Argentina contra el mundo: en 50 años derrotó a todas las potencias mundiales
- Roberto Arnaiz
- hace 12 minutos
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Amigo, hay que decirlo sin medias tintas: la Argentina nació peleando contra gigantes. En apenas cincuenta años, este territorio recién salido del cascarón del Virreinato del Río de la Plata se midió con las tres potencias más formidables del planeta —España, Inglaterra y Francia— y ninguna pudo doblegarlo.
El contraste es brutal: ejércitos profesionales, disciplinados, armados con la tecnología bélica más moderna de su tiempo, enfrentados a milicias improvisadas, gauchos de alpargata, negros libertos, mujeres que fundían pólvora en la cocina y curas que fabricaban cañones. Y sin embargo, esos improvisados lograron lo impensado: hacer retroceder a las coronas más poderosas del mundo. Era David contra Goliat, repetido una y otra vez en las orillas del Río de la Plata y en los Andes cordilleranos.
España: la madre que no aceptaba el destete
En 1810, el Cabildo Abierto fue más que un acto político: fue un grito de independencia contra España. La corona respondió enviando expediciones desde el Alto Perú: tropas curtidas en las guerras contra Napoleón, oficiales de academia, mosquetes de chispa, artillería disciplinada. Eran hombres que habían combatido en Bailén o en Cádiz, trasladados a estas tierras con la convicción de aplastar una revuelta de colonos.
La primera gran prueba fue la batalla de Huaqui (1811), un desastre para los patriotas. Pero la voluntad de libertad no se apagó: en Tucumán (1812) y Salta (1813), Manuel Belgrano —abogado convertido en general— demostró que un ejército improvisado, nutrido de campesinos, artesanos y gauchos, podía derrotar a veteranos europeos. Finalmente, en Ayacucho (1824), la última gran batalla de la independencia sudamericana, el ejército realista fue derrotado de manera definitiva. España quedó fuera del continente.
Los realistas traían cañones relucientes y estandartes bordados en Europa; los criollos, lanzas improvisadas, caballos criollos, viejos fusiles y, sobre todo, la decisión de ser libres. Lo que marcó la diferencia fue la convicción: Belgrano arengaba a sus hombres recordándoles que peleaban por la dignidad de sus hijos, no por un rey lejano que jamás había pisado estas tierras.
Inglaterra: los invencibles derrotados en las calles
Si España era la madre que no quería soltar a su hijo, Inglaterra era el gigante que pretendía quedarse con la casa entera. Para los británicos, dominar el Río de la Plata significaba abrir la puerta a Sudamérica, expandir su comercio y asegurarse un enclave estratégico. Era la ambición imperial del siglo XIX en carne viva.
En 1806 desembarcaron en Buenos Aires bajo el mando de William Carr Beresford, con tropas curtidas y fusiles Brown Bess, la joya de la infantería británica. El virrey huyó, la ciudad cayó sin resistencia. Pero lo increíble vino después: vecinos y milicianos, liderados por Santiago de Liniers, se organizaron y expulsaron a los invasores en la Reconquista. Fue la primera humillación británica en suelo sudamericano.
En 1807, los británicos volvieron con John Whitelocke y 12.000 hombres, veteranos de las guerras napoleónicas, acostumbrados a vencer en Europa. Lo que hallaron fue una ciudad atrincherada: mujeres fabricando cartuchos, esclavos liberados empuñando armas, vecinos convirtiendo sus casas en fortalezas. La Defensa de Buenos Aires fue brutal: las calles se llenaron de sangre inglesa; los cuerpos amontonados parecían sacos de harina en el empedrado. Whitelocke debió rendirse en medio de una humillación que todavía hoy figura en los anales de la historia británica como uno de sus fracasos más vergonzosos.
El ejército más prestigioso del mundo, que había hundido a Napoleón en Trafalgar y dominaba los mares, cayó ante un pueblo descalzo. Esa imagen fue un mensaje claro al planeta: aquí, en el fin del mundo, la voluntad de un pueblo podía más que el prestigio de un imperio.
Francia: la soberbia imperial contra el Paraná
En 1838, Francia bloqueó Buenos Aires, confiada en doblegar a Rosas. No logró nada. En 1845, se unió a Inglaterra para imponer la “libre navegación de los ríos”. Era la diplomacia de los cañones, la prepotencia del comercio disfrazada de derecho internacional. Pretendían abrir el Paraná y el Uruguay como si fueran ríos internacionales, negando el derecho soberano de la Confederación.
Con barcos de guerra modernos y cañones de 32 libras, la flota avanzó sobre el Paraná. Rosas y sus hombres resistieron en la Vuelta de Obligado: cadenas cruzando el río como dientes de hierro, baterías en las barrancas, cañones fundidos por el Padre Beltrán, aquel cura-artillero que había aprendido a transformar campanas en cañones. Era un espectáculo de ingenio criollo contra la ingeniería europea.
La batalla fue feroz. Durante horas, los gauchos resistieron el bombardeo de la flota más moderna del mundo. Los imperios lograron forzar el paso, pero a un costo tan alto que la victoria se volvió derrota. El eco de Obligado retumbó en toda América: por primera vez, Francia e Inglaterra debieron reconocer la soberanía de un país sudamericano.
