¿QUÉ ES LA MUERTE?
- Roberto Arnaiz
- 5 abr
- 2 Min. de lectura
La muerte no avisa. Un segundo estás, al siguiente no. No hay ceremonia, no hay trato. Solo el instante en que dejas de existir.
Nos enseñaron a ignorarla, a tratarla con delicadeza, como si al nombrarla la estuviéramos invitando. Pero ella no necesita invitaciones. Siempre está esperando. Nos entretienen con religiones, con dioses que prometen cielos, con filosofías que la disfrazan de tránsito, con mitologías que la convierten en un camino hacia otra existencia. Pero la verdad es simple y brutal: nadie ha vuelto para contarnos qué hay después.
Los filósofos han intentado definirla desde hace siglos. Platón la vio como el paso del alma al mundo de las ideas. Epicuro nos consoló diciendo que no deberíamos preocuparnos, porque cuando llega la muerte, nosotros ya no estamos. Schopenhauer la describió como el fin de un sufrimiento interminable. Heidegger nos recordó que somos "seres para la muerte", condenados a existir con la certeza de que un día dejaremos de hacerlo. Pero la muerte sigue ahí, intacta, indiferente a las teorías. No necesita que creas en ella. No le importa si la entiendes o la ignoras. Llega y punto.
Los emperadores levantaron pirámides para no ser olvidados, y hoy sus nombres son solo jeroglíficos que nadie entiende. Los dictadores llenaron el mundo con sus estatuas y sus propios pueblos las derribaron. Cada hombre que quiso ser inmortal acabó convertido en polvo. Cada imperio que desafió la eternidad terminó siendo estudiado por arqueólogos aburridos. Alejandro Magno, el hombre que conquistó medio mundo y lloró porque no quedaban más reinos por someter, murió en su cama con fiebre, impotente ante la única fuerza que no pudo vencer. Sócrates, el pensador que desafió a la ciudad de Atenas con su filosofía, terminó bebiendo la cicuta, dejándonos como último legado la pregunta de si la muerte es realmente un mal o simplemente un cambio de estado.
Morir no es solo dejar de respirar. Es convertirse en un nombre que apenas se pronuncia, en una foto descolorida en algún cajón, en un dato genealógico que ya nadie reconoce. Y después, nada. Ni siquiera eso. Solo la ausencia de haber existido. Hay muertes que cambian la historia: la ejecución de Jesucristo dio origen a una religión, el asesinato de Julio César marcó el fin de la República Romana, la muerte de un archiduque en Sarajevo desató una guerra mundial. Pero la mayoría de los seres humanos desaparecen en el anonimato, como hojas que caen sin dejar huella.
Aquí está la verdadera paradoja: sabemos que la muerte es la única certeza, y aun así vivimos como si fuéramos eternos. Planeamos, posponemos, ahorramos, discutimos por estupideces, como si tuviéramos todo el tiempo del mundo. Pero cada reloj que miramos no marca las horas que nos quedan, sino las que ya perdimos.
La muerte no nos pertenece. Es de los otros. Vemos morir a los demás, sentimos su ausencia, nos duele el vacío que dejan. Pero la nuestra, no la veremos. No la sentiremos. Solo sabrán de ella los que sigan vivos. Y un día, tampoco ellos estarán.
Entonces, ¿qué quedará?
Nada.
Ni nombres, ni historias, ni recuerdos. Solo el mismo silencio que existía antes de que llegáramos.
La muerte no es el final.
Es el principio de todo lo que ya no importa.

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