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Luz En Sus Pasos


Me llamo Chispa. No porque brille, sino porque ilumino. O eso dice él, mi humano, cuando me acaricia la cabeza y me llama su pequeña luz. Yo no entiendo de metáforas, pero sí de caminos. Desde que mis patas aprendieron a andar junto a las suyas, supe que el mío era éste: ver por los dos.


Nací en Boadilla del Monte, en la Fundación ONCE del Perro Guía. Allí, el aire tenía un perfume que no se olvida: mezcla de jabón, pienso y esperanza. Éramos una camada de ocho labradores. Mi hermano Thor era el más fuerte, pero distraído. Yo, el más callado. Decían que tenía una mirada que atravesaba el alma. No sé si era verdad, pero aprendí pronto a mirar más allá de lo que los ojos alcanzan.


Mi adiestradora se llamaba Clara. Tenía voz suave y manos que sabían cuándo apretar y cuándo soltar. Me enseñó que guiar no era tirar, sino acompañar. Que el verdadero poder está en la calma. Y una tarde, después de muchas horas de entrenamiento, me llevó frente a un espejo y dijo: “Chispa, cuando te mires, recuerda que no hay perro más valiente que aquel que ve por otro.” No entendí las palabras, pero supe que era importante. Sentí el temblor de su voz y moví la cola. Fue mi forma de prometerle que no fallaría.


El día que conocí a Javier, el aire se detuvo. Había algo distinto en él: una tristeza que olía a mar encerrado. Cuando me acarició por primera vez, sus dedos temblaron. Yo acerqué el hocico y respiré su miedo. En ese instante supe que todo lo aprendido tenía sentido: no se trataba de obedecer, sino de sostener.


Javier había perdido la vista en un accidente de moto. Un segundo bastó para apagarle el mundo. A veces, cuando dormía, murmuraba el nombre de Lucía. Su novia. Murió aquel mismo día. Y él sobrevivió sin saber si era una suerte o una condena. Nunca me lo dijo, pero su olor lo contaba todo: esa mezcla de amor viejo y ausencia fresca.


Nuestra primera salida fue un desastre. Él dudaba, yo también. El ruido de los coches, los gritos, el miedo… Pero en medio del caos, su mano me buscó y mi cuerpo se tensó para protegerlo. Desde entonces, cada paso fue un pacto. Caminábamos como si el suelo pudiera quebrarse bajo nuestros pies y solo la confianza nos mantuviera de pie.


Una tarde de otoño, cuando el aire olía a hojas y despedidas, Javier quiso visitar el mar. Decía que necesitaba escucharlo, aunque ya no pudiera verlo. Tomamos un tren hasta Cádiz. Yo iba echado bajo el asiento, atento a cada sonido. En el andén, una anciana se acercó y le dijo: “Joven, su perro lo mira como si usted fuera el milagro.” Javier sonrió. No respondió. Pero su mano buscó mi cabeza, y entendí que el milagro, si existía, era compartido.


Al llegar, el viento nos golpeó con fuerza. Caminamos hacia la orilla, despacio. El sol bajaba, y yo sentí el salitre colarse en mis narices como un recuerdo antiguo. Javier se arrodilló, hundió las manos en la arena húmeda y susurró algo que el viento se llevó. Luego lloró. No de dolor, sino de alivio. Me abrazó tan fuerte que creí que el mar entero cabía entre nosotros. Esa noche dormimos allí, bajo un cielo que olía a calma. A veces creo que fue en ese instante cuando volvió a ver, no con los ojos, sino con el alma.


Tiempo después, una madrugada, el destino nos volvió a probar. Íbamos cruzando una calle cerca de Atocha cuando escuché un ruido distinto: el sonido de un motor desbocado. Un coche sin control se lanzó hacia nosotros. No tuve tiempo de pensar. Empujé a Javier con todo mi cuerpo. Sentí el golpe, el metal, el aire escapando de mis pulmones. Luego, silencio.


Desperté dos días después, en una clínica veterinaria. Mis costillas dolían, y el vendaje me apretaba el costado. Javier estaba allí, con la cara llena de lágrimas. “Me salvaste otra vez, pequeña Chispa”, dijo. Yo moví la cola débilmente. No podía hablar, pero mi mirada le dijo lo que él ya sabía: que no hay mayor honor que proteger la vida que te da sentido.


Desde aquel día, cada paseo es distinto. Ya no somos los mismos. Caminamos más despacio, pero con más certeza. Cuando llegamos a los pasos de cebra, él aprieta la correa, y yo levanto la cabeza con orgullo. No teme más a la oscuridad. Aprendió a verla como una forma de compañía. Dice que la oscuridad no lo asusta, porque dentro de ella brilla mi nombre.


Hace poco, en una charla en un colegio, un niño le preguntó: “¿Cómo sabe su perro a dónde ir?” Javier sonrió y contestó: “Porque ella no ve el mundo. Lo siente. Y cuando uno siente, no se equivoca.” Yo me quedé quieta, pero por dentro ladraba de emoción.


A veces, por las noches, sueño con el mar. Con el ruido de las olas y la voz de Javier diciéndome: “Gracias por devolverme la vida.” Cuando despierto, lo miro dormir y pienso que quizás mi misión no sea solo guiarlo, sino recordarle que, incluso en la oscuridad, la luz sigue existiendo.


Y cuando llegue el día en que ya no pueda caminar, quiero que me lleve una vez más al mar. Que me deje sentir la espuma, el viento, el olor a libertad. Que me diga que lo hice bien. Que no tuve miedo. Que fui su luz. Entonces cerraré los ojos y soñaré que corro otra vez, libre, hacia esa claridad que nunca se apaga.


Porque hay miradas que no necesitan ojos. Hay amores que no se explican, solo se huelen. Y hay guías que no llevan uniforme, sino un alma noble sujeta a una correa.


Y si alguna vez alguien ve pasar a un hombre ciego con un perro que camina sereno y con la cabeza alta, tal vez sienta que el mundo aún tiene esperanza. Porque mientras exista un corazón capaz de ver con el alma, la oscuridad nunca será completa.


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