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La Vuelta de Obligado y la dignidad nacional

 

En 1845, dos de las mayores potencias navales del mundo apuntaron sus cañones contra una nación joven, pobre, periférica… pero decidida. No era solo una guerra de barcos: era un ataque a una idea, la de soberanía. Fue el momento en que la Confederación Argentina, con recursos limitados pero voluntad férrea, se plantó ante el mundo y dejó una marca imborrable en la historia latinoamericana.


En la primera mitad del siglo XIX, el Río de la Plata era más que una región: era una encrucijada de intereses. Las potencias europeas, especialmente Gran Bretaña y Francia, no veían a la Confederación Argentina como una nación soberana, sino como un territorio estratégico aún moldeable, rico en recursos y clave para el acceso fluvial al interior del continente sudamericano.


Desde el estuario del Plata hasta las selvas paraguayas, el control de las rutas fluviales se volvía una cuestión vital para las ambiciones imperiales y comerciales de Europa. La agresión al Plata no fue un hecho aislado. A mitad del siglo XIX, ambas potencias imponían su modelo comercial y político en Asia, África y el Caribe. Los barcos que surcaban el Paraná no eran solo herramientas de comercio: eran símbolos flotantes de un imperio que pretendía moldear el mundo a su imagen.


El ascenso de Juan Manuel de Rosas como gobernador de Buenos Aires con facultades extraordinarias, y su consolidación como jefe indiscutido de la Confederación, modificó el panorama regional. Rosas aplicó una política férrea de control aduanero, centralizó el comercio exterior en el puerto de Buenos Aires y defendió la soberanía nacional frente a las presiones extranjeras. Esta postura chocaba con la lógica del libre comercio impulsada por Londres y París, para quienes los ríos interiores debían estar abiertos a la navegación internacional sin restricciones.


Entre las causas inmediatas del conflicto se encontraba un viejo incidente con Francia, conocido como el "caso Dubois". Juan Bautista Dubois —un panadero francés avecindado en Buenos Aires— fue obligado a integrar las milicias urbanas, lo que violaba su condición de extranjero. Francia reclamó ante Rosas, exigiendo el respeto por sus ciudadanos, pero el gobierno argentino defendió su derecho a organizar la defensa local. Este conflicto diplomático derivó en el primer bloqueo francés entre 1838 y 1840. Aunque terminó sin grandes cambios, dejó una grieta abierta entre Francia y la Confederación que continuaría influyendo en años posteriores.


A este antecedente francés se sumaron, años después, los intereses británicos. El Reino Unido impulsaba un modelo económico basado en la libre navegación y el acceso irrestricto a mercados interiores, mientras Rosas sostenía un modelo proteccionista. La negativa argentina a permitir el paso de barcos británicos hacia Paraguay o el Alto Perú sin pasar por la aduana de Buenos Aires fue vista como un obstáculo a los intereses globales de Londres. A eso se sumaban las presiones de comerciantes británicos radicados en Montevideo y las gestiones diplomáticas para proteger sus inversiones. Así, el bloqueo francés de 1838 sería el prólogo de una intervención mucho más ambiciosa: el bloqueo anglo-francés de 1845.


La excusa formal fue la situación política del Paraguay, que buscaba comercio directo con Europa sin depender del puerto bonaerense. Los gobiernos británico y francés argumentaron que Rosas impedía ese vínculo y promovía el aislamiento. Pero el verdadero objetivo era más profundo: quebrar el modelo proteccionista de Rosas, abrir nuevos mercados para la industria europea y consolidar una red de enclaves comerciales que pasaran por alto la soberanía argentina.


Así se gestó el bloqueo anglo-francés del Río de la Plata en 1845. Las flotas combinadas de ambas potencias impusieron un cerco naval sobre Buenos Aires, ocuparon Montevideo como cabeza de puente política y militar, y planearon una incursión por el Paraná para forzar la apertura de los ríos al comercio extranjero. Fue una acción de guerra encubierta como diplomacia, una violación flagrante de la autodeterminación de una nación soberana.


El contexto internacional agravaba el conflicto. Montevideo, sostenida por Rivera y la escuadra extranjera, funcionaba como contrapeso liberal a Rosas. Desde allí, los invasores pretendían tejer una red de alianzas y rutas fluviales que fragmentaran el poder central porteño. Pero se encontraron con algo inesperado: un pueblo dispuesto a resistir.


La respuesta argentina fue doble: diplomática y militar. Rosas envió notas firmes a los representantes europeos, defendiendo el derecho de las naciones a controlar sus ríos interiores y a fijar sus propias reglas comerciales. Pero también se preparó para resistir.


El 20 de noviembre de 1845, en un recodo estratégico del Paraná llamado Vuelta de Obligado, el general Lucio Norberto Mansilla —cuñado de Rosas— organizó una defensa heroica. Se tendieron gruesas cadenas de orilla a orilla para impedir el paso de la escuadra invasora. Se instalaron cuatro baterías —Restaurador Rosas, General Brown, Manuelita Rosas y Constitución— con cañones fijos, y se dispusieron tropas milicianas a lo largo de las barrancas.


Mansilla sabía que era una lucha imposible. En su diario escribiría años después: “Tuvimos que defender la honra de la patria con cadenas, pólvora húmeda y hombres descalzos. Pero la defendimos”.


