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José Ignacio Warnes: el general con el pecho roto y la causa encendida


¿Quién no ha buscado un repuesto perdido en la calle Warnes? Ese santuario de motores gastados, amortiguadores retorcidos, bujías que ya no chispean y fierros que lloran aceite. Pero nadie —nadie— busca allí al hombre que dio su vida por una patria que todavía no sabía que era patria.


Nadie pregunta por Warnes. ¿Quién fue? ¿Un prócer? ¿Un militar? ¿Un loco? ¿Un soñador con sable? Fue todo eso. Y más. Fue un general que murió con el pecho roto por una bala de cañón y la dignidad intacta, mientras el monte ardía y su gente gritaba por libertad. Lo decapitaron. Clavaron su cabeza en una pica en la plaza. Pero no pudieron clavar la idea. Porque hay hombres que no mueren ni cuando les cortan la cabeza. Mueren cuando se los olvida. Y a él, lo estamos olvidando.


José Ignacio Warnes nació en Buenos Aires el 27 de noviembre de 1770, en una familia que lo tenía todo. Su madre, Ana García de Zúñiga, era de las casas más ricas del virreinato. Su linaje estaba lleno de estancieros, militares, patricias.


Pudo ser comerciante. Pudo ser político. Pudo ser alguien que usara guantes para no ensuciarse las manos. Pero eligió lo contrario: embarrarse hasta el alma.


Entró como cadete al Cuerpo de Blandengues de Montevideo, cuidando las fronteras donde el viento era más duro que los soldados. En 1806 y 1807 peleó contra los ingleses. Y cuando en 1810 la historia pegó el grito, se pasó al bando de los locos lindos que querían romper las cadenas.


Fue conocido y recordado en los partes militares y documentos de la época simplemente como "Ignacio Warnes" o "el coronel Warnes", aunque su nombre completo era José Ignacio Warnes.


Su amistad con Manuel Belgrano venía de lejos: del Colegio de San Carlos, de las aulas donde se enseñaba obedecer. Belgrano, que ya lo conocía de memoria, lo hizo su lugarteniente. Lo llevó a la campaña del Paraguay. Lo mandó como parlamentario de paz. Pero fue capturado y engrillado por los realistas. Lo humillaron. Lo encerraron. Lo devolvieron. Y él volvió a la lucha como un toro herido.


Peleó en la batalla de Tucumán, donde se jugó el futuro del país. Estuvo en Salta, donde el suelo tembló bajo las patas de los caballos. Fue ascendido a teniente coronel y puesto al mando del Regimiento N.º 6, el “6 del Perú”.


Y entonces, Belgrano le encomendó lo imposible: liberar Santa Cruz de la Sierra, una ciudad enterrada en selva y olvido.


Warnes partió con unos pocos hombres, dos mulas, y una fe que ni las balas le podían sacar. Entró por el Chaco Boreal como un enviado sin altar.


En Santa Cruz no encontró aliados ni ejércitos. Encontró hambre, miedo, silencio. Y aun así, levantó desde la nada un ejército de zambos, indios, esclavos liberados y gauchos mestizos. Fabricó cañones, entrenó soldados, creó el Batallón de Pardos y Morenos. Decretó la libertad inmediata de los esclavos.


No pidió permiso. No esperó órdenes. Gobernó con justicia y fusil.


Mientras en los salones de Buenos Aires se discutía si la patria debía ser centralista o federal, él estaba en el barro, peleando por una patria que al menos respirara. En Santa Cruz, su nombre se canta. En Buenos Aires, se gasta en una chapa oxidada al lado de un taller.


Y él, nacido en Buenos Aires, hijo del poder virreinal, criado entre libros y privilegios, eligió morir por una América libre. Renunció al sillón cómodo del comerciante, al mando frío del funcionario, y se embarró hasta el alma por una causa que lo terminó decapitando.


El 25 de mayo de 1814 llegó la batalla de La Florida. Fue su día de gloria y de sangre. Peleó junto a Arenales, que cayó con la cabeza partida por un sablazo.


Warnes, herido en el pecho, desafió a duelo al comandante realista José Joaquín Blanco. Se cruzaron como dos toros. Y lo mató con su propia mano.


Fue un acto de honor, de rabia y de destino. Salía con el pecho abierto, pero con el alma agrandada. A la lista de sus heridas ya le podíamos contar una grave de sable, varias contusiones de metralla, y el comienzo de una historia sin final feliz.


Regresó como héroe, pero los hombres de escritorio no toleran a los héroes que no escriben informes. Enviaron desde Buenos Aires a Santiago Carrera a reemplazarlo. Cuando Carrera llegó, el pueblo lo mató. Santa Cruz no necesitaba gobernadores. Tenía a Warnes.


