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José Hernández: el hombre que convirtió al gaucho en leyenda y dejó su huella en La Plata


Un gaucho, montado en su pingo, mira la pampa infinita. No tiene tierra, no tiene ley, solo el cuchillo al cinto y la desconfianza en los ojos. Lo llaman vago, matrero, peligroso. Pero un hombre con una pluma y un vozarrón de trueno va a cambiar su destino para siempre. Ese hombre es José Hernández.


Nació en 1834, hijo de Isabelita Pueyrredón—sobrina de Juan Martín de Pueyrredón—y de Rafael Hernández Plata. Criado primero por su abuela materna, a los cinco años su padre lo llevó a vivir con su abuelo paterno. Medía un metro noventa, era corpulento y tenía un vozarrón imponente. Decían que su voz sonaba como el órgano de la catedral y por eso lo apodaban Matraca o Bombarda.


Su paso por la escuela fue corto, poco más de dos años, pero suficiente para que los maestros lo señalaran como un alumno excepcional. Su memoria era un espectáculo en sí misma. En reuniones sociales, le dictaban listas de números y él los repetía de corrido o al revés. Tomaba un libro al azar, leía una página y la recitaba sin fallas. Pero no solo era un genio, también era un bromista. Un tipo que en la vida pública debatía con fiereza, pero en lo privado hacía reír a todos.


Cuando murió su madre, su padre lo llevó a Sierra de los Padres, un territorio que llevaba el nombre de los jesuitas que fueron expulsados por los indios pampas. Ahí, en la pampa indómita, Hernández descubrió al gaucho. No el de los cuentos de la ciudad, sino el de carne y hueso, el que dormía bajo las estrellas y vivía con la lanza en la mano. Ahí entendió su dolor, su orgullo y su lucha por la supervivencia.


En 1857, su padre murió y él ya estaba metido en política. Fue urquicista, jordanista, autonomista, peleó con la espada y con la pluma, y conoció el exilio en Brasil. En 1863, en Paraná, se casó con Carolina González del Solar. Como si no le alcanzara con la política y la literatura, también fue periodista, diputado y senador.


Su rival de toda la vida fue Sarmiento, y no se guardaban nada. Sarmiento escribía:

“Nuestros gauchos, en vez de ser la esperanza de la patria, han sido y serán su azote.”


Y Hernández le respondió con una sentencia que quedaría en la historia:

“El gaucho no es ni vago ni delincuente. Es el hombre que ha hecho la riqueza del país con su trabajo y su sangre.”


Mientras Sarmiento quería un país de escuelas y trenes, Hernández veía a los gauchos ser reclutados a la fuerza, explotados y olvidados. Para él, la civilización no podía construirse a costa de un pueblo entero.


En 1872, una vela iluminaba los papeles de un cuarto de hotel frente a la Plaza de Mayo. Afuera, el bullicio de Buenos Aires seguía su curso. Pero Hernández solo escuchaba los ecos del campo, la voz de los paisanos que la justicia había olvidado. Toma la pluma. Moja la punta en el tintero. Y entonces empieza: “Aquí me pongo a cantar…”


La crítica lo ignoró. La élite porteña no lo tomó en serio. Pero en las pulperías, en los fogones, el pueblo lo convirtió en su libro sagrado. En seis años, se imprimieron once ediciones y se vendieron 48.000 ejemplares. Era la voz del gaucho escrita con tinta y rabia.


Pero Hernández no solo fue un escritor, también fue un hombre de acción. Cuando publicó la segunda parte del Martín Fierro, ya era dueño de una librería en Buenos Aires: la "Librería del Plata". Y el nombre no era casualidad: su verdadero nombre era José Rafael Hernández Plata, y quiso que su apellido brillara en la fachada de su comercio.


Más interesante aún fue lo que sucedió en 1882. Ese año se fundó la nueva capital de la provincia de Buenos Aires, y los políticos se trenzaron en una discusión interminable sobre el nombre. Propuestas rimbombantes, nombres de próceres, homenajes históricos.


Y entonces, con su vozarrón que retumbaba como un trueno, Hernández soltó:


“La Plata.”


Simple, claro, fuerte. Nadie pudo decir que no. No estampó su apellido en una calle ni en una estatua. Lo dejó en una ciudad.


Era un hombre de letras, política y pelea, pero también tenía un costado místico. En Buenos Aires, asistía a reuniones de espiritismo, una práctica de moda en la alta sociedad porteña. Mientras debatía en el Senado y escribía versos inolvidables, también buscaba respuestas en lo desconocido.


Murió en 1886. Pero cuando en las pulperías alguien recita una estrofa del Martín Fierro, ahí está Hernández. Cuando un paisano cabalga por la pampa, ahí está Hernández. Cuando un argentino se pregunta quién es, ahí está Hernández.


No solo escribió un libro. Escribió el alma de un pueblo.



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