pasos firmes.


La unidad estaba compuesta en su mayoría por soldados de Córdoba y Corrientes, jóvenes recién instruidos, que a fuerza de barro, frío y coraje, aprenderían más en unas semanas que en toda una vida. El teniente Esteban estaba al mando del equipo, y Reyes era uno de sus oficiales de confianza. Juntos formarían parte de la defensa desplegada en la Bahía de San Carlos, un punto estratégico de la isla que —por su geografía natural— ofrecía una posible puerta de entrada para el enemigo.


No tenían certezas, pero sí sospechas. La inteligencia advertía que el enemigo no atacaría de frente en Puerto Argentino, sino que buscaría una cabeza de playa menos defendida, un flanco débil. El estrecho de San Carlos era un cuello de botella perfecto: si el enemigo entraba por ahí, podía cortar la isla en dos.


Las órdenes eran claras y urgentes:

  • Avisar si comenzaba el desembarco.

  • Impedir el avance.

  • Controlar a la población kelper.


Para cumplir la primera parte del plan, Esteban eligió a Reyes. No por azar. Porque Reyes era de esos que uno mandaría al infierno con una linterna y un cuchillo, y sabría que volvería con un mapa. Le asignó una sección reforzada de 21 hombres, llamada “Gato”, y le dio una misión de frontera: ocupar la altura 234, un cerro ventoso y desolado, conocido por los británicos como Fanning Head.


Y ahí fueron. A pie, con dos morteros de 81 mm, dos cañones sin retroceso de 105 mm, fusiles FAL, víveres justos, abrigo escaso y una convicción que ningún parte de guerra podía medir.

 

El desembarco: nuestra Normandía al revés


La madrugada del 21 de mayo de 1982, la niebla empezó a abrirse como un telón roído. Lo que Reyes y sus hombres vieron desde esa altura no era una bruma cualquiera. Era el umbral del infierno.


Desde su posición en la ladera, se desplegaba un espectáculo de acero: fragatas, destructores, barcos de asalto, helicópteros Sea King y Gazelle moviéndose en patrones coordinados, lanchones avanzando como dientes de tiburón. Y al centro de la escena, una figura descomunal: el Canberra, un buque de transporte de tropas que parecía salido de una película de guerra.


El teniente primero Esteban, desde el puesto de mando, no dudó en decirlo:


“Era una mini Normandía.”


Y lo era. Pero invertida.


Allí, en 1944, los aliados desembarcaron en las playas de Francia para liberar Europa del nazismo. Acá, en Malvinas, los británicos venían a reclamar una colonia, a reafirmar un imperio. Allá, los cañones apuntaban al totalitarismo. Acá, caían sobre veintiún muchachos mal dormidos y comidos, rodeados de viento y silencio.


Desembarcaron 6.000 hombres, con cobertura aérea, naval, satelital y una logística perfecta. Frente a ellos, apenas 64 argentinos del Equipo de Combate “Güemes”, una unidad pequeña, austera, ubicada en el extremo oeste de la resistencia. Y dentro de esos 64, Reyes y sus 21 hombres de la sección “Gato”: aislados, con una radio agonizante y sin posibilidad de refuerzos.


Veintiuno contra seis mil.

Sesenta y cuatro contra seis mil.

No es una metáfora. Es la cuenta exacta.


Como si alguien hubiese puesto una hilera de luciérnagas para frenar una tormenta eléctrica.


Y aun así, los frenaron.

Derribaron helicópteros.

Desviaron desembarcos.

Rompieron los tiempos enemigos.


Hicieron lo que no estaba en los manuales: resistieron con alma.

Los británicos pensaban que iban a bajar, caminar y desplegarse. Se toparon con fantasmas que tiraban con precisión desde la altura, con soldados que gritaban sapucay en vez de rendirse, con un subteniente que no retrocedía ni para tomar envión.


Eran chicos, pero argentinos.