El enemigo, sin embargo, era abrumador: 11 vapores de guerra de última generación, 22 barcos mercantes escoltados, cientos de cañones navales y tropas de infantería bien pertrechadas. Enfrente, milicianos mal armados, artillería improvisada sobre cureñas rústicas, y soldados con machetes, lanzas y una convicción inquebrantable.


La batalla fue desigual. Durante horas, los cañones patriotas resistieron. Las cadenas se rompieron, las defensas fueron barridas una por una, y los barcos enemigos avanzaron lentamente río arriba. Mansilla resultó herido, y los defensores fueron superados. Desde lo estrictamente militar, fue una derrota. Pero desde lo simbólico y político, fue un triunfo.


Como dijo José María Rosa, "Obligado no fue una derrota: fue un acto de dignidad". Porque ese día quedó claro que la soberanía se defendía, aun sin posibilidades de éxito. Y eso tuvo consecuencias profundas.


La incursión fluvial anglo-francesa continuó. Llegaron hasta Corrientes, buscaron abrir mercados, pero no hallaron lo que esperaban. Las poblaciones ribereñas no colaboraron. Los comerciantes no firmaron tratados. Las rutas no se consolidaron.


Campesinos de la ribera escondieron provisiones, sabotearon caminos, ocultaron víveres y guiaron a los federales por senderos ocultos. Fue una guerra del pueblo, con sus silencios y su coraje. El costo fue altísimo y los resultados, nulos. Europa comprendió que no bastaba con cañones para imponer un modelo económico. Se necesitaba legitimidad. Y Rosas la tenía.


Las consecuencias fueron múltiples. En lo político, Rosas salió fortalecido. A nivel interno, su figura se consolidó como símbolo de resistencia nacional. La propaganda federal exaltó la defensa de la soberanía, y las proclamas circularon por todo el interior. En Catamarca, Tucumán y Santiago del Estero, los partes de guerra llegaban a lomo de mula y eran leídos como poemas patrióticos.


A nivel internacional, Inglaterra y Francia comenzaron a reconsiderar su intervención. La campaña resultó impopular, costosa y sin beneficios concretos. La prensa británica criticó la aventura. Los comerciantes reclamaron el retiro.


En 1847, Francia comenzó a negociar. En 1849, firmó la paz con la Confederación. En 1850, lo hizo Inglaterra. Ambos reconocieron la soberanía argentina sobre sus ríos interiores y retiraron sus flotas. Fue una victoria diplomática sin precedentes para una nación americana frente a las mayores potencias del mundo.


La Vuelta de Obligado no fue solo una batalla. Fue un hito. Marcó el límite de la prepotencia imperial en Sudamérica. Demostró que una nación joven, dividida y periférica podía resistir si tenía convicción. Y dejó una enseñanza profunda: la soberanía no se negocia. Se defiende.


Hoy, cada 20 de noviembre, Argentina conmemora el Día de la Soberanía Nacional. No por nostalgia bélica, sino por memoria histórica. Porque en Obligado no se luchó por un puerto ni por un tratado: se luchó por la dignidad.


La historia, sin embargo, no termina allí. La Vuelta de Obligado no fue solo un episodio aislado del siglo XIX: fue una matriz, un molde simbólico que la Argentina repetiría —con variaciones— a lo largo del tiempo. Porque cada vez que una potencia extranjera quiso imponer su voluntad sobre estas tierras, la respuesta fue la misma: resistencia. No siempre con armas, no siempre con victorias, pero siempre con dignidad.


Más de un siglo después, en 1982, cuando otro imperio —esta vez británico, pero ya despojado de sus galas coloniales— volvió a flamear su bandera sobre una porción del territorio nacional, la respuesta fue igualmente audaz. La Guerra de Malvinas, más allá de sus circunstancias políticas internas, fue también una reedición del conflicto entre la soberanía y la prepotencia global.


Y al igual que en Obligado, los argentinos volvieron a enfrentarse a la flota más poderosa del mundo, con coraje desproporcionado y un sentido del deber que excedía la táctica militar. Como entonces, también se dijo que era una locura. Que no había chances. Que era un suicidio.


Pero, como en 1845, la batalla no fue solo por el control de un territorio: fue por la idea de que ningún poder extranjero tiene derecho a dictar las condiciones de vida de un pueblo libre. Y, como en Obligado, la derrota militar no eclipsó la victoria moral.


Esa línea invisible que une a Mansilla con los soldados de Pradera del Ganso, a los milicianos con machetes con los colimbas que cavaban pozos en la turba helada, habla de una constante en la historia argentina: una voluntad de no arrodillarse. Porque aun cuando se pierde en el campo de batalla, hay algo que no se pierde nunca si se sabe resistir: la dignidad.


Por eso, la Vuelta de Obligado sigue vigente. Porque nos recuerda que el derecho a decidir sobre nuestros recursos, nuestros ríos, nuestras islas o nuestro destino no es una dádiva que se mendiga: es un principio que se defiende. Con razones, con negociaciones, con armas si es necesario, pero sobre todo con memoria.


Y como dijo alguna vez Raúl Scalabrini Ortiz, "los pueblos que olvidan su pasado, renuncian a su porvenir". Recordar Obligado es también recordar que la soberanía no es un acto del pasado, sino una responsabilidad del presente. Y cada generación, en su tiempo, deberá asumirla. Como lo hicimos entonces. Como lo haremos siempre.


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