San Martín y la patria: mucho más que una bandera
- Roberto Arnaiz
- 6 ago
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Un amanecer en los Andes. El hielo cruje bajo las botas. Los hombres tiemblan, pero avanzan. No por un sueldo, no por una orden. Avanzan por una idea: la patria. No la que se grita. La que se sufre. La que se construye.
¿Qué es la patria? ¿Una bandera que flamea en los actos escolares? ¿Un himno que se canta sin entenderlo? ¿Un retrato en la pared del aula? San Martín soñó otra cosa. Soñó una patria que no se grita: se construye. No con mármol ni discursos, sino con gestos cotidianos, con renuncias, con ética. San Martín no hablaba de patria para la tribuna. La vivía con el cuerpo y con la conciencia.
Pero antes de seguir, conviene detenernos: ¿qué entendemos por patria? No es lo mismo que nación. La nación es una construcción jurídica y política: tiene Constitución, fronteras, instituciones. La patria, en cambio, es una construcción afectiva, moral y cultural: es la comunidad con la que elegimos comprometernos, aquello que sentimos como propio y por lo cual estamos dispuestos a luchar, cuidar, amar. La nación se administra; la patria se vive. San Martín soñaba con una que tuviera ambas: una nación libre y una patria viva.
Antes de él, la palabra patria era un eco confuso. Los pueblos estaban atomizados. Las provincias eran pequeños feudos. El Virreinato del Río de la Plata era más una entelequia que un proyecto. No había nación, ni identidad común, ni proyecto colectivo. Solo obediencia al rey, hambre en los pueblos, y desigualdad como costumbre. La patria como causa común estaba aún por nacer.
San Martín no pensaba en banderas bordadas ni en himnos. Pensaba en un continente libre. En una patria grande, unida por la dignidad, la justicia y la educación. Creía en una libertad que no terminara en los límites de un mapa. Su patria no era una finca que se hereda. Era una responsabilidad que se asume. Soñaba con una comunidad ilustrada, consciente, comprometida con la libertad y el bien común, no con los privilegios. Lo entendió como lo entienden los grandes: que la patria no se proclama en palabras, se manifiesta en actos.
No eran soldados: eran hombres con los pies helados y el estómago vacío, subiendo montañas que parecían infinitas. Y en la cima, la esperanza. Nadie peleaba por un sueldo. Peleaban por una patria que todavía no existía. Y San Martín los guiaba sin pedir estatuas. El cruce de los Andes no fue solo un acto militar. Fue un acto de fe. De locura lúcida. De liderazgo sin ego. Fue el símbolo máximo de una causa que exigía todo sin prometer nada a cambio.
Mientras en Tucumán se debatían formalismos, San Martín escribía desde Mendoza con urgencia: sin independencia, no hay legitimidad. Sin legitimidad, no hay liberación continental. La espada sola no alcanza: hace falta una declaración que rompa los lazos coloniales de una vez por todas. Necesitaba una base legal que justificara las campañas en Chile y Perú. Era un paso político tan necesario como el cruce de los Andes había sido militar. Lo entendió como un estratega, pero también como un hombre de principios: no se libera con palabras vacías.
Declarar la independencia fue apenas el primer paso. La patria necesitaba organización, leyes, ciudadanía, educación. Y mientras los políticos se trababan en disputas, él enviaba libros. Fundaba escuelas. Soñaba con un pueblo lector. Porque un pueblo que no lee, no decide. Y sin decisión, no hay soberanía. La organización nacional era, para él, tan urgente como la emancipación: no había patria sin ciudadanos. Félix Luna escribiría que “su proyecto no era solo militar: era moral”.
Cuando se encontró con Bolívar en Guayaquil, no fue para repartirse glorias. Fue para discutir el destino del continente. Y cuando entendió que el ego podía estorbar más que el enemigo, se retiró. No quiso ser un obstáculo. San Martín eligió la unión por encima del mando.
