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Septimio Severo visita la tumba de Alejandro Magno


Finales del año 199 d. C. En un día despejado y sereno, el emperador Septimio Severo llegó a Alejandría con su esposa Julia Domna y sus dos hijos, Caracalla y Geta. Después de años de guerras y campañas militares, el emperador había decidido rendir homenaje al hombre que tanto admiraba: Alejandro Magno. Como Augusto, Calígula, Trajano y Adriano antes que él, Severo deseaba incluirse en la distinguida lista de emperadores que habían visitado la tumba del conquistador macedonio. Pero esta no era solo una visita ceremonial; era también un acto de devoción personal y un mensaje a sus hijos sobre grandeza y legado.

La familia imperial avanzó por la espléndida avenida central de Alejandría, flanqueada por columnas de mármol y palmeras que se mecían suavemente con la brisa del Mediterráneo. Dejaron atrás la legendaria Gran Biblioteca, cuyas puertas de bronce relucían bajo el sol, y pasaron junto al imponente teatro. Finalmente, llegaron al Soma, el mausoleo que albergaba el sarcófago de Alejandro.

El acceso al lugar, para sorpresa de Severo, estaba mal custodiado. Las puertas, aunque majestuosas, no parecían proteger adecuadamente el descanso eterno de quien había forjado un imperio desde Grecia hasta la India. Con un gesto severo, el emperador ordenó a Quinto Mecio, su prefecto, que reforzara la seguridad del recinto para garantizar que nadie, salvo por decreto imperial, pudiera entrar. "Un lugar tan sagrado no puede quedar expuesto al descuido", sentenció.

Una lección sobre Alejandro

En el interior del Soma, bajo la tenue luz de lámparas de aceite, Severo habló a sus hijos con un tono solemne. Ante la majestuosa tumba de Alejandro, comenzó a relatar la historia del traslado de sus restos mortales:

—Alejandro murió en Babilonia. Nosotros mismos vimos esa ciudad en nuestra campaña hacia Ctesifonte. Allí, sus generales no sólo discutieron acaloradamente no solo por el control de su vasto imperio, sino también sobre dónde debía descansar su cuerpo. Algunos querían llevarlo a Macedonia, su tierra natal, mientras que otros sostenían que su deseo era que sea enterrado aquí, en Egipto. Finalmente, fue Tolomeo, uno de sus generales más leales, quien tomó la decisión. Robó el cortejo funerario durante su traslado hacia Macedonia y llevó el cuerpo a Menfis, que entonces era la capital de Egipto. Más tarde, el propio Tolomeo ordenó que el cuerpo fuera trasladado aquí, a Alejandría, la ciudad que Alejandro había fundado y que lleva su nombre.

Caracalla, conocido también como Antonino, escuchaba con fascinación cada palabra de su padre. Admiraba profundamente a Alejandro, casi hasta la veneración. Los relatos de sus conquistas y su audacia resonaban con sus propias ambiciones juveniles. Geta, en cambio, permanecía en silencio, inquieto. Con apenas diez años, su mente estaba ocupada en rivalidades más cercanas: la jerarquía imperial. Antonino era augusto, coemperador junto a su padre, mientras que él no pasaba de ser un césar. Esa diferencia era un peso constante en su corazón, y las glorias de un rey muerto hacía siglos no lograban captar su atención.

Severo, observando las expresiones de sus hijos y añadió con gravedad:

—Alejandro fue más que un rey. Fue un hombre que unió culturas, que soñó con un mundo sin fronteras. Dejó un legado que sobrevivió a su muerte, una inspiración para todos los que aspiramos a grandes cosas. Que este lugar os recuerde que el poder no es eterno, pero el impacto de nuestras acciones puede serlo. La historia de sus hijos y sus futuros enfrentamientos dejarán en el olvido este momento vivido en Alejnadría.

 

La eternidad de Alejandro

Cuando abandonaron el Soma (panteón de Alejandro), el crepúsculo teñía de rojo y oro las calles de Alejandría. Severo, mirando hacia el horizonte, reflexionaba sobre su propio legado. La visita no solo había sido un tributo a Alejandro, sino también una lección para sus hijos: una demostración de cómo los actos de un hombre pueden trascender el tiempo, dejando huellas indelebles en la historia.

Esa noche, mientras la familia descansaba en el palacio, el emperador redactó un edicto para sellar y proteger la tumba. Alejandro Magno debía permanecer inalterado, un símbolo eterno de grandeza y ambición. Aunque los años borrarían muchas cosas, Severo estaba decidido a que la memoria de aquel que cruzó el Helesponto no desapareciera tan fácilmente. Fue una lección de historia, pero también un recordatorio de los ideales que los hombres, incluso los más poderosos, deben aspirar a alcanzar. Desgraciadamente con los años su tumba se perdió y aún es buscada.

Para quienes deseen conocer más sobre la vida y las hazañas de Alejandro Magno, su legado y la fascinación que ha despertado a lo largo de los siglos, recomiendo explorar el libro Alejandro Magno: Más allá de los sueños. Allí podrán adentrarse en los detalles de su vida, su visión del mundo y cómo, incluso siglos después, sigue siendo un modelo de grandeza y ambición humanas.


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