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Ni esposas, ni monjas: la opción del medio de las mujeres de la Colonia


 

Mujeres, conventos y beaterios en la colonia: entre el claustro, el matrimonio y la intemperie

Introducción


Hoy, querido lector, he querido contarles una historia poco conocida sobre las mujeres del Río de la Plata. No es la historia oficial de virreyes, fortines ni batallas. Es otra: la de esas mujeres que vivieron entre casas de adobe y techos de caña, en un Buenos Aires que apenas llegaba a cinco mil almas y parecía más un villorrio que una ciudad. Mujeres que no tenían voz en el Cabildo ni estatua en la plaza, pero que sostenían la vida cotidiana con sus manos callosas y sus silencios obligados.


A ellas, la sociedad colonial les ofrecía dos caminos: casarse y someterse al marido, o entrar al convento y desaparecer tras las rejas de la clausura. Dos jaulas distintas, pero jaulas al fin. Sin embargo, hubo una tercera vía, casi olvidada, que abrió un resquicio en ese mundo cerrado: los beaterios. Allí se refugiaban las que no podían pagar la dote para ser monjas ni conseguían un marido que las reclamara. Ni esposas ni monjas: beatas. Mujeres que, con una Biblia gastada en las manos y una lámpara encendida en la noche, se inventaron un lugar propio en medio de la intemperie.


Esa es la historia que quiero contar hoy: la de las beatas, esas sombras devotas que caminaron las calles de barro de la colonia. Las que enseñaban a leer oraciones a las niñas pobres, las que consolaban enfermos en la penumbra, las que rezaban al pie de un crucifijo en casas humildes mientras la ciudad crecía lentamente de 5000 a 8000 habitantes. Sin ellas, Buenos Aires no habría sido más que un campamento sin alma.

 

Buenos Aires, un caserío en los confines del mundo


Imaginemos Buenos Aires en 1650: 600 casas de adobe y caña, 5000 personas y calles de barro. No había plazas empedradas ni palacios de piedra: apenas ranchos que se deshacían con la lluvia. Félix de Azara, un siglo más tarde, describía con crudeza la ciudad: “carece de edificios que la hagan notable, fuera de las iglesias”. Y no exageraba: la única arquitectura que se imponía era la de los templos, rodeados de viviendas miserables.


Al caer la tarde, la ciudad olía a cuero salado y a fogones de leña. Mujeres con cántaros iban y venían del río, cargando agua para cocinar y lavar. Las campanas marcaban las horas, y el Cabildo apenas lograba contener el caos. Era una frontera viva, más rancho que urbe, más campamento que capital.


Y en medio de esa precariedad, la mujer tenía un destino rígido: casarse o enclaustrarse. El mundo no le ofrecía otra cosa. Pero a veces, con terquedad criolla, encontraba un tercer camino.

 

Matrimonio o convento: las dos jaulas


Desde la cuna, la vida de la mujer colonial estaba negociada. El matrimonio era la opción natural: casarse, traer hijos al mundo, sostener el apellido y la hacienda. La mujer como pieza de una estrategia familiar. Y si no había casamiento, quedaba la otra salida: el convento.


Pero el convento era un lujo. La dote podía equivaler a varias casas o estancias. Y encima había cupo: en Buenos Aires, el de Santa Catalina apenas aceptaba 40 novicias al año. El resto quedaba fuera, mirando desde la reja el mundo del que no podían ser parte.


El convento era una cárcel espiritual o una protección al mundo cruel exterior. Detrás de los muros altos, las monjas rezaban maitines, bordaban ornamentos, cantaban salmos. El torno era la única ventana al exterior. Muchas ingresaban no por vocación, sino porque no había pretendientes. Y lo sabían: el claustro era tanto una devoción como un depósito de hijas sobrantes.


El matrimonio no era mucho mejor. Otra jaula, con la diferencia de que el guardián tenía nombre: el marido. La ley colonial la hacía dependiente absoluta del esposo. Su vida era el fogón, los hijos, la obediencia. ¿Qué libertad podía tener una mujer que pasaba de la autoridad del padre a la del marido o al encierro del convento? Ninguna.

 

Las nobles y las otras: la frontera de la “pureza”


Pero atención: todo lo que hemos contado hasta aquí se aplicaba a las mujeres de familias nobles o acomodadas. Ellas eran las que podían soñar con un buen casamiento, pagar la dote para un convento o incluso fundar un beaterio.


¿Y el resto? ¿Qué pasaba con las que tenían alguna “mancha” en la sangre o el apellido? La respuesta era brutal: quedaban fuera del sistema.


·      Si eran hijas ilegítimas, mestizas, indígenas o esclavas libertas, no podían ingresar a los conventos.

·      Los matrimonios “decentes” las rechazaban como iguales.

