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Ambrosio Sandes: ¿el civilizado o la bestia?


A veces, el rostro más brutal de la historia lleva uniforme, galones… y cicatrices.


Tuvo 53 heridas. Sí, cincuenta y tres. De lanza, de sable, de puñal, de bayoneta y de bala. En el pecho, en el vientre, en la espalda, en los brazos, en las piernas. Vivió con una hoja rota de acero incrustada en el costado, se reacomodó las vísceras con las manos, cabalgó con el pulmón perforado, y aún así siguió peleando. Su cuerpo era un museo de cicatrices, una topografía del dolor. Pero no se rendía. Nunca.


Ambrosio Sandes no fue un simple coronel. Fue una fuerza. Una tormenta a caballo. Un guerrero nacido para los tiempos más feroces. Si el coraje se midiera en heridas y resistencia, su nombre estaría tallado junto a los grandes de la historia militar universal. Y sin embargo, lo que dejó atrás no fue solo asombro, sino también espanto. Porque Sandes no era un monstruo aislado: era el reflejo exacto de su época.


Una época donde la vida humana valía menos que una moneda, donde degollar a un rendido era más común que firmar un pacto, donde los ejércitos no solo guerreaban: arrasaban. Sandes fue la lanza encarnada de una Argentina en llamas, donde el sable era ley y el indulto, una fantasía débil para los débiles. Porque fue muchas cosas: valiente hasta la locura, implacable hasta el crimen, indestructible hasta lo sobrehumano.


Y por eso —aunque lo odien, lo acusen, lo maldigan— hay que contarlo. Porque la historia no se construye solo con héroes de bronce, sino también con esos hombres oscuros que marcaron a fuego cada paso de su siglo.


En ese país que debatía entre 'civilización y barbarie', como escribía Sarmiento, Sandes fue la paradoja hecha carne. Porque si él era el brazo armado de la civilización, ¿entonces quién era la barbarie? ¿El gaucho que ofrecía un mate o el coronel que respondía con una lanza? ¿El Chacho con su poncho o Sandes con su sable? Tal vez esa es la gran pregunta que su figura nos deja: ¿quién era realmente el civilizado y quién la bestia?


Nació en Paysandú, en 1815, cuando el mundo era una caldera y las provincias hervían en guerras interminables. Desde joven anduvo metido en entreveros con Fructuoso Rivera, como parte del Partido Colorado, donde ya se ganó fama de cruel. El ejército era su casa, el sable su respuesta, y el silencio su forma de conversar. Sus soldados lo obedecían como se obedece a un rayo: por reflejo y por miedo.


Fue temido tanto por enemigos como por partidarios. Callaba como si guardar palabras fuera una estrategia. Solo hablaba para mandar o amenazar. Su presencia era un relámpago sin trueno. No necesitaba gritar. Su sola mirada descomponía las tripas del más valiente. Hablaba poco. Pero cuando lo hacía, cada palabra caía como piedra en ataúd.


Peleó con Rivera en el Uruguay, pero su brújula no era ideológica, sino militar. Se unió a Urquiza solo para ver caer a Rosas, y luego marchó con Venancio Flores, hasta que los egos chocaron como sables cruzados. Entonces volvió la mirada a Buenos Aires, donde encontró su lugar definitivo: al servicio del orden porteño, el sable sin disculpas, y la obediencia sin preguntas.


En 1859 peleó en Cepeda. Lo dieron por muerto. Herido de gravedad, tirado como un trapo agujereado, sobrevivió. Se recuperó, como siempre, y volvió al frente con más rabia que carne. Poco después, fue ascendido tras su participación en una de las más cruentas represiones de la historia argentina: Cañada de Gómez. Allí, según algunos relatos de la época, se produjo la ejecución sumaria de hasta 300 soldados y jefes federales rendidos.


Aunque no está documentado que Sandes los haya degollado personalmente, fue señalado como uno de los principales responsables de la masacre, lo que le valió su ascenso a coronel. Ésa fue su carta de presentación. Luego marchó con Paunero a ocupar el Interior. Era el brazo ejecutor de la unificación mitrista. No se venía a negociar: se venía a limpiar. A pacificar a sangre viva. En San Luis, Mendoza, San Juan, dejó una huella de horror. Vencía a los montoneros y mataba a los rendidos por decenas. Cambió ocho gobernadores. A donde iba, dejaba sangre, silencio y cenizas.


La última resistencia estaba en La Rioja. El Chacho Peñaloza y sus gauchos todavía cabalgaban. En Las Aguaditas, marzo de 1862, uno de sus ayudantes cayó. Sandes hizo fusilar a siete oficiales prisioneros. En Lomas Blancas, un gaucho lo tiró al suelo. Le perdonó la vida. Otro error. Volvió al combate, ganó, mató a todos los prisioneros y mandó quemar los cadáveres. El fuego fue tan grande que el lugar se llamó “La Carbonera de Sandes”. Las llamas fueron tantas que la tierra quedó negra, y el nombre perduró: la Carbonera de Sandes. Un altar improvisado donde, durante décadas, los paisanos encendían velas, no por él, sino por las almas sin tumba.