Tenían fusiles más grandes que sus brazos. En los bolsillos, estampitas, fotos arrugadas, cartas que no llegarían a enviarse. En los ojos, miedo tragado en seco. Y en el pecho, una dignidad que no cabía en ningún uniforme. Eran hijos de un país que no los esperaba. Y aun así, estaban ahí. Defendiendo lo que quedaba.

 

La retirada imposible


Luego de más de tres horas de combate desigual, sin refuerzos, sin más munición que el temple, Reyes dio la orden de replegarse. Lo que siguió no fue una retirada: fue una epopeya.


Durante 21 días, la sección “Gato” deambuló por el infierno verde de las islas. Dormían en el barro, caminaban de noche, cruzaban ríos helados con el agua al cuello. Uno de los soldados, el cabo Hugo Godoy, casi muere ahogado. Perdieron armas, calzado, el abrigo mínimo. Solo conservaron algo más poderoso: el uno al otro.


Godoy, Moyano y Cepeda empezaron a gangrenarse. No podían seguir. Reyes, en un acto que solo puede entender quien ha conducido hombres al límite, dejó al soldado Clot a su cuidado: le dio comida, un botiquín y una orden: resistir un día más, ganar tiempo. Y siguió.


El 7 de junio, llegaron a una casa de campo llamada New House. Se refugiaron. Eran espectros. Las ropas hechas jirones, los pies destruidos. Tenían 20 años, pero parecían ancianos. Ya no tenían cara de soldados, sino de supervivientes.


El 11 de junio, una patrulla británica los rodeó. Reyes levantó el fusil, apuntó desde el galpón. Ordenó a los suyos hacer lo mismo. Pero cuando los miró, entendió. No había más lucha que dar. Lo que quedaba era cuidarlos. Salvarlos.


Y en ese instante, lo supo.


“Prefiero que digan que me rendí —pensó— antes que tener que contarle a una madre que su hijo murió por mi orgullo.”


Entonces, salió del galpón, levantó la frente y entregó el arma.

No fue una rendición.

Fue un acto de paternidad militar.

Una última orden: vivir.

 

Epílogo: después del fuego


Reyes regresó. Y no volvió solo. Volvió con sus hombres, los veintiuno. Ninguno murió. Esa, en una guerra desigual y sin esperanzas, fue su mayor victoria. Pero no todos volvieron enteros.

Al menos cuatro soldados de la sección “Gato” sufrieron lesiones permanentes. El cabo Hugo Godoy —aquel que casi se ahoga cruzando el canal— perdió ambas piernas por gangrena. Los soldados Cepeda y Moyano perdieron ambos pies, y Alarcón quedó con la mano derecha deformada para siempre. Las heridas no siempre sangran: a veces se congelan.


Los ingleses los habían cercado el 11 de junio de 1982. Tres días después, se rendía el resto de las fuerzas en Puerto Argentino. A Reyes y sus hombres los repatriaron como prisioneros de guerra, bajo la bandera blanca del final, pero con el alma todavía firme.


Volvieron sin desfile. Sin aplausos. Apenas con la certeza silenciosa de haber hecho lo que había que hacer. Volvieron a un país que no sabía muy bien cómo mirarlos. Y entonces, como hacen los verdaderos soldados, Reyes se corrió a un costado. Siguió su camino con discreción, sin explotar su historia, sin reclamar nada.


Con el tiempo, su nombre empezó a circular entre quienes buscan las páginas no contadas de la historia. Algunos periodistas, veteranos, compañeros, comenzaron a rescatar su relato. No por sensacionalismo, sino por necesidad de justicia.


Porque en un rincón perdido de las Malvinas, hubo una sección aislada que resistió a 6.000 hombres, caminó veintiún días con los pies rotos, perdió carne pero no dignidad, y fue comandada por un subteniente que no solo cuidaba el fuego: lo repartía.


Y esa historia, vive en cada veterano que lo recuerda, en cada madre que recibió a su hijo vivo, y en cada uno de nosotros que al leerla, siente un nudo en la garganta.


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