La Segunda Invasión Inglesa: cuando Buenos Aires peleó con uñas, techos y corazón
- Roberto Arnaiz
- 21 may
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Actualizado: 4 jun
Buenos Aires no era la misma. Había cambiado. Ya no era la ciudad indiferente del año anterior, que se entregaba como un cordero manso. Ahora olía a pólvora, a dignidad recuperada, a pueblo en guardia. Ya no miraba desde los balcones: afilaba cuchillos. Se alistaba en los cuarteles. Fabricaba balas con candelabros y fundía campanas para hacer cañones. En esa ciudad, cada baldosa era una promesa de resistencia.
Era 1807 y los ingleses, que no aprenden por las buenas, decidieron volver. El río marrón les parecía una autopista directa al botín. Ya habían tomado Montevideo y ahora iban por el plato fuerte: Buenos Aires. Pero esta vez no encontrarían damiselas aplaudiendo ni brigadieres rendidos sin saber a quién. Esta vez, iban a encontrar un pueblo despierto.
Pero, ¿por qué insistían tanto en conquistar Buenos Aires? Porque para Londres, esta ciudad era más que una mancha en el mapa. Era la llave al sur del continente. Inglaterra necesitaba nuevos mercados donde vender sus productos industriales y materias primas que alimentarían su Revolución. Querían imponer el libre comercio como dogma sagrado. Buenos Aires, con sus cueros, plata del Alto Perú y comerciantes frustrados por el monopolio español, les parecía una fruta madura a punto de caer.
También había razones estratégicas: controlar Buenos Aires era asegurar una base en el Atlántico sur, cerrar el triángulo entre Sudáfrica, India y América, y proyectar fuerza hacia Chile y el Pacífico. Además, estaban en plena guerra contra Napoleón, y golpear a las colonias españolas era asestar un golpe a su aliado incómodo: el rey de España. La ciudad porteña era una ficha clave en un juego de ajedrez imperial.
Pero fallaron. Y ese fracaso no sería olvidado. No podían con Buenos Aires, pero aún necesitaban una base en el Atlántico Sur. Años más tarde, mirarían hacia otro punto de interés estratégico: las Islas Malvinas. Y allí sí, sin pueblos que resistan desde los techos, se instalarían en 1833, sabiendo que aquel sur, tan lejano como codiciado, seguía siendo una obsesión inglesa.
Volviendo a 1807: Whitelocke, general de escritorio, llegó al Plata con un ejército de casi 8.000 hombres. Venían de África, del Cabo, del infierno mismo. Tropas bien vestidas, mal dirigidas. Un rejunte de ambiciones imperiales y errores de cálculo. Mientras tanto, Liniers —ese francés de alma criolla— ya no era solo un héroe. Era gobernador, capitán general, alma del pueblo armado.
El 24 de junio, pasó revista a los cuerpos que él mismo había formado después de la reconquista. Patricios, Arribeños, Catalanes, Vizcaínos, Andaluces, Gallegos, Pardos y Morenos. Hombres, mujeres, niños. Cada uno con un fusil, una piedra o una olla con agua hirviendo. Se instalaron baterías en Retiro, Barracas y la Residencia. Se levantaron trincheras. Se repararon viejas armas. Llegaron barriles de pólvora del interior. Hasta los relojes viejos fueron convertidos en metralla.
Y el 2 de julio, en la orilla del Riachuelo, Liniers formó su línea. La vanguardia inglesa cruzó por el Puente de la Noria. No hubo épica: hubo sangre. Doscientas bajas entre los criollos. Pero resistieron. Y mientras los ingleses acampaban en los Corrales de Miserere, Liniers volvió a la ciudad para preparar lo inevitable.
La batalla llegó con forma de pesadilla: doce columnas británicas entrando por doce calles distintas. Cuyo, Lavalle, Paraguay, Viamonte, Corrientes, Belgrano, México. Querían atravesar la ciudad de oeste a este, tomar los edificios, someterla de una vez. No sabían que estaban entrando en un laberinto de resistencia. Cada casa era una trinchera. Cada conventillo, una fortaleza. Cada convento, un bastión de fuego.
En Corrientes y Reconquista, la brigada de Craufurd fue masacrada. En la iglesia de San Miguel, los fusiles criollos limpiaron la calle. En Santa Catalina de Siena improvisaron un hospital de sangre. En Defensa y Venezuela, los vecinos se hicieron soldados y cercaron al enemigo en el convento de Santo Domingo. Desde la casa de Francisco Telechea, instalaron un cañón que disparaba directo a la torre. Era julio. Era Buenos Aires. Era la guerra en su forma más cruda.