En 1815, con ayuda popular, derrotó a los realistas en Santa Bárbara. Pero ya estaba solo. El Ejército del Norte se replegaba. Belgrano combatía en Tucumán. Padilla resistía en La Laguna. Y Warnes, solo, con apenas unos cientos de hombres, sostenía una frontera más grande que su sombra.


En julio de 1816, Belgrano le mandó una copia del Acta de la Independencia. Era una carta que ardía. En septiembre, Padilla fue vencido y ejecutado. En noviembre, Aguilera —traidor cruceño— marchó con 1600 hombres a tomar Santa Cruz.


Warnes salió a enfrentarlo con poco más de 1200. Llevaba fusiles viejos, pólvora escasa, y un juramento: no retroceder.


La batalla de El Pari comenzó el 21 de noviembre de 1816, a las once de la mañana. Duró hasta la noche. Fue una carnicería. Pelearon mujeres, ancianos, niños con agua. Se luchó a bayoneta, a machete, con uñas si hacía falta.


Warnes estaba en el centro, herido, desbordado, gritando órdenes y rezos. Una bala de cañón lo alcanzó. Lo reventó. Lo desplomó. Su cuerpo fue decapitado. Su cabeza, clavada en una pica en la plaza, como queriendo asustar al pueblo.


Pero el pueblo no se asusta con cabezas. Se enciende.


El combate siguió hasta la noche. Cuando la caballería patriota llegó, Warnes ya estaba muerto. La causa, rota. Pero no vencida.


Dos días después, Aguilera entró a Santa Cruz con 200 sobrevivientes. Los cruceños se escondieron en el monte. Y comenzaron a matar, uno por uno, a los soldados que abusaban. Las viudas de El Pari se convirtieron en sombras. En puñales. En justicia.


En 1825, Santa Cruz fue liberada. Los restos de Warnes fueron enterrados con honores. Y Aguilera, años después, fue ejecutado. Su cabeza, también, fue puesta en una pica.


La historia, a veces, cobra su deuda con una simetría espantosa.


Belgrano, roto de dolor, escribió a la madre de Warnes una carta que debería tatuarse en los mármoles de la patria:

“Dudé mucho tiempo de la suerte de nuestro Ignacio… hasta que supe la gloria con que cubrió su carrera. No quería creer que Vd. y la Patria hubiesen perdido un hijo tan digno… El mundo verá en él un héroe.”


Hoy, en Bolivia, Warnes es un prócer. Una ciudad y una provincia llevan su nombre. Su estatua mira hacia El Pari.


En Argentina, lo recuerda una calle de motores rotos y silencios incómodos. El Regimiento 29 de Infantería lleva su nombre. Pero su ascenso póstumo a general aún está sin firmar.

Porque los que mueren lejos del Cabildo parecen menos urgentes. Porque los que hacen patria con barro no entran fácil en los manuales.


José Ignacio Warnes no fue un militar de escritorio. Fue un combatiente.


Ocho veces entró al fuego, tres veces fue herido, y una sola vez —la última— cayó. Pero ni muerto se rindió.


Murió por una bandera que él mismo cosió con sudor. No pidió ascensos. No negoció treguas. Y cuando cayó, lo hizo con el pecho abierto y el país en la mirada.


La próxima vez que pases por la calle Warnes, bajá la marcha. Apagá la radio. Mirá el cartel. Y recordá que ese nombre no es un repuesto oxidado. Es una historia que sangra. Una cabeza clavada en una plaza. Un sable que cortó cadenas. Un corazón que nunca se rindió.

Dicen que cuando lo enterraron, las mujeres de El Pari —las que lo habían seguido con fusil y olla— dejaron flores silvestres sobre su tumba.


Nadie habló. Nadie lloró. Porque los héroes así, cuando se entierran, no se despiden. Se juran.


José Ignacio Warnes no murió por la independencia de un país. Murió por la idea de que nadie es libre hasta que el último de los olvidados se ponga de pie.


Y esa idea, hermano… esa idea no muere. Ni con el plomo. Ni con el olvido. Ni con la historia mal contada.


Si alguna vez volvemos a merecer una patria justa, será porque hombres como él nos la mostraron con sangre y coraje.


José Ignacio Warnes: presente, ahora y siempre.

 

Fuentes consultadas:

·  Cortés León, E. La horrenda batalla de El Pari (2001).

·  Gandarilla Guardia, N. Desenredando la Independencia de Santa Cruz (2003).

·  Vespa Adomeit, Y. Ignacio Warnes y La Florida (2003).

·  Bidondo, E. La guerra de la independencia en el Alto Perú (1979).

·  Mitre, B. Historia de Belgrano y de la independencia argentina (1947).

·  Wikipedia y EcuRed (Batalla de El Pari, Batalla de La Florida, José Ignacio Warnes).

·  Archivos de partes de guerra y correspondencia de Belgrano.

·  Archivo General de la Nación Argentina (AGN).



 
 
 

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