En Salinas Grandes volvió a vencer al Chacho. Y repitió sus actos de crueldad, según testimonios de la época: oficiales rendidos fueron fusilados y soldados desarmados ejecutados sin juicio. Era más que un coronel: era una máquina de exterminar. Su jefe espiritual —y político— era Sarmiento, quien lo admiraba con fervor. Lo llamó 'el Cid Campeador de nuestro ejército', como si las cicatrices de Sandes fueran laureles. Como si arrasar montoneras fuera fundar escuelas.


En su visión, no había contradicción: matar al gaucho era civilizar. Pero esa admiración dice más de Sarmiento que de Sandes. En su obra Vida de Dominguito, Sarmiento se refiere a Sandes como "el Cid Campeador de nuestro ejército", resaltando su bravura, su resistencia al dolor y su rol implacable en la campaña contra los caudillos del interior.


Y es aquí donde vale la comparación. Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid, fue el caballero de la Reconquista. Noble, justo, digno. Aceptaba la rendición del enemigo. Cabalgaba por Castilla como símbolo de honor. Sandes, en cambio, era un jinete del espanto. Degollaba rendidos, asesinaba en nombre del orden. El Cid moría con gloria. Sandes, con pus y veneno en el hígado. Y sin embargo, ambos fueron guerreros indispensables para sus causas. Uno para el canto. El otro para el terror.


Peñaloza firmó el Tratado de La Banderita. Cumplió: entregó prisioneros. Pero Sandes y compañía ya los habían matado. Se negaron a reconocer el indulto. Siguieron persiguiendo y matando. Cuando el Chacho finalmente se rindió y volvió a su rancho, lo hizo como los hombres que no esconden la cara. Salió a recibir a quienes creía que venían en paz con un mate en la mano y sin temor en la mirada. No alzó armas, alzó hospitalidad. Y lo que recibió fue una lanza en el pecho.


Lo mataron ahí mismo, sin decir palabra, sin juicio, sin piedad. Le cortaron la cabeza. La clavaron en una pica. El ejecutor fue el chileno Pablo Irrazábal, capitán leal al orden y al exterminio. Un discípulo más de la escuela del espanto donde Sandes enseñaba sin palabras. Ésa fue la república del orden.


Sandes también tuvo disputas con el gobernador de San Luis, Barbeito. Para calmarlo, organizaron un baile en su honor. La noche del 12 de enero, camino al cuartel, encontró a un gaucho sospechoso frente a una pila de adobes. Al intentar apartarlo, el hombre sacó un puñal y le clavó una estocada en el costado. El acero se rompió dentro del cuerpo de Sandes. Fue su herida número 53.


No pidió ayuda. Se apretó la herida y regresó al cuartel. Dio órdenes, reforzó la guardia. Luego fue a ver a sus oficiales y les dijo: "Yo no puedo ir al baile porque estoy herido". Cuando llegó el médico, Sandes lo insultó por ser demasiado delicado. A los pocos días, se trasladó a Mendoza. No quiso ir en carruaje. Prefería cabalgar. Finalmente aceptó el transporte, pero no aceptó descansar.


El 15 de septiembre de 1863, Sandes murió a los 48 años. La versión oficial habla de una combinación letal de herida, infección y agotamiento. Pero también se sospecha que fue envenenado, como otros dos hombres que murieron en los mismos días tras asistir a un banquete en Luján de Cuyo. Tal vez fue el cuchillo, tal vez el veneno, tal vez el espanto acumulado.


Dicen que tuvo 53 heridas. Pero fue la historia la que finalmente lo mató. No con acero, sino con silencio. No con pólvora, sino con memoria.


Ambrosio Sandes: el hombre al que ni el infierno quería recibir sin pasarle primero la cuenta.

Y si hoy nos preguntamos quién fue el civilizado y quién la bestia, tal vez la respuesta esté en esa tierra reseca donde el miedo aún respira bajo la sombra de su nombre. Porque a veces, la barbarie no llega desde los márgenes, sino cabalgando con uniforme y bandera.


No tuvo panteón. Tuvo miedo sembrado en la tierra. Y eso, para algunos, es también una forma de eternidad.


 

Historiadores y fuentes consultadas:

  • Domingo Faustino Sarmiento, Vida de Dominguito (c. 1880).

  • Ricardo Mercado Luna, Los coroneles de Mitre (1974).

  • Testimonios recogidos en publicaciones regionales de La Rioja y San Juan sobre “La Carbonera de Sandes”.


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