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Cicerón, Plutarco y el General de la Libertad


Un hombre se conoce por sus batallas, pero se explica por sus libros. En el arcón de San Martín, ese que lo acompañó por los Andes, por Lima y hasta por el exilio en Boulogne-sur-Mer, había soldados de papel más fieles que muchos oficiales de carne y hueso. Entre ellos, dos centinelas antiguos: las Cartas de Cicerón y las Vidas Paralelas de Plutarco.


Ya lo vimos: de Homero aprendió que la gloria se compra con sacrificio y sangre; de Cervantes, que la dignidad está en seguir soñando aunque el mundo se burle. Ahora, con Cicerón y Plutarco, San Martín completaba la cuadriga: la política, la virtud, la fragilidad del poder.


Las Cartas de Cicerón son un espejo sin maquillaje. No hay héroe allí, hay un hombre cansado, atrapado en la cloaca de Roma, mientras César, Pompeyo y Marco Antonio se reparten la República como hienas sobre un cadáver. La tinta de Cicerón huele a derrota. Le escribe a su amigo Ático con la desesperación de quien sabe que la palabra no basta: “Prefiero equivocarme con Platón que acertar con los vulgares.”


San Martín debió subrayar esa frase en alguna noche de Boulogne, mientras afuera llovía y su patria ardía en facciones. ¿Qué otra cosa podía hacer un hombre honrado en medio de la podredumbre? Él también eligió equivocarse con la virtud antes que acertar con la miseria política. Por eso dejó el Protectorado del Perú, por eso se negó a pelear por un trono, por eso se exilió: no quería ser un vulgar más en el banquete de los lobos.


Cicerón fue asesinado y su cabeza exhibida en el foro. San Martín murió en silencio, lejos de su tierra. La política devora. La virtud sobrevive.


Si Cicerón le mostraba el pantano, Plutarco le ofrecía la cima. En las Vidas Paralelas, Alejandro se mide con César, Licurgo con Numa, Arístides con Catón. No son biografías, son espejos morales. Plutarco lo dice claro: “Nada es más difícil que gobernarse a uno mismo.”


San Martín, que debía gobernar ejércitos, provincias y hasta sus propios demonios, entendió esa sentencia como si se la hubieran escrito a él. De Alejandro Magno aprendió la audacia de lo imposible; de César, la disciplina férrea; de Licurgo, que una patria sin educación es un ejército sin armas; de Arístides, que la justicia es más fuerte que la espada.


Y así actuó: organizando un ejército de harapientos como si fueran hoplitas espartanos, educando a sus soldados en la moral antes que en el fusil, renunciando a la gloria personal porque sabía que el ejemplo vale más que la estatua. ¿No es eso acaso lo que diferencia a un jefe de un caudillo? ¿No es allí donde se mide la verdadera estatura de un hombre?


Imaginemos la escena. Boulogne-sur-Mer, invierno. La lámpara apenas ilumina la mesa. Mercedes, su hija, le acerca una taza de té. La tos seca del viejo general corta el silencio. Sus manos gastadas pasan las páginas de Plutarco. Afuera, Francia vive su rutina burguesa; adentro, un hombre que había cruzado los Andes repasa en silencio la caída de la República romana.


Allí, en la soledad, debió sentirse más cerca de Cicerón que de cualquier compatriota. Como el orador romano, había defendido la “res publica” —la cosa pública, la patria— y había terminado marginado, incomprendido. Y como los héroes de Plutarco, sabía que su vida sería juzgada no por el presente, sino por la posteridad.


¿Quién lo acompañaba entonces? No los políticos del Río de la Plata. No los generales que lo acusaban de traidor. Lo acompañaban los muertos ilustres que seguían hablando desde las páginas de su biblioteca. Cicerón le susurraba: “La gloria se pierde en un instante, la virtud nunca.” Y Plutarco lo miraba desde el espejo: “Un hombre es lo que hace con su destino.”


Cicerón y Plutarco enseñan cosas opuestas y complementarias. Cicerón le mostró que la virtud en política no asegura victorias. Que la corrupción, la envidia y las facciones pueden destruir hasta la república más gloriosa. Plutarco le recordó que los hombres pasan, pero el ejemplo queda. Que un líder debe pensar menos en el poder que en la huella moral que deja.

San Martín hizo de esa tensión su brújula. Luchó como Plutarco quería: con grandeza, con visión de posteridad. Se retiró como Cicerón había advertido: antes de que la política lo devorara.


Por eso renunció en Lima, por eso se apartó en Guayaquil, por eso se negó a regresar a un Río de la Plata dividido. Eligió la coherencia antes que el poder, el silencio antes que la traición a sus principios.


¿Exageramos al decir que San Martín se veía reflejado en esos viejos textos? No. Pensemos: cuando le negó a Pueyrredón un “reino del Río de la Plata” para coronarlo, actuó como Arístides, defendiendo la justicia sobre la ambición. Cuando marchó sobre los Andes, imitó la audacia de Alejandro, cruzando lo imposible. Cuando renunció en el Perú, repitió el gesto de Cicerón: preferir la dignidad de la derrota antes que la victoria en la cloaca.


San Martín no copiaba: dialogaba con los muertos. Era consciente de que la historia no es un decorado, sino un tribunal. Y sabía que algún día él también estaría en el banquillo, esperando el veredicto de la posteridad. Y la pregunta flota: ¿no seguimos hoy caminando sobre ese mismo pantano?


En sus últimos años, San Martín se parecía cada vez más al Cicerón epistolar. No al héroe de los discursos, sino al hombre cansado que escribe desde la intemperie política. Sus cartas desde Boulogne a sus amigos en América son testimonio de esa resignación digna.


Cicerón había escrito: “La gloria se pierde en un instante, la virtud nunca.” San Martín lo encarnó: perdió el poder, pero su virtud lo acompañó hasta la muerte.


San Martín murió en 1850, en una cama modesta, con su hija Mercedes a su lado y su biblioteca como única guardia de honor. Los gobiernos lo habían olvidado, los bandos lo habían desterrado de la memoria inmediata. Pero él sabía algo que había aprendido en esas páginas gastadas: la posteridad es más justa que el presente.


De Homero había tomado la certeza de que la gloria exige dolor. De Cervantes, que la grandeza consiste en luchar contra molinos aunque te llamen loco. De Cicerón, que la política es un pantano que devora, y de Plutarco, que la virtud es la única herencia que no se pudre.


San Martín no murió solo. Murió rodeado de sus generales invisibles: Homero, Cervantes, Cicerón y Plutarco. Los verdaderos centinelas de su memoria. Y entonces la pregunta queda flotand: ¿qué sería de nosotros sin esos muertos que aún nos enseñan a vivir? ¿Con quién contamos hoy, en medio de nuestra propia cloaca política?


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