Se fue sin golpe de Estado, sin desfile, sin corona de laurel. Se fue como vivió: callado, incómodo en un mundo que aplaudía más fuerte al que hablaba más alto, no al que pensaba más hondo. Renunció al poder, a los títulos, a la gloria. “Mi sable no saldrá de la vaina para combatir a mis paisanos”, dijo. Y se retiró a Europa con tristeza. Porque la patria por la que luchó se desgarraba entre vanidades y miserias. Mientras otros escribían sus memorias, él callaba. Su silencio era más elocuente que mil discursos. Su retiro fue también una enseñanza.
San Martín vivió para una causa que no lo nombraba. No quiso poder. No fundó partidos. No buscó aplausos. No exigió monumentos. Donó su biblioteca, protegió la prensa libre, impulsó la educación. Su legado es la coherencia. Hizo lo que dijo. Y dijo poco. No dejó un manual: dejó un ejemplo. Vivió la patria como un deber ético, no como un trampolín político. Bartolomé Mitre, que lo admiró sin medida, escribió: “Fue más grande en la renuncia que en la victoria”.
Hoy lo vemos en retratos solemnes, en billetes, en estatuas ecuestres. Pero San Martín no vive ahí. Vive en el gesto silencioso de un maestro que enseña, en la ética de quien no negocia principios, en el que trabaja con dignidad aunque nadie lo vea. Su verdadera herencia está en cada gesto que antepone el bien común al interés propio. La patria no es un aplauso. Es una conducta. Y esa conducta es posible hoy.
La palabra patria se ha vuelto equívoca. Algunos la pronuncian solo en los mundiales. Otros la temen como si fuera sinónimo de autoritarismo. Pero la patria no es un eslogan. Es un vínculo. Un compromiso. Un pacto con el otro. Y duele. Duele cuando hay chicos que se van a dormir sin comer. Cuando la educación se degrada. Cuando la política se convierte en un ring. ¿Queremos una patria o solo un lugar donde vivir? ¿Estamos dispuestos a sacrificarnos por ella como él lo hizo? La pregunta queda abierta.
San Martín no soñaba una patria encerrada en aduanas. Soñaba una América unida, no por uniformes, sino por dignidad compartida. “Divididos seremos esclavos”, dijo. Y a veces parece que lo olvidamos. La patria grande sigue en deuda. Dividida por intereses, por desconfianza. ¿Tendremos el coraje de retomar ese sueño continental? ¿O seguiremos atrapados en nuestras pequeñas mezquindades?
San Martín no nos dejó instrucciones. Nos dejó valores. No nos dio un camino fácil. Nos dejó el más difícil: el del deber. Hoy no cruzamos cordilleras a caballo. Pero sí cargamos montañas de egoísmo, fragmentación, desconfianza. Y en medio de todo eso, él vuelve. En el que enseña. En el que no hace trampa. En el que sueña con quedarse y construir. Allí respira San Martín. Sin banda. Sin mármol. Con humildad.
Nos pregunta si entendimos. Nos recuerda que la patria no se hereda. Se elige, se construye. Cada día.
Por eso lo llamamos el Padre de la Patria. No solo porque liberó territorios, sino porque sembró una idea. Porque definió un modo de entender el país como un compromiso ético, una lucha por el bien común, una apuesta por la dignidad. Porque nos dejó más que una bandera: nos dejó un deber. Nos dio patria donde no la había. Conciencia donde no existía. Y nos legó la responsabilidad de sostenerla.
“Serás lo que debas ser, o no serás nada.”
Y no hablaba solo a los soldados. Nos hablaba a todos.
La patria comienza por uno.
Y por eso, amigos, más que aprender fechas o repetir nombres, lo fundamental es tener claro qué entendía San Martín por patria. No fue un territorio, ni una bandera, ni un gobierno. Fue un compromiso ético, una conducta diaria, una lucha silenciosa por el bien común.
Ese es el legado que nos dejó.
Y la verdadera pregunta no es qué hizo él por nosotros…sino qué hacemos nosotros hoy por esa patria que aún nos necesita.

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