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Chinas, milicas, cuarteleras… y heroínas


Este es un artículo sobre las mujeres en la frontera sur de la Argentina, entre los años 1878 y 1885, durante la llamada Conquista del Desierto.


En los libros, la patria se viste de uniforme. Marcha firme, saluda al sol y besa banderas. Pero en el desierto, la patria tenía faldas sucias, los pies agrietados, las manos curtidas y un niño colgado del pecho. Y lloraba en silencio mientras cebaba mate con agua tibia sacada de un charco. Nadie lo cuenta. Nadie lo escribe. Nadie lo enseña. Pero casi la mitad de las fuerzas en la frontera no usaban galones ni botas. Usaban polleras y coraje. Las fortineras. Las que sangraron sin parte de guerra. Las que murieron sin gloria. Las que hicieron patria sin saberlo y sin que nadie se lo agradeciera.


No era un puñado aislado de mujeres. No eran dos o tres valientes. Eran miles. Entre tres mil y cuatro mil, según lo que dejaron escrito algunos pocos que se animaron a mirar detrás del parte oficial. Jóvenes, casi todas, pobres, sin escuela, sin apellido. Caminaban detrás del Ejército Nacional mientras la línea de fortines se alargaba como una cicatriz en la piel de la Pampa. Seis mil hombres componían la tropa. Pero sin ellas, no duraban. No comían. No dormían. No volvían. Cocinaban, curaban, lavaban, cazaban. Hacían de centinela, de madre, de amante, de sombra. También peleaban. Con cuchillo, con sable, con la furia de quien no puede permitirse el lujo de morir.


Pero claro, no daban buena imagen. A la Iglesia le escocía el alma. A las damas de sociedad les dolía el decoro. A los generales les molestaba que una mujer boleara mejor que ellos. Entonces se las tapó. Se las borró. Se las arrojó al pozo oscuro del olvido. Roca sabía. Todos sabían. Pero nadie lo escribió. Porque a la historia le incomodan las mujeres con barro hasta la cintura y sangre en las manos.


Venían del fondo del país. Gauchas, negras, mestizas, indias. Algunas buscaban marido. Otras huían del hambre. Unas pocas ejercían el oficio más viejo del mundo. Pero cuando el desierto llamaba, todas valían lo mismo. Caminaban con ampollas, dormían sobre tierra dura, amamantaban bajo las balas. Lavaban ropa podrida. Cuidaban la caballada como si fueran sus hijos. Se jugaban el pellejo sin salario, sin grado, sin ración. Y si morían, eran enterradas sin cruz, sin nombre, sin historia.


Los fortines eran jaulas de madera podrida, no más de una hectárea, en medio del silencio. Un pedazo de tierra seca cercado por estacas. Dentro, ranchos de barro, perros flacos, harapos colgados, gritos de niños. No había intimidad. No había agua. No había dios. Algunas llevaban apodos de leyenda: la “Siete Ojos”, “Botón Patria”, “Pocas Pilchas”, “La Pasto Verde”.


Una de ellas era conocida como La Pastelera. Nadie recuerda su nombre real. Nadie. Pero en más de un regimiento se hablaba de ella como se habla de una leyenda malcriada. Se decía que era capaz de cocinar pasteles con lo que hubiera: grasa de ñandú, harina robada de la ración militar o el aire caliente del desierto. Tenía el carácter de una mula salvaje y la lengua más afilada que un sable. Una vez, cuando no había agua y los hombres mascaban polvo, dijo: “Si no hay nada, cazo un ñandú y lo hiervo con tierra”. Y lo hizo. Era dura. Astuta. Querida y temida. Curaba con yuyos, con insultos y con la misma toalla que usaba para espantar a los mosquitos. Apareció en un parte diario porque se trenzó en una pelea con Pocas Pilchas durante un baile. El oficial a cargo no supo qué hacer: ni podía sancionarlas ni podía echarlas. Sin ellas, el campamento se caía a pedazos. Así eran. Así vivían.


Los bailes eran la única fiesta. Un fogón, una guitarra, una caña áspera. Todas debían asistir. Se perfumaban con sudor. Se peleaban por un hombre o por celos, y luego seguían bailando con el ojo hinchado y la cicatriz fresca. Eran la carne, la risa, la ternura, la furia. Sin ellas, la campaña se habría podrido en su propio hastío. Sin ellas, la patria no se habría extendido ni un metro.


Cuando se tocaba el Himno, ellas estaban ahí. Bailando bajo la noche, con las cicatrices brillando como medallas. El comandante gritaba “¡Viva la Patria!” y ellas respondían desde las tripas. Porque sabían que nadie iba a escribir su nombre. Y así fue. Terminó la campaña. Terminó el indio. Terminó la guerra. Pero no el olvido. El Ejército se olvidó de ellas. La patria las borró. Si había suerte, les daban una parcela en medio de la nada. Muchas se quedaron. Fundaron pueblos. Parieron hijos criollos. Murieron sin monumento. Y nadie volvió a hablar de ellas.


Las llamaron “chusma”, “cuarteleras”, “milicas”. Las despreciaron desde los balcones con encaje. Pero sus hombres las lloraban en silencio. Fueron incluidas en las órdenes internas, pero jamás en los partes de guerra. Porque no eran vírgenes. Porque no eran santas. Porque no quedaban bien en los libros escolares.


Y sin embargo, sin esas mujeres, Roca no habría avanzado. Los fortines no habrían resistido. El mapa no se habría dibujado. Esa es la verdad que duele. La que no entra en bronce. La que no se enseña.


Hoy hay ciudades donde antes hubo un fortín. Y en cada una de ellas, vive el eco de una fortinera. La nieta de la nieta de la mujer que peleó sin sueldo, que parió entre pólvora, que bailó entre la muerte. Alguna vieja, en algún rancho con piso de tierra, aún recuerda que su abuela fue una de ellas. Y uno se pregunta: ¿cuánto le debe este país a esas mujeres sin nombre?


Mucho. Todo.


Pero la historia las olvidó. Y eso, aunque duela, no se puede seguir perdonando.


Quiero agradecer al Comandante “Espuela” de GNA por la información proporcionada para realizar este artículo




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