El Gaucho Rivero: crónica de un facón en llamas
- Roberto Arnaiz
- 1 abr
- 4 Min. de lectura
Si usted piensa que la historia la hacen los hombres con galera y pañuelo blanco, con estatuas en la plaza y nombre de avenida, váyase preparando para conocer a uno que no calza en ningún mármol. Antonio Rivero —el Gaucho Rivero, como lo llamaron después, cuando la historia ya no pudo esconderlo más— no tenía más patria que su hambre, ni más escudo que el cuero del poncho. Era un peón del sur, un desclasado, un alma nacida en la intemperie. Uno de esos tipos que la Historia —con H mayúscula y dedos ingleses— prefiere callar.
De su nacimiento se sabe poco, como se sabe poco de los que no dejan herencias ni bibliotecas. Que si en Entre Ríos, que si en Buenos Aires, que si era marinero prófugo o gaucho a secas. Da igual. Lo cierto es que en 1829 se embarcó hacia las islas Malvinas con Luis Vernet, gobernador argentino que había montado allá una colonia de trabajo. Rivero era uno más entre los que no figuran: peones, criollos, charrúas, todos con la piel curtida y los huesos contados. Amansaba vacas, esquilaba ovejas y dormía con un ojo abierto. Vivía en silencio. Pero en el fondo de sus ojos dormía algo torcido. Algo que, un día, despertó.
El 3 de enero de 1833, la corbeta HMS Clio apareció en Puerto Luis como quien entra al rancho ajeno. Saludó, desalojó al personal argentino y se fue. Sin dejar autoridad ni ley, solo a unos empleados ingleses y criollos con delirios de capataz de estancia. William Dickson. Matthew Brisbane. Juan Simón. Nombres que sonaban como sentencia. Con ellos llegaron las órdenes: vales sin valor en vez de sueldo, carne prohibida, jornadas que no terminaban nunca. La miseria firmada con tinta extranjera.
Y Rivero, que no sabía de política pero sí de hambre, empezó a hacer cuentas. No las del banco. Las del honor. ¿Cuánto vale una vida cuando ya no queda nada que perder?
Fue el 26 de agosto de 1833 cuando estalló la olla. Ocho hombres: Rivero, dos gauchos más y cinco charrúas. No hicieron asambleas. No levantaron pancartas. Se armaron con lo que había. Facones, pistolas viejas, un par de machetes. Uno por uno, fueron cayendo Dickson, Brisbane, Simón, Ventura Pasos y el alemán Vehingar. