top of page
  • Facebook
  • Instagram
Buscar

Antonio Berni y el Lado Invisible del Progreso


A los diez años, mientras otros chicos jugaban en la vereda, Antonio Berni ya tenía una obsesión: quería crear belleza con luz. Pidió que lo anotaran en un taller de vitrales. No pedía juguetes, pedía herramientas. No soñaba con ser jugador de fútbol, soñaba con colores, con formas, con la posibilidad de pintar lo que todavía nadie se animaba a mirar. Hijo de un sastre italiano y de una ama de casa argentina, creció en Rosario, esa ciudad que mezcla puerto, industria y nostalgia. Y desde ahí, desde el corazón popular del país, empezó a construir la obra más brutalmente humana del arte argentino.


Antonio Berni nació el 14 de mayo de 1905. Y no estamos hablando de un pintor de estatuas ni de vírgenes. Hablamos del tipo que, cuando todos miraban hacia París, él empezó a mirar hacia abajo: hacia los pies descalzos, hacia la ropa sucia, hacia la chatarra que quedaba después del progreso. Berni no sólo fue un artista: fue un testigo.


Expuso por primera vez a los 15. Tres años después, llegó a Buenos Aires. Tenía algo que la crítica no pudo ignorar: talento. Y también algo más incómodo: inquietud. Porque Berni no se quedaba quieto ni cuando lo elogiaban. Apenas pudo, se subió a un barco y cruzó el Atlántico. Pasó por Madrid, se instaló en París. Conoció a Magritte, a De Chirico, a Breton. Se metió de lleno en el surrealismo y aprendió el arte del collage. Pero algo no encajaba. El surrealismo era bello, era profundo, pero era demasiado... europeo. En sus entrañas, Berni sentía que la realidad que quería pintar no era la de los sueños, sino la de las pesadillas cotidianas de los suyos. Volvió a Rosario. Atrás quedaban los cafés vanguardistas, las galerías francesas, las tertulias entre surrealistas. Se encontró con un país empobrecido, con obreros desocupados, con un clima social de frustración y miedo. Y no volvió igual.


Era 1930. El mundo ardía. En Argentina, la democracia había sido volteada por un golpe militar. En Europa, se cocinaban el fascismo y el nazismo. En Wall Street se derrumbaba el mundo con un clic. Berni entendió que el arte no podía seguir colgado en salones ajenos a la angustia colectiva. Quiso “vivir con los ojos abiertos”. Y así abandonó los relojes derretidos y las vírgenes flotantes para mirar de frente el hambre, la desocupación, el miedo.


Llegó el “Nuevo Realismo”. Y con él, las primeras grandes obras: Desocupados y Manifestación. Pintaba con temple y con arpillera. Su paleta ya no era solo de colores: era de materiales que hablaban. Porque para retratar a los marginados no bastaba con óleo fino. Había que usar lo que ellos usaban: lo roto, lo reciclado, lo dejado por la ciudad que se ensanchaba y los expulsaba.


En esos años, Berni también colaboró con David Alfaro Siqueiros, el gigante del muralismo mexicano. Pintaron juntos Ejercicio Plástico, hoy resguardado en la Casa Rosada. De Siqueiros aprendió la monumentalidad, el poder del mural, el arte como grito social. Y también aprendió algo más profundo: que el arte debía ser peligroso. Porque si no molesta, no transforma.


Y entonces llegó el momento clave. La década del 50. El peronismo había puesto por primera vez al obrero en el centro de la escena política. Las ciudades crecían, pero también lo hacían las villas miserias. Y mientras la política comenzaba —a veces por conveniencia, otras por justicia— a mirar a los trabajadores, Berni ya los había pintado. Pero Berni no hacía propaganda. Pintaba lo que veía, incluso si eso incomodaba al poder. No usó la pobreza para halagar a ningún partido: la retrató con toda su crudeza, sin idealizarla, sin estetizarla. Ya había caminado entre ellos. Ya había juntado sus restos.


