Puchi Lauría: el mando, la amistad y el último combate
- Roberto Arnaiz
- 13 jun
- 4 Min. de lectura
Actualizado: 12 jul
Conocí a Horacio Fernando Lauría, “Puchi” para todos, siendo muy joven, cuando todavía llevaba las hombreras de cadete y los sueños planchados con apuro. Él fue mi oficial instructor en el Colegio Militar de la Nación, pero no fue uno más. Fue aquel que marcó mi carrera, mi camino, mi forma de entender el uniforme y el mando. Su presencia no imponía miedo, sino respeto. No enseñaba con gritos, sino con ejemplo. Y eso —en la vida militar y en la otra— es un fuego que no se apaga nunca.
Después, tuve el privilegio y la fortuna de servir junto a él durante siete años. Primero, fui el jefe de la única compañía operacional del Batallón de Ingenieros 601 cuando él se desempeñaba como oficial de operaciones de la unidad. Luego, cuando fue designado jefe del Batallón de Ingenieros 1, tuvo el gesto que no se olvida: me pidió que lo acompañara como su oficial de operaciones. Y más tarde, fui su elegido para asumir el mando de la Compañía de Ingenieros Paracaidista 4, esa unidad única entre los zapadores, forjada para operar donde otros no llegan.
Más allá de los cargos y los destinos, compartíamos una misma visión del servicio, del riesgo, de la camaradería. Estábamos formados en el arma de ingenieros, prácticos, resolutivos, constructores bajo fuego. Y llevábamos también el alma de las tropas comando, aquellas que se internan en la profundidad del dispositivo enemigo para cumplir lo que parece imposible.
Con Puchi compartíamos algo más que destino: compartíamos el temple, y compartimos la vida.
Monte Kent: cuando la patria se lleva a cuestas
La madrugada del 29 de mayo de 1982, en plena Guerra de Malvinas, el frío era una lanza invisible que se colaba por el cuello y el alma. La Compañía Comando 602, armada con urgencia y formada por oficiales y suboficiales comandos de excelencia, había logrado arribar a las islas después de un vuelo incierto, casi abortado por una falla hidráulica. Pero el mayor Aldo Rico, jefe de la unidad, no dudó: no se volvían.
La orden era clara: establecer una base de patrulla en Monte Kent y operar detrás de las líneas enemigas. Silencio, sigilo, precisión. Pero la guerra rara vez responde a los planes. Los británicos los esperaban.
Ese día, el capitán Andrés Ferrero —íntimo de Lauría— lideró el avance inicial con parte del grupo. Lauría aguardaba la señal con linterna para seguir con su sección. Y cuando la luz titiló en medio de la noche, comenzaron a trepar.
Entonces, el infierno se desató.
Fuego cruzado desde tres posiciones. Bengalas. Órdenes en inglés. En cuestión de segundos, la patrulla entera estaba bajo una lluvia de plomo, entre rocas, barro y confusión. En ese caos, el sargento primero Raimundo Viltes fue alcanzado por un disparo en el talón, mientras disparaba rodilla en tierra.
—“¡Ayúdeme, ayúdeme!” —gritó.
Y Puchi, sin dudarlo, corrió hasta él. Lo arrastró a cubierto. Le preguntó si podía moverse. No podía. Lo cargó a la espalda y comenzó una retirada ciega, sin brújula, sin fusil, sin certeza de rumbo. Solo con la voluntad como guía. Durante catorce horas, entre bengalas enemigas, nieve y dolor, Lauría llevó a cuestas a Viltes, un hombre de 80 kilos, como quien lleva a cuestas a su patria.
Encontraron al sargento primero José Núñez, que ayudó a cruzar un río de piedras. Después, se refugiaron en una cueva, sin comida ni agua. Viltes apenas susurraba: “Agüita... agüita...”, y Lauría derretía nieve en un jarro para darle de beber. Le dio su ración. Le dio su abrigo. Le dio su fe.
En la segunda noche, cuando las fuerzas ya no alcanzaban ni para gatear, divisaron una patrulla. Puchi se preparó para disparar. Antes de apretar el gatillo, gritó:—¡Viva la Patria!
Y desde la oscuridad, como un milagro:
—¡Argentina!
Era una sección de comandos. No podían —ni querían— dejar atrás a los suyos. Cuando se supo que Lauría y Viltes no habían regresado, el teniente Anadón y el capitán médico Llanos tomaron dos motos y salieron en su búsqueda, sabiendo que los ingleses dominaban la zona, que los caminos eran un infierno de barro, piedra y fuego. No les importó. Eran comandos. Y un comando no se abandona.
Ese reencuentro fue más que un alivio: fue un acto de hermandad, de código no escrito. Habían vuelto. Estaban vivos. Y eso, en Malvinas, era una victoria.
La herida, la guerra y el después
Viltes fue evacuado. En el hospital lo recibió su hermano, también herido. No lo reconoció, cubierto de barro. “Hola hermano, vine para que me cures”, le dijo. Lo enyesaron y lo enviaron al buque Bahía Paraíso. Allí esperó una operación que le salvó la pierna, aunque años después, por dolores insoportables, pidió una amputación mayor. “Quiero volver a caminar. Y si puedo correr, mejor.”
Lauría volvió al frente. Participó en la emboscada en Dos Hermanas, en capturas de armamento enemigo, en la defensa de posiciones claves. Vio caer compañeros. Vio cruzar helicópteros enemigos sobre sus cabezas. Vio, en la noche del 14 de junio, cómo terminaba la guerra y comenzaba el silencio.
Como tantos, fue hecho prisionero, debió entregar su arma. Pero no la entregó: la desarmó pieza por pieza, y la dispersó. Como quien deja el cuerpo, pero no el alma.
Una pareja de combate no se abandona
Viltes murió el 11 de junio de 2025. A 43 años de aquella noche en Monte Kent, dio su último combate, contra una neumonía y un virus intrahospitalario. Se había retirado como suboficial mayor. Vivía en San Miguel de Tucumán. Tenía 82 años.
Lauría, el Puchi, no lo olvidó jamás. Porque los comandos no se eligen: se reconocen. Y cuando luchan juntos, quedan unidos por un hilo invisible que no corta ni el tiempo ni la muerte.
No hay parte oficial que lo explique. No hay medalla que lo nombre. Pero quienes conocen el barro, el plomo y la amistad verdadera, saben que no hay cosa más dura para un comando que despedirse de su pareja de combate.
Y Viltes lo acompañó al Puchi durante todos estos años. En el monte. En la memoria. En el corazón.
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