Siria: El Absurdo de las Ruinas
- Roberto Arnaiz
- 10 dic 2024
- 3 Min. de lectura
Imaginemos un pueblo donde todos saben que algo anda mal, pero nadie sabe por qué empezó. Así es Siria. Una tierra que alguna vez fue el corazón palpitante de una cultura que iluminó al mundo, ahora es un rompecabezas roto donde las piezas no encajan porque nadie se preocupa en armarlo. Cada uno toma su pedazo y lo usa como arma, no como solución.
Siria es, desde hace años, el escenario de una obra macabra. Los actores principales son poderosos, armados hasta los dientes, pero incapaces de recordar por qué se subieron al escenario en primer lugar. En el medio están los civiles, esos extras silenciosos que cargan con todo el peso del espectáculo. Mujeres que caminan entre ruinas buscando agua, niños que crecen con el sonido de las bombas como arrullo, ancianos que observan el desastre con una resignación que duele más que la guerra misma.
¿Y qué hacen los poderosos? Juegan. Porque no hay otra palabra para describirlo. Juegan a la diplomacia en lujosos salones internacionales mientras las calles de Alepo son devoradas por el polvo. Juegan a la geopolítica, moviendo piezas en un tablero donde las vidas humanas son las fichas más baratas. Juegan a ser salvadores, enviando ayuda humanitaria con una mano mientras financian ejércitos con la otra.
La ironía de Siria es que todos dicen querer la paz, pero nadie está dispuesto a pagar su precio. Porque la paz no se construye con discursos en la ONU ni con promesas de reconstrucción. La paz, en Siria, sería mirar a los ojos de un niño que ha perdido todo y decirle: "Vamos a devolvértelo." Pero eso no se hace, porque es más fácil bombardear que construir, más cómodo hablar de estrategias que de personas.
Rusia, Estados Unidos, Irán, Turquía, Israel, todos tienen algo que decir sobre Siria. Pero lo que no dicen es lo que más pesa: que ninguno de ellos está dispuesto a renunciar a su parte del botín. Porque eso es lo que Siria es para ellos: un trofeo, un terreno donde medir fuerzas, una excusa para seguir siendo lo que son.
Y mientras tanto, ¿qué queda? Queda un país partido en pedazos, donde la esperanza es un lujo que pocos pueden permitirse. Quedan familias que han perdido todo excepto la capacidad de seguir caminando. Quedan jóvenes que nunca han conocido un día sin guerra y que, aun así, encuentran tiempo para reír, amar y soñar.
La crisis de Siria no es solo política ni económica. Es un fracaso de la humanidad entera, una demostración de que, cuando se trata de poder, siempre habrá más sangre que acuerdos. Pero también es un recordatorio de algo que se nos olvida: la capacidad infinita del ser humano para resistir. Porque en las calles de Homs, entre los escombros de Damasco, todavía hay quienes plantan flores, quienes cantan, quienes sueñan con un mañana que les devuelva lo que les fue robado.
Escribo esto con la misma impotencia con la que se observa una casa en llamas desde lejos. Porque, al final, ¿qué se puede hacer desde aquí? Tal vez nada. Tal vez solo contar la historia, para que el silencio no termine de devorarlo todo. Tal vez eso sea suficiente, o tal vez no. Pero mientras haya alguien dispuesto a escuchar, Siria seguirá existiendo. Y eso, aunque poco, es algo.






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