·      No había beaterio que las recibiera con facilidad, salvo casos excepcionales.


Su destino era el trabajo forzado en la intemperie: servir en casas de familia, cargar agua del río, vender en las calles, trabajar como nodrizas o esclavas domésticas. Mientras unas bordaban detrás de los muros del convento, otras amasaban pan en hornos de barro o lavaban ropa en las orillas.


Dos mundos paralelos, separados por la muralla invisible de la “pureza de sangre”. Una élite que encerraba a sus hijas en jaulas doradas, y una multitud de mujeres mestizas, negras o pobres condenadas a sobrevivir fuera de cualquier jaula, en el barro cotidiano.

 

Beatas: ni esposas ni monjas, pero con voz propia


Y entonces aparece la tercera vía: el beaterio. Allí se refugiaban las que no lograban entrar al convento ni conseguían casamiento. Ni esposas ni monjas: beatas.


Las beatas no tenían votos solemnes, sino simples. Vestían con modestia, vivían en casas particulares o comunidades pequeñas, rezaban juntas y se dedicaban a la enseñanza, a la caridad, al cuidado de enfermos. Eran respetadas, pero también sospechadas: la Iglesia las vigilaba porque no estaban bajo clausura.


Pero no se trata de una invención americana. La historia de las beatas comienza en la Europa medieval, y su cuna estuvo en Flandes, el norte de Francia y el valle del Rin, a fines del siglo XII y principios del XIII.


Allí, en ciudades como Lieja, Gante o Brujas, comenzó a formarse un movimiento de mujeres piadosas que querían vivir en comunidad, dedicadas a la oración y a la ayuda social, sin ser monjas de clausura ni esposas. Se llamaron béguines en francés y flamenco, y “beatas” en el mundo hispano.


·      Vivían en barrios especiales llamados béguinages: manzanas enteras con casitas modestas, una iglesia común y un hospital, rodeadas por murallas. No eran conventos, porque las mujeres entraban y salían libremente.

·      Algunas dedicaban su vida entera allí; otras podían salir y hasta casarse después.

·      Se sostuvieron con su trabajo: tejían, hilaban, cuidaban enfermos, enseñaban a niñas.

·      No hacían votos perpetuos, solo promesas de vida piadosa mientras permanecieran en la comunidad.


El movimiento fue tan fuerte que llegó a reunir miles de mujeres en Flandes. En Brujas, por ejemplo, el beaterio fundado en 1245 tenía más de 150 casas. La Iglesia los miraba con recelo: eran autónomos, no dependían de una orden religiosa tradicional, y varias beatas alcanzaron fama de místicas y visionarias. Algunas fueron incluso acusadas de herejía por sus visiones demasiado libres.


De esa raíz flamenca y francesa, el modelo del beaterio pasó al sur de Europa, y con la expansión de España y Portugal se trasladó a América. Cuando las primeras ciudades coloniales se fundaron en el Nuevo Mundo, las beatas aparecieron como figura conocida: mujeres que querían consagrarse sin entrar en la rígida clausura tridentina.


En Buenos Aires, el beaterio que dio origen al convento de Santa Catalina nació de esa tradición europea: un grupo de mujeres piadosas que rezaban juntas, guiadas por confesores. En Córdoba ocurrió algo similar antes de la fundación del convento formal en 1613. En Potosí y Chuquisaca abundaban los beaterios de mestizas y criollas pobres, huérfanas que no podían pagar la dote conventual. En Asunción, las beatas se dedicaban a enseñar catecismo a niñas.


Eran un espacio ambiguo: fuera del matrimonio, fuera del convento, pero profundamente religiosas. Una grieta en el sistema, una hendija por donde la mujer se inventaba un destino propio.

 

Monjas de clausura y beatas: dos caminos distintos


No confundamos. No eran lo mismo una monja de clausura que una beata, aunque ambas llevaran hábito y rezaran. La diferencia era tan grande como la que separa una cárcel de un barrio abierto.


·      Las monjas de clausura estaban sujetas al Concilio de Trento. Hacían votos solemnes y perpetuos: castidad, obediencia y pobreza. Estos votos eran irrevocables, reconocidos canónicamente, y convertían a la mujer en “esposa de Cristo” para toda la vida.


No podían salir del convento salvo causa de vida o muerte. Vivían tras muros altos, con rejas en los locutorios, aisladas del mundo. El día era un reloj espiritual: maitines de madrugada, oficios, bordado, silencio, penitencia. La comunidad estaba gobernada por una madre priora (o abadesa), que organizaba la vida diaria y aseguraba la disciplina interna. El obispo tenía autoridad de supervisión externa: visitas de control, aprobación de constituciones, corrección de abusos.