Y no eran solo los hombres. Las mujeres desde los techos tiraban piedras, agua hirviendo, fuego. Los niños corrían con mensajes. Los negros libertos defendían lo que aún no era una patria pero ya era suya. En la esquina de Perú y Belgrano, un muchacho de 13 años con un gorro de lana vacía el contenido de una olla hirviendo sobre una patrulla inglesa. No sabe su nombre la historia. Pero fue parte de ella.
Rafaela de Vera y Mujica, futura suegra de Bernardino Rivadavia, les dio cobijo a ingleses acorralados en su casa, mientras afuera los criollos apretaban los dientes. Nadie pedía permiso. Nadie obedecía órdenes: obedecían al corazón.
Whitelocke no entendía nada. Su ejército se desmoronaba como un pastel bajo la lluvia. Doce columnas, y ninguna llegó al río. Su plan parecía diseñado por un matemático borracho: con líneas perfectas, pero sin callejeros. Porque Buenos Aires no era Londres. No era un mapa. Era un alma viva. Y ese domingo 5 de julio de 1807, esa alma se puso de pie.
Los ingleses se rindieron por oleadas. Los Patricios, desde los balcones, los cosieron a tiros. Los cántabros cercaron conventos. Los vecinos improvisaban barricadas con carros, muebles y rabia. Los británicos, acorralados, huían o se escondían en casas ajenas. El convento de Santo Domingo se volvió su última trinchera. Pero hasta ahí llegó el fuego criollo.
Las bajas británicas fueron tremendas: 2.500 hombres entre muertos y prisioneros. Cinco coroneles. Ciento cinco oficiales. Denis Pack, que en 1806 había jurado no volver a levantar armas contra Buenos Aires, fue capturado de nuevo. Esta vez no lo mataron. “Usando nuestra piedad no le quitamos la vida”, escribió Beruti. El pueblo tenía sangre caliente, pero no era cruel: era justo.
Al día siguiente empezaron las negociaciones. Liniers exigió que entregaran Montevideo. Que se fueran. Y que lo hicieran rápido. El 7 de julio se firmó el armisticio. El 8, los ingleses se embarcaban. Cada uno con su derrota en el morral.
Whitelocke volvió a Inglaterra con la derrota pegada al alma. Lo juzgaron. Lo destituyeron. Lo declararon “totalmente inepto e indigno de ocupar ningún empleo militar”. Le quedó la gloria del oprobio.
Un diario inglés, con más lucidez que sus generales, escribió:
“Cada casa era una fortaleza. Cada calle, una trinchera. Un pueblo como éste debe ser invencible.”
Y tenían razón.
La Segunda Invasión no solo fue una batalla. Fue una clase inaugural de guerra callejera. En América no se había visto algo así. Fue la ciudad hecha arma. El pueblo convertido en ejército. Las campanas fundidas en balas. El alma convertida en pólvora.
Aquel 5 de julio no se declaró independencia, pero se le puso cuerpo. Cuando años después se gritó libertad, ya todos sabían cómo sonaba el fuego y cuánto costaba una bandera.
Porque en Buenos Aires no se firmó una paz: se firmó un aviso. Acá, el que pisa con botas ajenas... se va descalzo.
Y cuando el último barco inglés se perdió en la curva del río,una lavandera en San Telmo se secó el sudor con el delantal, miró a su hija y le dijo:
“Ya está… esta ciudad es nuestra.”
Bibliografía
Invasiones inglesas: defensa y recuperación de Buenos Aires (1806–1807), Ricardo de Titto, 2006, Editorial Aguilar, Buenos Aires.
Santiago de Liniers. El hombre que salvó la patria, Norberto Galasso, 2002, Editorial Colihue, Buenos Aires.
Buenos Aires: la ciudad y la guerra (1806–1807), Tulio Halperín Donghi, 2004, Editorial Siglo XXI, Buenos Aires.
Los negros en las invasiones inglesas, Ricardo Rodríguez Molas, 1993, Ediciones del Sol, Buenos Aires.
Las invasiones inglesas al Río de la Plata, Isidoro J. Ruiz Moreno, 1999, Emecé Editores, Buenos Aires.
Memorias curiosas: los papeles de Beruti, Juan Manuel Beruti, edición crítica 2007, Biblioteca Ayacucho, Caracas.
La reconquista y la defensa de Buenos Aires, Enrique de Gandía, 1944, Editorial Peuser, Buenos Aires.






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