"Muselina, barro y revolución: la verdadera moda de 1810"
- Roberto Arnaiz
- 26 may
- 5 Min. de lectura
Actualizado: 4 jun
La nena tiembla. No de frío, sino de nervios. El peinetón se le tambalea en la cabeza como un mástil a punto de quebrarse. La madre le ajusta el moño, le acomoda el abanico en la mano y le dice “sonreí”. El padre saca una foto.
En la escuela, una docente con voz de historia plastificada declara: “¡Así se vestían en 1810!”. Mentira.
Así se disfrazaban en 1830. Mayo fue otra cosa. No hubo ni peinetones descomunales ni miriñaques que parecieran cúpulas de iglesia. Hubo barro. Hubo hambre de cambio. Hubo mujeres con vestidos livianos y hombres con bastones de empuñadura fina que ocultaban más cobardía que elegancia.
La moda en 1810 no era cartón pintado ni souvenir escolar: era una trinchera hecha de muselina, polvo y silencio.
El estilo imperio llegó al Río de la Plata no como una frivolidad importada, sino como una respuesta a la podredumbre de los excesos del viejo régimen. Se acabaron los corsés que apretaban costillas y pensamientos.
Las criollas empezaron a usar vestidos de talle alto, que caían desde justo debajo del busto hasta los tobillos, con telas como gasa, muselina o algodón fino que llegaban de Europa o la India en barcos lentos y llenos de secretos. El escote cuadrado dejaba ver algo más que piel: dejaba ver una intención. Era el susurro de un nuevo orden. Las mangas, cortas o largas, se inflaban o se ceñían según la ocasión, pero todas respiraban la misma consigna: elegancia sin barroquismo, seducción sin esclavitud.
Pero esos vestidos transparentaban hasta el alma cuando llovía. Una sola enagua, apenas una tela de protección, y la moda se convertía en sentencia. Las mujeres se enfermaban.
Las médicas —cuando las había— lo llamaban “el mal de la muselina”. Fiebres, bronquitis, pulmonías. La muerte llegaba con vuelo ligero. Y ahí entraban ellas: las lavanderas. Invisibles, arrodilladas al borde del Riachuelo, limpiando telas que no podían pagar, frotando encajes que no les pertenecían, como quien frota la historia ajena sin esperanza de dejar huella. A veces encontraban cartas olvidadas en los bolsillos. Cartas de amor, de negocios, de traición. Leían en voz baja, y seguían tallando el jabón como quien afila una idea.
María Francisca, Catalina, Juana. Sus nombres no están en los manuales, pero sin ellas, la ciudad olería a encierro y olvido. Caminaban kilómetros con las ropas sucias envueltas en sábanas, las lavaban sobre piedras, las golpeaban con rabia. Y cuando las devolvían limpias, lo hacían sin esperar agradecimientos. Porque sabían que a las mujeres como ellas no se las aplaude. Solo se las necesita.
Los hombres de 1810 eran otra postal. Los de la élite llevaban casacas de paño azul con botones dorados como ojos que juzgan, calzones ceñidos, medias de seda, zapatos con hebillas traídas de Londres y una galera que parecía más una corona de cartón pintado que un sombrero.
Algunos aún usaban pelucas blancas, creyendo que el talco en la cabeza les daba razón. Los jóvenes más lúcidos imitaban el frac francés, ese corte rebelde que anunciaba que el futuro ya no estaba en Cádiz, sino en París.
Los comerciantes y artesanos se las rebuscaban con chalecos heredados, galeras deshilachadas, corbatas simples. Y los gauchos —esos hombres que venían del barro y del horizonte— usaban chiripá, poncho y botas de potro. No necesitaban adornos. Su ropa era grito y tierra.
A veces pienso que si se enseñara historia con más barro y menos brillantina, los chicos no bostezarían tanto en los actos escolares. Pero claro, ¿a quién le interesa la verdad cuando hay que hacer una cartelera con goma eva y escarapelas plateadas?
