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Francisco Ramírez: el “Supremo Entrerriano”, proyector de la libertad federal


La Argentina que nacía tras la Revolución de Mayo era un país en guerra consigo mismo. Mientras algunos soñaban con una nación unificada bajo el mando de Buenos Aires, otros alzaban la voz por un modelo distinto: uno donde las provincias fueran libres, iguales y soberanas.


El pueblo estaba hastiado de que las decisiones se tomaran lejos, en salones porteños que nada sabían del barro del Litoral ni del silencio de los montes. Era una época de pasiones encendidas, de traiciones y heroísmo, donde cada combate no era sólo militar sino también simbólico. En ese contexto turbulento y urgente, Francisco Ramírez se convirtió en un faro de federalismo real, no de palabra, sino de hecho.


Nacido un 13 de marzo de 1786 en la actual Concepción del Uruguay, Francisco Ramírez no fue uno más entre los hombres de armas de su tiempo. Fue un caudillo de alma y de acción, un jefe popular que, aunque de noble cuna, prefirió la lanza al bastón, el caballo al carruaje y el ideal a la comodidad.


Su familia poseía unas 30.000 hectáreas y estaba emparentada con el virrey Vértiz, pero el joven Pancho respiraba otro aire: el de los ríos, los montes y la libertad. No fue un militar de escritorio ni un político de salón: fue, ante todo, un hombre del pueblo.


Ese mismo pueblo lo bautizó "el Supremo Entrerriano". El título no fue autoproclamado ni decorativo: surgió de la admiración que inspiraba su presencia. Ser Supremo, para Ramírez, no era estar por encima, sino ponerse al frente. Ser quien cargaba con la esperanza y el dolor de su gente.


Hablaba poco y claro; mandaba sin gritar. Su autoridad era natural, su liderazgo indiscutido. Cronistas orales aseguran que fueron sus propios soldados quienes lo llamaron así, por su bravura, serenidad y firmeza. Tenía ojos celestes, barba rala y un porte que imponía respeto. Vestía con sencillez, montaba con destreza y era temido y amado en igual medida.


Tras la Revolución de Mayo, Francisco Ramírez se sumó con pasión al ideal emancipador. No hubo titubeos. Se alistó, armó milicias, organizó el correo patriota y se lanzó al combate contra los realistas y los portugueses.


Fue un firme defensor del federalismo artiguista, a tal punto que el propio Artigas lo designó comandante de Concepción del Uruguay. Su tarea no fue menor: consolidar la Liga de los Pueblos Libres desde abajo, desde la autonomía real de las provincias, y no desde una obediencia impuesta por la capital.


Su fuego patriótico brilló en fechas simbólicas como el 25 de mayo, pero también en acciones concretas: enfrentó a los lusitanos en Arroyo Ceballos (1817), donde resultó triunfador, y en Saucesito (1818), donde afianzó la causa federal sobre zonas clave del Litoral.


Protegió a Corrientes y Misiones del avance portugués y consolidó la red de resistencia artiguista. En esas campañas no solo se jugaba la independencia, sino el modo de organizar la nación: con o sin las provincias.


El punto de inflexión llegó el 1º de febrero de 1820 en la batalla de Cepeda. Allí, junto a Estanislao López, derrotó al Directorio y sentenció el fin del orden centralista. Ya no había Buenos Aires como madre de provincias, sino una posibilidad de federalismo real.


Tres semanas después, el 23 de febrero, se firmó el Tratado del Pilar: un acuerdo histórico entre Francisco Ramírez, Estanislao López y representantes del gobierno porteño. Este tratado reconocía oficialmente la autonomía de las provincias, establecía el cese de hostilidades entre las partes, proponía la convocatoria a un congreso federal para organizar el país y preveía una alianza defensiva frente a amenazas externas, como la presencia portuguesa en la Banda Oriental.


Además, estipulaba el retiro de las tropas porteñas del Litoral, la devolución de prisioneros y el respeto por las autoridades legítimas de cada provincia. Fue, en su esencia, el primer intento real de sentar las bases para una Argentina plural, donde las decisiones políticas se tomaran entre iguales y no impuestas desde el centro.


Para Ramírez, el Tratado del Pilar no fue una concesión sino una victoria moral y política. Representaba la posibilidad concreta de organizar institucionalmente la república federal por la que tanto había luchado. se reconoció la autonomía provincial, se acordó un congreso federal y se pactó una alianza defensiva frente a la Banda Oriental. Para Ramírez, este tratado no fue una concesión sino una victoria moral y política. Fue el primer intento de institucionalizar una Argentina plural, inclusiva, donde las decisiones se discutieran entre iguales.