La prensa extranjera habló del coraje de “la chusma”, y hasta escritores franceses reconocieron que aquellos bárbaros del Plata habían hecho tambalear a las naciones civilizadas. Lo que en Europa se llamó obstinación, aquí se llamó dignidad. Fue el triunfo de un pueblo pobre en recursos, pero rico en coraje.
Armas contra hombres
España: veteranos europeos, artillería disciplinada, disciplina prusiana.
Inglaterra: la mejor infantería del mundo, fusiles modernos, oficiales de academia.
Francia: armadas con la última tecnología naval, cañones de largo alcance.
Frente a ellos, la Argentina ofrecía un mosaico humano: gauchos de chiripá con lanzas, negros libertos con uniforme, mujeres amasando pólvora en cocinas humildes, curas forjando cañones en hornos improvisados. Gente que hasta el día anterior trabajaba en el campo o el taller, convertida de repente en soldados de la libertad.
Ellos tenían profesionalismo. Nosotros, una causa. Y fue esa causa la que inclinó la balanza. En esos campos de batalla no se medía solo la fuerza militar, sino la esencia de un pueblo decidido a no dejarse avasallar. Esa diferencia explica por qué, contra toda lógica, los improvisados derrotaron a los invencibles.
Los conductores: Belgrano y San Martín
Serían potencias, sí. Pero ninguna tenía la magnitud de nuestros hombres ni la estatura de nuestros conductores.
Manuel Belgrano fue, sin dudas, el intelectual más importante de su época. Jurista, economista, periodista y general, supo pensar la patria antes de que existiera. En Tucumán y Salta, improvisó ejércitos donde no había nada y derrotó a los profesionales del rey. En sus escritos, dejó la convicción de que una patria sin educación, sin industria y sin justicia era apenas una ilusión. Él encarnó la semilla de la Argentina interior, la que todavía buscamos consolidar. Su legado va más allá de la bandera que creó: está en la idea de que una nación debía cimentarse sobre la moral, la virtud cívica y la igualdad de oportunidades.
José de San Martín, en cambio, fue más que un general: fue el mayor libertador de la historia de la humanidad. Ningún líder, ni antes ni después, tuvo su magnitud. Cruzó los Andes con un ejército hecho de retazos, venció en Chacabuco y Maipú, liberó Chile, entró en Lima, y con su estrategia garantizó Ayacucho. No liberó una provincia, liberó un continente. Ni Aníbal, ni Alejandro, ni Napoleón lograron tanto con tan pocos recursos y desde un rincón tan olvidado del mundo. San Martín es, todavía hoy, un ejemplo universal de grandeza y renunciamiento: rechazó honores, cedió protagonismos, eligió el exilio antes que ser un obstáculo para la unidad.
Ellos no solo ganaron batallas: fundaron una patria que aún no está terminada. Una patria que sigue siendo un proyecto inconcluso, pero que se sostiene en la grandeza de quienes mostraron que no se necesita oro ni ejércitos perfectos, sino convicción, inteligencia y liderazgo. Fueron la piedra basal sobre la cual todavía intentamos levantar el edificio nacional.
Epílogo: medio siglo contra gigantes
En medio siglo, el ex Virreinato del Río de la Plata enfrentó y derrotó a los tres colosos de su tiempo:
1806–1807: Inglaterra, humillada en las calles de Buenos Aires.
1810–1824: España, vencida en las campañas del norte y los Andes.
1838–1845: Francia (y nuevamente Inglaterra), frenadas en el Paraná.
El saldo fue claro: ni la armada británica, ni la artillería francesa, ni los veteranos españoles pudieron con la obstinación criolla.
Amigo, la historia argentina no empezó con pactos, sino con pólvora. No fue pólvora importada, sino la que amasaron nuestras mujeres en cocinas humildes, cargaron libertos en cañones improvisados y dispararon gauchos en barrancas solitarias. Fue la pólvora de la dignidad y de la obstinación, esa mezcla explosiva que se convirtió en identidad nacional.
Argentina nació diciendo que no. Que no a España, que no a Inglaterra, que no a Francia. Y todavía hoy, cuando la patria sigue en construcción, late aquella certeza: este pueblo aprendió a nacer derrotando gigantes.
Y conviene recordarlo siempre: las potencias podían tener ejércitos, barcos y cañones, pero nosotros tuvimos la magnitud de nuestros hombres y de nuestros conductores. Belgrano, el intelectual que pensó la nación desde sus cimientos, y San Martín, el libertador más grande de la humanidad. Ellos levantaron una patria que aún hoy seguimos edificando, piedra por piedra, con la misma obstinación con la que ellos se plantaron ante el mundo.
Hoy, más que nunca, necesitamos que nuestros conductores actuales lean la historia, aprendan de ella y comprendan el ejemplo de sacrificio y renunciamiento personal que nos dejaron nuestros próceres. La grandeza no se mide en discursos ni en ambiciones, sino en la capacidad de darlo todo por el pueblo. Que se asomen a la vida de Belgrano y San Martín, que vean cómo renunciaron a todo por una causa inmensa.
Que nuestra dirigencia mire ese espejo y sepa que el futuro no se construye con mezquindades, sino con gestos de grandeza. Porque la patria aún está inconclusa, y solo con ese espíritu podremos terminarla.
Amigo, no es un canto al pasado: es una arenga al porvenir. El destino argentino todavía nos espera, y su llave está en la memoria de aquellos hombres que nos enseñaron que nada es imposible cuando la causa es justa.

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