Defenderlas con la vida: la historia de las banderas que regresaron de Malvinas.
- Roberto Arnaiz
- hace 1 día
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Nos conocimos de jóvenes, cuando apenas teníamos sueños, mochilas al hombro y una decisión tomada: ingresar al Colegio Militar. Allí fue donde conocí a Leandro Villegas, zapador, y a Abel Aguiar, infante. La vida nos cruzó en una esquina de la historia argentina, y desde aquel entonces no dejamos de caminar juntos. Compartimos la instrucción, el mate cocido de madrugada, los silencios antes de cada salto, las lágrimas por los que no volvieron y las sonrisas por los que sí. Y también la guerra.
Con Leandro compartí desde el primer día cada paso de la carrera militar. Éramos más que camaradas: hermanos de barro, de juramento y de patria. Entrenamientos exigentes, cursos de comandos y buceo, ascensos, marchas eternas, charlas de madrugada. Nuestras familias crecieron entrelazadas. Por eso, esta historia también es la mía. Porque cuando ellos protegieron la insignia nacional, lo hicimos todos los que alguna vez juramos defenderla.
En aquellos años de cadete, mi familia vivía en Comodoro Rivadavia. Muchos fines de semana la madre de Leandro, Luisa, me recibía como a un hijo. Me abría la puerta, me ofrecía un plato caliente, me cuidaba… incluso me hacía estudiar. Ese calor de hogar, esa generosidad sencilla, fueron para mí un refugio en medio de los rigores del servicio y de la soledad de tener a mi familia tan lejos.
A Abel lo conocí un poco más tarde, cuando la vida —que sabe unir a quienes comparten los mismos valores— nos cruzó en el mismo destino. En él descubrí una bondad inmensa y una voluntad inquebrantable. Se exigía más que nadie, cada día, en silencio. Quería ser mejor soldado, y sobre todo, mejor persona.
Por eso, cuando hablo de Leandro y de Abel, no hablo de camaradas: hablo de hermanos. Hermanos del alma, del servicio, de la historia.
En 1982, cuando se izó la celeste y blanca en Malvinas, no fue un acto ceremonial. Fue la resurrección de un juramento que venía desde 1812, cuando Manuel Belgrano enarboló por primera vez esos colores. Aquellos soldados, muchos de apenas 18 años, juraron allí mismo —con las botas aún húmedas por el desembarco— que la defenderían hasta morir. Y lo hicieron. Algunos, hasta las últimas consecuencias. Otros, como mis hermanos Aguiar y Villegas, arriesgaron la vida para que ese símbolo no fuera tocado por manos extranjeras.
Abel Aguiar, entonces subteniente y abanderado del Regimiento de Infantería 25, fue testigo de la jura de los soldados clase 63 en la casa del gobernador británico, donde se izó por primera vez la bandera argentina. La driza se trabó, y otro subteniente, Oscar Roberto Reyes, tuvo que treparse al mástil. Era 1982 y pensaban que ese izamiento era para siempre. “Jamás imaginamos lo que ocurrió después”, dice Abel. Y no lo imaginó ninguno.
Tras el bombardeo del 1º de mayo, Abel decidió, junto al jefe del regimiento, proteger la enseña de guerra. Sabían que no podía caer en manos enemigas. “Pero tampoco teníamos previsto perder”, dice. Esa frase resume una valentía sin estridencias.
Con igual determinación, Leandro Villegas —entonces subteniente de la Compañía de Ingenieros 9 en Puerto Argentino— fue quien se encargó de preservar su estandarte. Cuando su jefe le ordenó destruirlo, Leandro tuvo una idea: esconderlo. Lo colocó sobre su ropa interior como si fuera un chiripá. Pasó tres cacheos británicos. En el último, el mayor Minorini Lima notó su nerviosismo. Le dijo: "Subteniente, entrégueme la bandera". Se la entregó a un mayor inglés, que respondió como caballero: prometió devolverla. Y lo hicieron. Esa bandera volvió con nosotros, como las cicatrices.
No fueron los únicos. Como ecos de una misma lealtad, otras manos también ocultaron la patria en sus cuerpos. El teniente primero Julián Lamas trajo en su ropa el escudo nacional, los soles dorados y la moharra. El capellán José Vicente Martínez Torrens escondió entre sus pertenencias el emblema del Regimiento 4. El capitán Marcelo Giglio descosió su campera para guardar los paños, y luego la cosió como pudo.
No lo hicieron por medallas ni por aplausos. Lo hicieron porque entendieron que si caía la bandera, caía algo más que un símbolo. Caía una promesa, una identidad, una historia. Lo hicieron por ese emblema que se vuelve parte del cuerpo cuando uno está lejos, con el viento del sur en la cara y el corazón lleno de miedo.
Hoy esas enseñas están en museos, tras vitrinas de cristal, bajo luces tenues y placas de bronce. Pero antes, estuvieron entre ropas sucias, envueltas en plástico, cosidas a contramano del miedo, escondidas en bolsas de munición. Fueron enterradas, salvadas del fuego, rescatadas de la derrota. Son testimonios vivos de una lealtad que no se negocia.
Nosotros, que compartimos la guerra y la paz, sabemos lo que significan. Porque seguimos siendo aquellos cadetes que juramos defenderlas con la vida. Hoy, cuando nos reencontramos en actos, en asados o en los cumpleaños de nuestros nietos, nos miramos y sabemos: hay cosas que no hace falta decirlas. Basta con mirar una bandera ondeando.
Y cada 2 de abril, cada 20 de junio, volvemos a abrazarnos. No importa si estamos en Sarmiento, en Comodoro o en Buenos Aires. Nos unimos como entonces. Porque hay algo que está por encima del tiempo y de las palabras. Algo que huele a trinchera, a tierra mojada, a madera quemada. Algo que tiene los colores de nuestra bandera y los nombres de nuestros caídos.
Por eso escribo esto. Porque Aguiar y Villegas son mis hermanos. Porque fueron soldados que en medio de la tormenta salvaron lo que muchos hubieran dejado atrás. Porque su gesto fue un acto de amor a la patria. Porque esas banderas volvieron gracias a ellos. Porque si alguna vez alguien pregunta qué es el honor, le mostraré esta historia.
Y le diré: el honor es eso. Es esconder una bandera cuando todo se derrumba. Es no entregarla, ni siquiera cuando la guerra ya está perdida. Es mantener la promesa, aunque duela, aunque cueste, aunque nadie lo vea. Es volver con la insignia entre las manos y con la patria en el pecho.
Es mirar a tus hijos a los ojos y saber que cumpliste. Es, simplemente, ser soldado argentino. Y saber que una bandera, cuando vuelve con vida, lleva en sus pliegues todas las almas que no pudieron regresar.
Bibliografía
Defenderlas con la vida: la historia de las banderas que regresaron de Malvinas, Infobae, 20 de junio de 2020.

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