Pero las tensiones no tardaron en estallar. Aunque habían luchado por una causa común, Artigas consideraba que el Tratado del Pilar era una traición a su visión más radical de la soberanía popular.


Ramírez, en cambio, lo veía como una victoria posible, un paso hacia la institucionalización del federalismo. El rechazo de Artigas a sumarse al nuevo pacto federal hirió profundamente a Ramírez y generó un quiebre definitivo entre ambos líderes.


El quiebre fue inevitable. Tras la batalla de Las Tunas, donde Pancho derrotó a las fuerzas artiguistas, la Liga se disolvió. La alianza con López también se resquebrajó, empujada por rivalidades políticas y recelos de poder. López, temiendo la expansión de la influencia de Ramírez, optó por enfrentarlo. Así, el litoral quedó nuevamente dividido, y el sueño de unidad federal comenzó a resquebrajarse desde dentro.


Lejos de rendirse, Ramírez profundizó su proyecto. El 29 de septiembre de 1820 promulgó un Reglamento Constitucional que agrupó a Entre Ríos, Corrientes y Misiones. Y el 24 de noviembre fundó la efímera pero poderosa República de Entre Ríos, autoproclamándose Jefe Supremo.


Esta república no fue una extravagancia caudillesca, sino un verdadero experimento institucional. Funcionaba con reglamentos claros, un sistema de elección de autoridades que contemplaba el voto de las comunidades locales, una administración organizada del territorio y un esfuerzo por alfabetizar a la población.


Ramírez impulsó leyes militares, tributarias y de gobierno; decretó la educación primaria obligatoria, creó un servicio postal, realizó el primer censo poblacional y garantizó la elección de autoridades locales. Fue un intento de federalismo concreto, hecho desde abajo, con vocación de igualdad.


El sueño, sin embargo, duró poco. Las alianzas rotas, la presión de Santa Fe y Córdoba, y las traiciones internas comenzaron a erosionar su poder. Ramírez fue derrotado militarmente, perseguido, acorralado. Pero no huyó.


Cuando supo que su amada Delfina había sido capturada, exhibida como trofeo de guerra y humillada por sus enemigos, Pancho no lo dudó. Dio media vuelta, desoyendo a sus oficiales, y volvió a buscarla.


Esa decisión, que podría parecer suicida, fue la más humana, la más noble, la más leal. Delfina, su compañera inseparable, no era solo la mujer que amaba: era símbolo de su otra mitad, su patria chica, la causa silenciosa por la que también se batía.


Se conocieron en tiempos de guerra, y su vínculo era tan profundo que aún hoy, en los versos anónimos de la tradición entrerriana, se los nombra juntos como si fueran uno solo. En un mundo de traiciones, él eligió morir por amor y dignidad.


El 10 de julio de 1821, en Villa de María del Río Seco, dio su última batalla. Algunos relatos lo describen regresando con furia y desesperación por caminos anegados, buscando a Delfina, su compañera de vida y de causa.


El enemigo lo esperaba oculto entre los matorrales. Lo emboscaron. Y aun así, resistió. Herido, con su lanza aún firme, se batió como un titán que no temía al final. Sus últimos instantes fueron de entrega absoluta, como toda su vida.


Delfina, testigo de su caída, sobrevivió para cargar con su memoria, que el pueblo volvió mito. Cayó con la lanza en la mano, como había vivido: fiel, valiente, entero. Murieron también el hombre y el sueño.


Dicen que cuando la noticia llegó a Concepción del Uruguay, hubo silencio en las casas y fuego en los corazones. Las madres lo lloraron como a un hijo, los veteranos lo recordaban como a un hermano, y los jóvenes empezaron a soñar con su ejemplo.


En los campos del Litoral, cada vez que ruge una tormenta, alguien jura haberlo visto galopar entre el trueno y la memoria.


Su cuerpo fue decapitado por fuerzas cordobesas al mando del gobernador Juan Bautista Bustos, en colaboración con tropas santafesinas leales a Estanislao López. Su cabeza fue expuesta como escarmiento, en un intento por amedrentar a quienes soñaban con una patria libre desde el interior. Pero no hubo escarmiento. Porque cuando un hombre muere por una causa justa, su figura crece. Su memoria se agiganta. Y Francisco Ramírez pasó a ser parte de esa historia viva que no se archiva en documentos, sino que arde en la conciencia del pueblo.


El historiador Fermín Chávez lo llamó "estadista con sable", y resaltó su intento por estructurar un Estado desde una visión federal republicana. Tulio Halperín Donghi destacó su capacidad organizativa, su talento legislativo y su claridad para proyectar futuro en medio del desorden. Y José María Rosa lo sintetizó en tres palabras: "Ramírez murió fiel".