Así nació Juanito Laguna. No de un útero, sino de un baldío. No en una cuna, sino sobre un colchón húmedo. Un chico pobre. Un hijo del barro. Un nene que no pide limosna, que no suplica: exige. Que no baja la cabeza, que camina entre basurales como si fuera su reino. Berni lo armó como se arma una historia verdadera: con pedazos de todo. Latas, trapos, cartones, hierros. La crítica decía que eso no era arte. Que colgar basura era una provocación. Y lo era. Porque usó lo que Juanito hubiera encontrado en la calle: restos del capitalismo industrial, pedazos del descarte urbano. Cada elemento era parte del relato: la chapa oxidada como techo, la madera astillada como cama, el cartón como abrigo. Berni no quería representar la pobreza: quería que la pobreza hablara por sí sola.


Porque Berni les decía: ¿qué están viendo? ¿El collage o el chico? ¿El cartón o el país?

Juanito va a la ciudad, Juanito en la fábrica, Juanito en la calle. Cada cuadro era un capítulo. Un espejo sucio, pero espejo al fin. Con Juanito, Berni no solo retrató: narró. Y cuando ya nadie podía ignorar a Juanito, apareció ella: Ramona Montiel. La prostituta de barrio, la mujer vestida de lentejuelas tristes, el cuerpo convertido en recurso. Berni la había conocido antes, cuando fue fotógrafo de una investigación en prostíbulos junto a Puiggrós. No la juzgó. La miró. Y después la pintó.


Ramona es la otra cara de la miseria. La mujer que se viste para agradar, que se ríe sin alegría, que camina sobre tacos rotos en un mundo que la consume. Pero también es fuerte. Con cada cuadro, Ramona crece. Se empodera. Se transforma en crítica. En Ramona, el brillo artificial de la lentejuela se mezclaba con la melancolía de lo usado. Berni mezclaba lujo decadente con pobreza digna, como si en cada pincelada ella dijera: “mi historia también merece ser contada”. Berni no la salva. Le da voz.


En los años 60, expuso a Juanito y a Ramona en la galería Witcomb. Y ahí, donde antes había cuadros con marcos dorados y paisajes de estancias, colgó pedazos de vida. Los llamaron “basura”. Pero en 1962, Berni ganó el Gran Premio Internacional de Grabado en la Bienal de Venecia con obras de Juanito. El mundo, al fin, veía al chico de los márgenes como símbolo universal. Hoy, una de esas obras se subastó por 441 mil dólares en Sotheby’s. Pero el precio no importa. Lo que importa es el recorrido.


En los años 70, Berni fue a Nueva York. Se topó con el consumismo. Con el plástico. Con la felicidad en lata. Y también lo retrató. Cambió de estilo, abrazó el pop, se dejó seducir por el kitsch. Pero nunca se vendió. Su mirada seguía siendo la misma: la de quien no se traga el cuento.


Y mientras tanto, en su país, pintó Domingo en la chacra, donde está él mismo, su familia, su mundo íntimo. Una obra monumental que le llevó 24 años. Porque mientras mostraba el barro, también cuidaba la raíz.


En su casa de Bella Vista, fundó una galería para artistas jóvenes. La llamó como se llama todo lo que no necesita adorno: La casa de Antonio Berni. Allí expuso, enseñó, compartió.


Murió en 1981. Dijeron que fue un hueso de pollo. Después se habló de mala praxis. Pero lo importante es que dejó una obra que todavía respira. Que todavía duele. Que todavía grita. Que todavía nos mira desde el rincón donde nadie quiere mirar. Se cuenta que en una exposición, una señora le preguntó si Juanito era real. Él la miró con ojos cansados y le dijo: “Sí. Lo vi esta mañana, pateando una lata. No sé si era Juanito o su hijo”.


El arte debe sacudir la conciencia de la gente”, decía. Y eso hizo.


A 120 años de su nacimiento, Berni sigue colgado en las paredes del mundo. Pero lo importante es que sigue en el barro de los barrios. En cada niño que juega entre ruinas. En cada mujer que camina sola de noche. En cada trabajador que se levanta a las 5 para que otros puedan dormir.


Porque él no pintó a los poderosos. Pintó a los que tienen el poder de resistir.


Y eso, en tiempos donde todo se compra, se viraliza y se olvida, es el verdadero acto revolucionario: haber hecho arte con el alma de los que el mundo prefería no mirar.


Yo no hago pintura para colgar en comedores elegantes. Pinto para que la gente vea lo que no quiere ver.




 
 
 

Comments


¿Queres ser el primero en enterarte de los nuevos lanzamientos y promociones?

Serás el primero en enterarte de los lanzamientos

© 2025 Creado por Ignacio Arnaiz

bottom of page