En otras palabras, el convento era un engranaje institucional, con jerarquía propia y vigilancia eclesiástica.


·      Las beatas, en cambio, eran un territorio de frontera. Hacían votos simples, es decir: promesas de castidad y pobreza, pero sin carácter perpetuo ni reconocimiento solemne por parte de la Iglesia. En la práctica, podían abandonar la vida piadosa y volver al mundo si lo deseaban, sin necesidad de dispensa papal.


No vivían enclaustradas: se movían en casas particulares o en comunidades abiertas, los beaterios. Podían enseñar a niñas, visitar enfermos, trabajar con sus manos para sostenerse. No tenían la protección —ni el encierro— del convento. La Iglesia las toleraba, pero siempre con un ojo desconfiado, porque escapaban a la estructura férrea de las órdenes reconocidas.


En resumen:


·      La monja de clausura era una reclusa santa, gobernada dentro por la madre priora y supervisada desde afuera por el obispo.

·      La beata era una devota libre, pero sospechosa, una mujer que podía entregarse a Dios sin someterse del todo al sistema conventual.


Y esa diferencia, mínima a primera vista, lo cambiaba todo: mientras la monja se borraba del mundo tras los muros, la beata lo recorría en silencio, con un rosario en la mano y la sospecha siempre sobre sus hombros.

 

La educación femenina: un privilegio raro


La educación femenina era casi nula. La mayoría de las niñas aprendía en su casa a rezar, bordar y obedecer. Algunas, hijas de familias poderosas, tenían tutores que les enseñaban a leer y escribir lo básico. Y unas pocas, como educandas en conventos, aprendían música, aritmética y lectura.


Las beatas, en cambio, se formaban con lo que tenían a mano:


  • Catecismos, novenas, devocionarios.

  • La Imitación de Cristo o los Ejercicios Espirituales de Ignacio de Loyola.

  • La dirección espiritual de sacerdotes que las orientaban en oración y penitencias.

  • Y la transmisión oral entre ellas mismas: una enseñaba a otra a rezar en latín, a leer oraciones, a copiar devocionarios.


No llegaban a la erudición de Sor Juana Inés de la Cruz, que en México desafió al mundo con su genio, pero sí alcanzaban una religiosidad intensa, práctica, que las convertía en referentes espirituales de sus barrios.

 

Trento, clausura y la válvula de escape


El Concilio de Trento (1545–1563) había decretado: toda monja con votos solemnes debía vivir bajo clausura estricta. Esa norma fue piedra tallada en toda América Hispana. Por eso, en el Río de la Plata, todos los conventos femeninos eran de clausura.


Pero las beatas escapaban a esa norma. No eran monjas “formales”, y por lo tanto podían salir a la calle, enseñar, curar, consolar. Esa libertad relativa las volvía sospechosas, pero también las hacía imprescindibles. Allí donde no llegaban las monjas enrejadas, llegaban ellas.


Eran una válvula de escape para un sistema que solo daba dos salidas: marido o convento. El beaterio fue esa tercera opción, silenciosa pero vital.

 

Epílogo: lo invisible a los ojos


La historia de las mujeres en la colonia no se mide en virreyes ni batallas, sino en vidas encadenadas a dos jaulas: matrimonio y convento. Pero hubo un resquicio. Un tercer espacio. El beaterio.


Allí, entre rezos y silencios, las mujeres que no tenían lugar encontraron refugio. Fueron maestras improvisadas, enfermeras sin título, guardianas de la fe en casas humildes de adobe. Se levantaban con el alba, enseñaban a leer el catecismo a niñas pobres, curaban fiebres con remedios caseros, rezaban letanías mientras afuera la ciudad se hundía en el barro. No tuvieron estatua ni calle, pero sostuvieron la vida espiritual de un Buenos Aires precario, que todavía olía a cuero, fogón y contrabando.


En 1650, con apenas 600 casas miserables, Buenos Aires no hubiera sobrevivido sin ellas. No eran nobles con dotes fastuosas ni monjas enclaustradas detrás de muros, sino mujeres anónimas que se inventaron un destino propio en medio de la intemperie. Y aunque los libros de historia las callen, esas beatas fueron las primeras en mostrar que, incluso en los márgenes, la mujer podía abrirse un camino.


La verdadera rebeldía no siempre se grita con espadas ni con manifiestos. A veces se susurra con un rosario entre las manos, con una lámpara encendida en una casa de barro, con el gesto simple de decir: “No quiero marido ni convento. Quiero otra cosa”.


Y ahora te pregunto, querido lector: ¿no será que la auténtica revolución femenina de la colonia estuvo en esas mujeres invisibles, que se negaron a aceptar las dos jaulas y, sin permiso de nadie, forzaron la cerradura de una tercera puerta?



 

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