Hoy, en Entre Ríos y el Litoral todo, Pancho Ramírez sigue vivo. Su figura, más allá del bronce, inspira debates constitucionales, reclamos de justicia y búsquedas de identidad.


Algunas de las ideas plasmadas en su Reglamento Constitucional anticipaban principios que recién se oficializarían en la Constitución Nacional de 1853, como la elección popular de autoridades, la igualdad entre provincias y la autonomía administrativa.


Fue pionero en pensar una república desde el federalismo verdadero, y no desde el poder concentrado. Se lo recuerda con orgullo en Concepción del Uruguay: su mausoleo, su estatua ecuestre, la Fiesta de la Libertad, los colegios y calles que llevan su nombre.


Porque no fue solo un guerrero: fue un constructor de futuro. Creyó en un país de provincias unidas, de autonomías respetadas, de pueblos protagonistas. No buscó brillar en la historia, sino encenderla.


Francisco Ramírez fue un adelantado. Redactó leyes, formó a sus oficiales en el arte de la guerra con disciplina y estrategia, y también promovió nociones de administración y justicia civil.


Impulsó la educación popular, organizó el territorio con criterio moderno. No pensó desde Buenos Aires, pensó desde el interior profundo.


Su ejemplo interpela: ¿cuánto federalismo real hay en la Argentina de hoy? ¿Cuántas veces se ignora la voz del pueblo que, como entonces, exige ser parte y no cola del poder?


Su vida fue llama, su muerte bandera. Y su legado, un llamado a construir una patria plural, justa y verdaderamente federal. Pancho Ramírez no murió aquel día: se multiplicó en cada bandera que flamea por justicia y libertad.


Francisco Ramírez participó en varias batallas clave que marcaron el destino del país: Arroyo Ceballos (1817), donde venció a los lusitanos; Saucesito (1818), donde afianzó el dominio federal en Corrientes y Misiones; la decisiva batalla de Cepeda (1820), en la que junto a Estanislao López derrotó al centralismo porteño; Las Tunas, donde rompió con Artigas; y finalmente, su última lucha en Villa de María del Río Seco (1821), donde cayó combatiendo por amor y honor.


Si bien no se conocen con precisión el número de heridas que recibió, se sabe que su cuerpo llevaba las marcas de la guerra, y que siempre estuvo en la primera línea de combate. Fue un hombre de acción, presente donde más dolía y más se jugaba.


El pueblo entrerriano lo quería porque lo sentía propio. Aunque nació en cuna noble, Ramírez nunca se apartó del pueblo. Rechazó el lujo, eligió la sencillez, habló poco y cumplió mucho. Gobernó con justicia, pensó en el futuro y murió con dignidad.


Fue un hombre entero, y por eso lo amaron. Lo recuerdan no solo los historiadores: también los cantores populares, las leyendas orales, las fiestas patrias en los pueblos donde aún se dice que Pancho cabalga en las noches de tormenta, protegiendo a su gente. Para Entre Ríos, Pancho no es bronce: es raíz.


Lo llamaron "el Supremo Entrerriano" no por vanidad sino por respeto, por admiración y porque encarnó un modelo de liderazgo sereno, firme y profundamente humano.

¿Fue Francisco Ramírez un federal o un independentista?


La respuesta más justa es que fue ambas cosas, aunque con un corazón inclinado hacia el federalismo. Luchó sin descanso por la independencia de la Corona española, pero más aún por la emancipación de las provincias frente al poder porteño. Soñó con una patria libre, sí, pero también con una patria justa.


El Tratado del Pilar, que ayudó a firmar, fue su apuesta institucional por una Argentina plural. La República de Entre Ríos fue su experimento concreto de federalismo real. Y su vida entera fue una prueba de que creía en la autodeterminación de los pueblos, en la igualdad entre provincias, en la voz del interior.


No buscó la gloria, sino la equidad. No deseó dominar, sino representar. En tiempos donde Buenos Aires aspiraba a centralizar, él propuso integrar. Por eso, Francisco Ramírez fue más que un libertador: fue un constructor de soberanía desde abajo. Un federalista con alma independentista. Un hombre que quiso liberar a todos, incluso de los que se creían libertadores.

 

Bibliografía consultada:

Fermín Chávez, Pancho Ramírez, el Supremo Entrerriano, Buenos Aires: Theoría.

José María Rosa, Historia Argentina, Tomo IV, Buenos Aires: Oriente.

Tulio Halperín Donghi, Revolución y guerra, Siglo XXI.

Adolfo Saldías, La Época de Rosas, Buenos Aires.

Juan Beverina, Las campañas de los ejércitos libertadores.

José Luis Busaniche, Historia argentina, Eudeba.

 

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