FELIPE VARELA: EL QUIJOTE DE LOS ANDES
- Roberto Arnaiz
- 12 jul
- 7 Min. de lectura
¿Por qué el Quijote de los Andes? Porque como aquel hidalgo manchego, cabalgó contra molinos que eran ejércitos, discursos, decretos. Porque creyó en la justicia cuando todos la vendían al mejor postor. Porque levantó su lanza por los pobres del interior y no por una gloria personal. Porque fue un idealista en tierra de cínicos, un rebelde con principios, un soñador de poncho rojo que no se rindió jamás.
Hay hombres que no nacen para vivir tranquilos.... Nacen para arder. Para no dormir. Para que les duela la injusticia en los huesos. Felipe Varela fue uno de ellos. Montonero, sí. Pero también profeta de un país que aún no existe. Lo mataron dos veces: primero la tisis, después el olvido. Y en el medio, le hicieron guerra por querer justicia.
Nació en Huaycama, un pequeño pueblo agrícola del departamento Valle Viejo, al este de Catamarca, donde el silencio del campo solo es interrumpido por el zumbido del viento seco. A sus espaldas se alza el cerro Ancasti, columna vertebral de la provincia, testigo mudo de generaciones de criollos curtidos por el sol. Era 1821.
Su padre, Javier Varela, un federal de los de antes, murió en combate el 8 de septiembre de 1840, a orillas del Río del Valle. Había enfrentado a las tropas unitarias de Catamarca que, aliadas con los liberales de Santiago del Estero, invadieron su tierra con la promesa de orden, pero trayendo sangre. Murió defendiendo el suelo que amaba, peleando por un federalismo que no se escribía en los papeles, sino en la piel. Ese balazo también le atravesó el alma al hijo. Desde entonces, la vida de Varela sería un combate perpetuo por los que no tenían voz.
Tras la muerte de su padre, fue acogido por parientes cercanos de la tradicional familia Nieva y Castilla, en el Hospicio de San Antonio de Piedra Blanca, una institución benéfica y religiosa del Valle Viejo que funcionaba como refugio y amparo. Allí, rodeado de costumbres católicas, campo y austeridad, Felipe creció entre libros piadosos, silencios hondos y relatos de la patria chica que se defendía con coraje y palabra. y se hizo hombre en Guandacol, La Rioja, donde se casó con Trinidad, la hija de Pedro Pascual Castillo. Aprendió a conocer el alma del paisano, del peón, del arriero. Y con ese conocimiento, se forjó su liderazgo. Fue caudillo por destino, por decisión y por decencia.
Combatiente federal, peleó contra Rosas en los 40. Derrotado, se exilió en Chile, donde sirvió como capitán de carabineros y más tarde integró el ejército chileno en la revolución de 1851. Volvió al país tras Caseros. En 1861 peleó en Pavón bajo las órdenes de Urquiza, y tras la derrota se unió al Chacho Peñaloza. Fue su protegido, su amigo, su heredero. Asumido como jefe de policía de La Rioja, organizó la resistencia federal tras el asesinato del Chacho. Su grito era: "¡Federación o muerte!"
Del Chacho aprendió que la lanza no se afila solo con bronce, sino con amor al pueblo. Y cuando lo mataron como a un perro, cuando clavaron sus orejas en la plaza, Varela entendió que la historia se escribe con los dientes apretados.
Exiliado otra vez, se unió en Chile a la Unión Americana, un grupo de patriotas que condenaban la guerra del Paraguay y la complicidad del gobierno de Mitre con Brasil y el imperio. Varela los entendió. Comprendió que el problema no era solo político: era moral. Era una patria entregada a intereses ajenos, mientras el pueblo del interior moría de hambre o en batallas ajenas.
