Luz — La enfermera de los sueños
- Roberto Arnaiz
- hace 2 horas
- 5 Min. de lectura
El Hospital Universitario 12 de Octubre, en Madrid, es uno de esos lugares donde la esperanza y el dolor conviven en silencio. En sus pasillos, el eco de las ruedas de las camillas se mezcla con las risas breves de los niños que intentan seguir jugando, aunque el cuerpo ya no los acompañe. Allí, entre batas blancas y ventanas que miran al cielo, trabajaba Luz.
Era una perra dorada, mezcla de labrador y golden retriever, con los ojos del color del amanecer y la serenidad de quien parece haber visto todo y aún elige creer en la bondad. Formaba parte del programa de terapia asistida con animales del hospital, un proyecto pionero que ayudaba a los niños oncológicos a sobrellevar el tratamiento. Luz era la más querida. Bastaba verla entrar para que los rostros se iluminaran, incluso los de aquellos que habían olvidado cómo sonreír.
No ladraba dentro del hospital. Caminaba despacio, con un paso medido, casi sagrado. Cuando llegaba a la sala de oncología pediátrica, los niños extendían las manos flacas hacia ella, como buscando un rayo de sol. Algunos no podían hablar, otros apenas abrían los ojos, pero todos parecían entender lo mismo: Luz traía algo que las medicinas no daban.
Entre los muchos pacientes, había uno que la esperaba con ansiedad cada día. Se llamaba Mateo, tenía ocho años y una leucemia que había regresado después de dos años de batalla. Amaba el fútbol, las películas de superhéroes y las galletas de chocolate. Pero más que nada, amaba a Luz. Decía que cuando ella entraba, el dolor “se achicaba un poco, como si el cáncer tuviera miedo de los perros”.
A veces jugaban con una pelota de tela, otras simplemente se quedaban mirando por la ventana. Mateo le contaba sus sueños: que quería ser bombero, que volvería a correr con su hermano, que cuando se curara adoptaría diez perros “para que Luz no estuviera sola”. Los médicos sabían que ese niño, cuando hablaba de futuro, lo hacía gracias a ella.
El invierno llegó con olor a alcohol y a lluvia. Una noche, las alarmas del pabellón sonaron con un tono distinto, más urgente. Mateo había empeorado. Clara, la enfermera encargada de las terapias, corrió con el equipo médico, pero Luz se adelantó. Entró sin esperar permiso, guiada por un instinto que no se aprende en ningún entrenamiento. Mateo la vio y sonrió, apenas.
—Sabía que ibas a venir —susurró.
Luz subió a la cama y apoyó la cabeza sobre su pecho. Nadie tuvo el valor de apartarla. El monitor seguía marcando los latidos, cada vez más lentos. Cuando el corazón del niño se detuvo, Luz soltó un gemido largo, profundo, casi humano. Y luego quedó inmóvil, con la mirada fija en la nada. Clara la abrazó, intentando consolar a quien, por primera vez, no podía consolar a nadie.
A la mañana siguiente, Luz no quiso comer. No respondió a las llamadas. Se echó frente a la puerta cerrada de la habitación 312, donde Mateo había dormido durante meses, y se quedó allí. Los médicos bajaban la voz al pasar. Algunos se inclinaban para acariciarla, otros preferían no hacerlo, como si temieran interrumpir un rezo. Así pasaron los días.
Clara intentó llevarla a casa, pero cada mañana, apenas llegaban al hospital, Luz corría de nuevo hasta la 312. Se echaba, apoyaba la cabeza entre las patas y miraba el vacío. Un grupo de niños le dejó un dibujo: un arco iris y una figura dorada. “Es Luz esperándolo”, dijo una nena. “Cuando Mateo vuelva del cielo, va a encontrarla ahí.”
Clara comprendió que Luz les estaba enseñando algo que ningún manual de psicología explica: que el duelo también puede ser amor sin cuerpo. Y que incluso los animales lloran, solo que sin lágrimas.
En las noches del hospital, cuando el silencio se apodera de los pasillos, Luz solía recorrerlos sola, como un fantasma amable. Se asomaba a las habitaciones, olfateaba el aire, buscaba algo o a alguien. A medianoche, siempre a la misma hora, levantaba la cabeza y miraba hacia la ventana. Afuera, una estrella brillaba justo sobre la habitación vacía de Mateo. Clara lo notó una noche.
—Lo esperás, ¿verdad? —susurró. Luz movió la cola apenas, confirmando lo evidente.
Pasaron las semanas. Los demás niños pedían verla. Sin ella, el hospital parecía más frío. Clara la llevó a la sala de juegos, donde los pacientes pintaban. Al verla, aplaudieron. Luz caminó entre ellos, recibiendo caricias, oliendo pinceles. Luego se detuvo ante una cama vacía, ladeó la cabeza y se sentó. Era el lugar donde Mateo solía acostarse.
Clara sacó una manta azul que había sido del niño y la extendió sobre la cama. Luz se echó sobre ella. —¿Querés que te cuente algo, Luz?— dijo una nena.
—Mateo decía que los perros pueden soñar despiertos.
Luz cerró los ojos, y por un instante, el hospital entero pareció contener el aliento.
Días después, Clara encontró una carta en el buzón del hospital. No tenía remitente. Decía:
“Querida Luz: No estés triste. Estoy bien. Acá los sueños son más grandes y puedo correr sin cansarme. Gracias por cuidarme cuando tenía miedo. Si ves a Clara, decile que las galletas del cielo no engordan. Te quiero. Mateo.”
El papel tenía un aroma leve a colonia infantil. Clara lo colocó junto a la manta azul. Luz olfateó el papel, movió la cola y, por primera vez desde la muerte del niño, se durmió profundamente.
El hospital decidió colocar una pequeña placa junto a la puerta de la 312:
“Aquí estuvo Luz, enfermera de los sueños. Enseñó que el amor no se cura, se comparte.”
Desde entonces, los nuevos pacientes que llegaban al pabellón preguntaban por ella. Los antiguos contaban su historia. Luz siguió trabajando, pero ya no se quedaba inmóvil frente a la puerta. Al pasar, levantaba la cabeza y movía la cola, como quien saluda a un recuerdo querido.
Una madrugada de primavera, Clara la encontró dormida junto a la manta azul. Parecía en paz, como si hubiera estado soñando con alguien. La enterraron en el jardín del hospital, bajo un árbol de magnolia. Los niños dejaron flores, dibujos y juguetes. Uno escribió: “Ahora Luz cuida a los que llegan al cielo”.
Esa noche, Clara miró por la ventana del pasillo. La misma estrella brillaba, pero esta vez había dos, una junto a la otra. Sonrió. Entendió que la enfermera de los sueños había terminado su guardia.
Desde entonces, cuando cae la noche y el hospital se aquieta, algunos dicen sentir un roce suave en la mano o escuchar el leve sonido de una cola moviéndose en la oscuridad. Nadie lo niega. Saben que en ese lugar donde tanto se llora, los milagros llegan en forma de perro.
A Luz, que cuidó con el corazón lo que ni los médicos podían sanar.






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