Colimbas en Malvinas: juventud, coraje y fuego
- Roberto Arnaiz
- hace 14 horas
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Tenían entre 18 y 20 años. Eran los colimbas: esos jóvenes que meses antes jugaban en una plaza o compartían una cerveza con amigos, y que de pronto se encontraron empuñando un fusil, custodiando una trinchera, soportando el frío polar de la intemperie. Pero su juventud no implicaba ignorancia: lo aprendido durante meses de instrucción se volvió carne en combate. Habían sido entrenados con rigor. Sabían manejar un FAL, una ametralladora MAG, un cañón antiaéreo de 20 mm. Habían sido instruidos en tácticas de combate, tiro, supervivencia, disciplina. Eran jóvenes, pero no inexpertos.
No eran comandos, pero muchos actuaron con una precisión que sorprendió a propios y extraños. En los cerros de Longdon, Tumbledown o Wireless Ridge, sostuvieron sus posiciones bajo fuego cruzado. Algunos se turnaban para calcular el tiro de un mortero, ajustando el ángulo y la distancia bajo fuego enemigo, como si lo hubieran hecho toda la vida. Otros disparaban desde pozos de zorro sin moverse ni un milímetro, incluso cuando el suelo temblaba bajo la artillería enemiga. Hubo conscriptos que cubrieron la retirada de sus compañeros, que corrieron entre explosiones para alcanzar municiones, que se ofrecieron voluntarios para tareas imposibles. Su accionar fue valiente, decidido, ejemplar.
Se enfrentaron a un enemigo mejor equipado, con visión nocturna, apoyo naval y experiencia en múltiples teatros de guerra. Pero lejos de acobardarse, los soldados argentinos opusieron resistencia con lo que tenían: coraje, ingenio, determinación. Soldados rasos que, sin haber pisado antes un campo de batalla, combatieron con la convicción de quienes saben que defienden algo más que una orden: defendían su suelo, su gente, su bandera.
Muchos oficiales reconocieron su entrega. El entonces teniente primero Esteban relató cómo sus hombres no titubeaban al enfrentar al enemigo. El subteniente Gómez Centurión destacó que, en medio del combate, los colimbas reaccionaban con temple y obediencia bajo fuego. No era la imagen del recluta confundido que algunos quisieron instalar: era la del ciudadano convertido en defensor.
El caso del soldado conscripto Oscar Ismael Poltronieri, del Regimiento de Infantería Mecanizada 6, es un emblema. Se quedó solo con su ametralladora para cubrir la retirada de su sección bajo fuego enemigo. No se movió. Sostuvo el fuego hasta el final. Le concedieron la Cruz "La Nación Argentina al Heroico Valor en Combate", la más alta distinción militar del país.
Otro ejemplo de coraje colectivo fue el de los soldados del subteniente Reyes, del Regimiento de Infantería 25, quienes enfrentaron el desembarco inglés en San Carlos. A pesar de estar en inferioridad numérica y de fuego, resistieron con fuego nutrido y disciplina. Su accionar desorganizó temporalmente el avance británico, ganando tiempo y demostrando que la voluntad puede frenar incluso a un ejército profesional.
Y también está el caso del soldado conscripto Juan Domingo Horisberger, del Regimiento de Infantería Mecanizada 6. Participó en el combate de Monte Tumbledown la noche del 13 de junio de 1982. Formaba parte de la 3° sección de la Compañía de Infantería B “Piribebuy”, bajo el mando del entonces subteniente Esteban Vilgré Lamadrid. Durante la batalla, enfrentaron el avance británico con fuego sostenido. Horisberger manejaba una ametralladora hasta que fue alcanzado por un proyectil mientras intentaba repararla. Su cuerpo fue hallado en 1983 y durante años ocupó una tumba sin nombre en el cementerio de Darwin, hasta ser identificado en 2017. Hoy descansa con honor. Su sacrificio permitió el repliegue de sus compañeros. Peleó con decisión y cayó cumpliendo su deber. Un conscripto que se convirtió en héroe.
También debemos recordar al conscripto Vicente “Tito” Bruno, del Regimiento de Infantería 7, apuntador de MAG en la sección del subteniente Valdini. Participó activamente en combates cuerpo a cuerpo, disparando su ametralladora con precisión, incluso cuando el fuego enemigo parecía no dar tregua. Su temple y firmeza lo convirtieron en uno de los pilares de resistencia en su sector. Bruno, como tantos otros, dejó testimonio de lo que significa el valor silencioso y sostenido en la línea de fuego.
La solidaridad entre ellos fue otra forma de resistencia. Compartían la última ración de comida, el único cigarrillo seco, el abrigo que faltaba. Se turnaban para dormir abrazados, para no morir congelados. No se abandonaban. La guerra los hizo hermanos. Y ese vínculo invisible fue, muchas veces, lo que los mantuvo en pie. En las noches heladas, el aliento se volvía niebla y los dedos se agarrotaban sobre el fusil. Pero ahí estaban, quietos, esperando, listos.
No todos fueron héroes, pero ninguno fue cobarde. Algunos cayeron en combate, otros volvieron con el alma herida. Pero todos cumplieron. Más de 300 conscriptos murieron en Malvinas. Murieron cumpliendo órdenes. Murieron defendiéndose. Murieron luchando. No se rindieron. No desertaron. En cualquier ejército del mundo, eso se llama honor.
Durante años, su memoria quedó enterrada entre prejuicios y silencios. La palabra 'colimba' fue sinónimo de ingenuidad. Pero hoy la historia comienza a reparar esa injusticia, reconociendo en ellos no a chicos empujados a la guerra, sino a soldados que supieron responder cuando más se los necesitó.
Porque esos jóvenes no solo estuvieron ahí: resistieron, combatieron, soportaron, sobrevivieron. Y mientras haya una trinchera en la memoria nacional, ellos seguirán siendo parte del frente. Porque si la patria alguna vez volvió a flamear entre la niebla, fue porque hubo jóvenes que no dudaron en abrazar el deber como destino.
No eran nenitos. No eran pibes. Eran soldados. Y escribieron con barro, fuego y sangre una de las páginas más conmovedoras de la historia argentina.
Recordarlos no es una obligación: es una forma de seguir luchando por lo que defendieron.

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