Era un hombre de ideas. No tuvo estudios formales, pero su pluma era tan afilada como su lanza. Leía, escribía, comprendía el mundo. Su proclama del 10 de diciembre de 1866 es una pieza de oratoria política comparable con las mejores del siglo. Allí escribió: "Nuestra Nación, tan feliz en antecedentes, tan grande en poder, tan rica en porvenir [...] ha sido humillada como una esclava [...] por el bárbaro capricho de aquel mismo porteño que, después de la derrota de Cepeda, lagrimeando juró respetarla". También proclamó: "¡Argentinos! El hermoso y brillante pabellón que San Martín, Alvear y Urquiza llevaron altivamente en cien combates [...] ha sido vilmente enlodado por el general Mitre, gobernador de Buenos Aires".
No era un soldado. Era un pensador de poncho. Un Sócrates a caballo.
Una noche, en el campamento del valle, junto a una fogata y con la sierra como testigo, Varela les dijo a sus hombres: “No peleamos por Catamarca ni por La Rioja. Peleamos por algo más viejo que el puerto y más digno que la pólvora. Peleamos por no ser sirvientes de Buenos Aires ni lacayos del Brasil. Peleamos por nosotros, pero también por los que vendrán”. Nadie respondió. Solo se escuchó el chisporroteo del fuego y un “así ha de ser, mi coronel”, como una plegaria entre dientes.
Varela no pensaba en provincias aisladas. Pensaba en una patria grande, desde el Río de la Plata hasta el Cuzco. Su sueño no terminaba en el zanjón de Balvanera, sino en los Andes, en el Paraguay devastado, en el Perú humillado por las flotas extranjeras. Era un Quijote, sí, pero de la América morena. A los pueblos americanos les hablaba como a hermanos: "Nuestro programa es la práctica estricta de la constitución jurada, del orden común, la paz y la amistad con el Paraguay, y la unión con las demás repúblicas americanas."
En 1866 vendió todo lo que tenía y armó dos batallones. Cruzó los Andes con soldados chilenos y exiliados. Iba al frente de su ejército con una bandera que decía: "¡Federación o muerte! ¡Viva la Unión Americana! ¡Abajo los negreros traidores a la Patria!"
La Revolución de los Colorados lo esperaba: en Mendoza, San Juan, San Luis, el federalismo había vuelto. Videla, los Saá, los jefes provinciales se alzaban contra el centralismo mitrista. Varela ocupó Tinogasta, derrotó a Irrazábal y a Melitón Córdoba. Reunió cerca de cinco mil hombres, la fuerza federal más grande desde Pavón. No peleaba solo. Peleaba con Santos Guayama, con Zalazar, con Elizondo, con los lanceros ranqueles. Con cada peón que cambiaba el lazo por la lanza.
Lanzó desde Jáchal su proclama más recordada, donde llamó traidores a Mitre, Sarmiento, Paunero y a los "mercaderes de cruces", denunciando la guerra fratricida en Paraguay. Su prosa no era de letrado, era de combatiente: ardiente, directa, honesta. Era el grito de un pueblo acallado.
Pero los tiempos jugaban en su contra. En Pozo de Vargas, quiso evitar daños civiles, y propuso combatir fuera de la ciudad. Taboada lo esperó en el único punto con agua entre Catamarca y La Rioja. Varela atacó. El combate fue feroz. Ocho horas de fuego, lanza y tierra. Elizondo logró tomar el parque enemigo, pero huyó con él. Varela quedó solo con 180 hombres. Perdieron. Pero con honor.
Aún así, no se rindió. Se echó al monte. Hizo guerrilla. Robó caballadas, atacó campamentos, liberó prisioneros. En Miranda, sus hombres fusilaron a Linares, quien había jurado matarlo como a un perro. Cada combate era épico. Cada día, un poema de acero y hambre.
Tomó Salta, pero la defensa fue feroz. La ciudad estaba lista para resistir. Varela propuso combatir fuera, pero fue rechazado. Entró y la ocupó por poco más de una hora. El saqueo existió, pero la leyenda negra lo agrandó. Los liberales lo llamaron sanguinario. Los poetas de escritorio escribieron que "matando llega y se va". Pero nunca estuvieron en Salta, con los federales extenuados pidiendo un fusil prestado. Nunca vieron a Varela dar la orden de no atacar dentro de la ciudad, para no manchar con sangre civil su causa sagrada.
