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Comechingones: Mujeres de piedra, monte y luna

Actualizado: 11 jul

 

En las sierras de Córdoba, donde el sol rasga los filos de piedra y la luna se posa como testigo antiguo sobre los montes, floreció la cultura comechingona. A diferencia de otros pueblos nómades, los comechingones eran sedentarios: vivían en casas semisubterráneas que protegían del frío y del viento serrano. Organizaban sus poblados en comunidades donde el trabajo era colectivo, la tierra se compartía y la vida giraba en torno al ciclo agrícola y ritual.


Habitaban los valles y quebradas de lo que hoy conocemos como Córdoba y San Luis, con una presencia milenaria que se remonta —según evidencias arqueológicas de Ongamira, Cerro Colorado y otros sitios— a más de 1.500 años antes de la llegada de los conquistadores. Los estudios del Instituto de Arqueología de Córdoba han documentado tumbas colectivas con ajuares funerarios, lo que indica una cosmovisión profundamente espiritual y comunitaria sobre la muerte y el más allá. Enterraban a sus muertos en posición fetal, rodeados de objetos de uso cotidiano, como si acompañaran al alma en su viaje de retorno a la madre tierra.


Las mujeres ocupaban un lugar vital: cultivaban maíz, papa, zapallo, poroto y quinoa en terrazas de cultivo que seguían el relieve serrano. Criaban animales como llamas y guanacos, recolectaban frutos del monte, como el chañar, el molle o el algarrobo, y elaboraban harinas, infusiones y bebidas fermentadas. También se alimentaban de carne de caza (ñandúes, ciervos, vizcachas) y pescado en zonas fluviales, completando una dieta variada y adaptada al medio.


No eran una sociedad estrictamente patriarcal. Aunque la figura del jefe o curaca era masculina, la autoridad moral y espiritual recaía muchas veces en las mujeres mayores del clan. Las crónicas coloniales, pese a su mirada sesgada, reconocen la fuerte presencia femenina en las ceremonias religiosas y en la toma de decisiones comunitarias. Las ancianas eran guardianas del saber, intérpretes de los sueños, curanderas, parteras, tejedoras de símbolos. La educación era oral y cotidiana: las mujeres transmitían conocimientos sobre las plantas medicinales, los astros, el agua y los tiempos del alma.


Las casas, semienterradas en la tierra, eran refugios térmicos inteligentes. Sus techos de ramas, barro y cuero ofrecían protección y armonía con el paisaje. Las familias vivían agrupadas, y la crianza de los niños era una tarea compartida, con educación basada en la observación, la experiencia y la palabra de los mayores. Las mujeres enseñaban a través del ejemplo, transmitiendo saberes sobre el monte, el tiempo y el alma.


La espiritualidad comechingona era panteísta: rendían culto a la Luna, a las montañas y a los ríos. Las piedras grandes eran consideradas sagradas, marcadas muchas veces con grabados y pinturas rupestres que contaban historias o representaban seres tutelares. Algunos investigadores como Ana María Lorandi y Carlos Martínez Sarasola han estudiado la simbología de estos petroglifos y su función espiritual. Se realizaban ofrendas, danzas y ayunos en momentos clave del año, como el solsticio o el inicio de las lluvias.


El parto era un acto comunitario: las mujeres se rodeaban de otras que asistían con cantos, masajes, rezos y saberes transmitidos de generación en generación. Las enfermedades se trataban con hierbas del monte, baños rituales, ayunos y cantos de sanación. Se sabe que algunas curanderas eran reconocidas en varios valles, lo que sugiere un prestigio regional.


El idioma comechingón se ha perdido, pero algunos antropólogos como Salvador Canals Frau encontraron en antiguos documentos palabras que podrían vincularse con otras lenguas originarias, como el kakán o el quechua, lo que sugiere lazos culturales e intercambios anteriores a la conquista.


En los relatos recogidos por cronistas y viajeros coloniales, se menciona la figura de una mujer sabia a la que llamaban "La de los ojos de luna", que sanaba a los niños con miel silvestre, rezos y cantos nocturnos. Aunque su nombre se perdió en el tiempo, su historia aún habita la memoria oral de algunas comunidades serranas.


Sus vínculos con los sanavirones eran frecuentes. Los sanavirones fueron un pueblo originario vecino, que habitó principalmente el norte y este de Córdoba, cerca de los ríos Dulce y Xanaes. Aunque hablaban una lengua distinta, compartían técnicas agrícolas, cerámicas y una visión del mundo donde el monte era refugio, templo y maestro. Se cree que mantenían relaciones de intercambio cultural y que, al igual que los comechingones, practicaban una espiritualidad basada en la naturaleza y los ciclos cósmicos.


Hoy, los descendientes de los comechingones mantienen viva esa raíz, en escuelas bilingües, en ceremonias al solsticio, en el eco de una lengua que resiste entre cerros. Porque cuando el monte calla, es la voz de esas mujeres la que aún canta en el viento serrano, en la piedra tibia al sol y en la luna que ilumina las casas que ya no están… pero que aún habitan nuestra memoria.


Como escribió Carlos Martínez Sarasola: “Sin las mujeres, no hay memoria indígena. Porque la tierra habla en femenino, y ellas siempre supieron escucharla”.


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