Las damas de 1810 no usaban peinetones gigantes.
Esa es una fantasía creada por el romanticismo tardío de una nación que quería parecerse más a la época de Rosas que a la de Moreno. El peinetón apareció en 1823. El miriñaque, con sus aros de acero, recién en 1857. Lo que se usaba en 1810 era sobrio, práctico, simbólico. Nada de estructuras que impedían caminar por las calles de tierra. La moda del estilo imperio representaba la libertad del cuerpo como preludio de la libertad del pensamiento.
En la casa de Mariquita Sánchez de Thompson, no se recitaban versos con abanicos de lentejuelas. Se conspiraba. Bajo la luz de una vela temblorosa, se discutían nombres, cargos, acciones.
En sus salones no había espacio para peinados monumentales ni vanidades ridículas. Había vino, música, ideas. Mariquita no era un retrato: era una agitadora con vestido blanco y voz firme. Caminaba rápido, siempre. Tenía cartas en el bolsillo, mensajes urgentes, noticias del norte. Nadie debía saber. Nadie debía verla. Pero ella se hacía ver.
Francisca Silveira donó sus joyas, su dinero, incluso a sus esclavos para la causa. No pidió calles con su nombre, ni estatuas, ni feriados. Solo pidió que su país naciera. Y lo hizo en silencio, como tantas otras.
En los campamentos estaban las cuarteleras. No eran prostitutas como decía la calumnia oficial. Eran compañeras. Cuidaban, cocinaban, remendaban, peleaban si hacía falta. Como Juana Azurduy, que blandiendo una espada con el mismo brazo que amamantaba, rompió la historia por la mitad.
En las calles de la ciudad, vendedoras mulatas como Juana la empanadera repartían comida y rumores. En los mercados se cocinaban sopas, y también revueltas. Las mujeres no eran adorno. Eran engranaje. Sin ellas, la revolución se habría quedado en papel.
Y mientras tanto, los hombres del Cabildo discutían con la peluca torcida y el bastón sudado. Se ajustaban los chalecos y posaban para la eternidad con cara de estatua. Pero eran ellas, las que planchaban los vestidos, las que curaban a los heridos, las que tejían bajo la luna, las que sostenían el andamiaje invisible de la historia.
La moda en mayo de 1810 no era un capricho. Era una posición ideológica. Las telas hablaban. Las costuras decían: “Esto somos ahora. Y esto es lo que no queremos ser nunca más.”
Y si alguna vez ves a una niña con una peineta gigante y una falda como carpa de circo, no la corrijas. Contale la verdad. Decile que las verdaderas damas de Mayo caminaban entre el barro, con la espalda recta, el escote firme y la cabeza llena de ideas.
No usaban miriñaques.
Usaban coraje.
Y con eso, tejieron la patria.
Bibliografía
La moda en el Río de la Plata: del Virreinato a la modernidad, Susana Soba, 1998, Editorial Emecé, Buenos Aires.
Mariquita Sánchez: la dama rebelde, María Sáenz Quesada, 2004, Editorial Sudamericana, Buenos Aires.
Mujeres de la Independencia, Patricia Pasquali, 2010, Editorial Aguilar, Buenos Aires.
Las esclavas de la casa. Mujeres afrodescendientes en la Buenos Aires colonial, Gabriela Qüesta, 2015, Editorial Biblos, Buenos Aires.
El pueblo en armas. Revolución y guerra en el Río de la Plata (1810–1815), Gabriel Di Meglio, 2005, Editorial Sudamericana, Buenos Aires.
La vida cotidiana en Buenos Aires: de la Colonia a 1820, Fernando Devoto y Luis Alberto Romero (dirs.), 1998, Editorial Sudamericana, Buenos Aires.






Es todo verdad. Y todavía faltan muchas cosas que se tendría que develar por ejemplo como y porque se llego a la revolución de Mayo.