Mientras Mitre escribía versos en París y Sarmiento dictaba teorías en Nueva York, Varela se revolcaba en el polvo del poniente, buscando justicia para un paisano que ni sabía firmar. Uno escribía para la historia, el otro la vivía.
Se marchó con unos pocos cañones y la pólvora justa para no rendirse. Ocupó Jujuy. Entró a Bolivia. Pero no se apagaba. Alarmado por el fusilamiento de Aurelio Zalazar, volvió una vez más. El 12 de enero de 1869, en Pastos Grandes, fue derrotado. Su sueño se disolvió entre la puna y el viento helado. Exiliado, enfermo de tisis, murió en Copiapó el 4 de junio de 1870. La patria le había fallado. Pero él nunca le falló a ella.
Su proclama, su lucha, su dignidad hicieron de Varela algo más que un caudillo. Fue un Quijote. Solo que en vez de molinos tenía generales traidores, y en vez de armadura, un poncho rojo que no era simple abrigo: era bandera, advertencia y juramento. Dicen que su caballo, aquel zaino oscuro que cruzó la cordillera sin renegar, nunca volvió a aceptar jinete. Se quedó esperando a su dueño. Como el país.
La historia oficial lo escribió con tinta hostil o directamente lo borró. Porque un hombre que no se vende ni se calla siempre incomoda al que manda.
En 1974, Catamarca repatrió sus restos. En 2012, fue ascendido post mortem a general de la Nación. Murió en tierra ajena, pero su alma nunca cruzó la cordillera. Como si el viento del Ancasti lo llamara cada noche: "Volvé, Felipe, que la historia te necesita".
José María Rosa lo llamó el "quijote trágico del federalismo". Fermín Chávez dijo que su proclama era el Evangelio del interior. Y hasta Jauretche, que no se casaba con nadie, le reservó un párrafo donde decía que Varela "no supo perder a tiempo, porque nunca supo traicionar".
Felipe Varela no murió en 1870. Vive en cada maestro que enseña en el monte, en cada madre que pelea por la comida del comedor, en cada argentino que se niega a aceptar que su provincia sea solo una estadística. Porque hay causas que no mueren: solo esperan el momento de volver a cabalgar.
Quizás algún día, cuando la patria vuelva a mirar al interior con ojos sinceros, el galope de Varela deje de ser eco y se haga paso. Y tal vez entonces, el nombre de Felipe Varela esté en las plazas, en las escuelas, en la memoria de un país que al fin comprenda que no hay justicia sin federalismo.
Felipe Varela fue el último de una estirpe. No de soldados. De hombres justos.
"De Chile llegó Varela, y vino a su Patria hermosa. Aquí ha de morir peleando, por el Chacho Peñaloza."
Y así fue.
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BIBLIOGRAFÍA CONSULTADA:
José María Rosa, La guerra del Paraguay y las montoneras argentinas, Editorial Oriente, 1972.
Profundo análisis sobre Felipe Varela y su resistencia a la Guerra del Paraguay.
Fermín Chávez, Vida y muerte de Felipe Varela, Ediciones Theoría, 1959.
Biografía clave que lo reivindica como patriota y pensador federal.
Arturo Jauretche, Los profetas del odio y la yapa, Peña Lillo Editor, 1957.
Incluye menciones críticas a la historia oficial y un elogio a Varela.
León Benarós, Felipe Varela: Poema histórico, Plus Ultra, 1973.
Poema épico que recoge los momentos más simbólicos de su vida.
Norberto Galasso, Felipe Varela y la lucha por la Unión Americana, Colihue, 2008.
Revisión histórica y política del proyecto integrador de Varela.
Documentos de la Proclama del 10 de diciembre de 1866, reproducidos en múltiples antologías de fuentes del federalismo argentino.






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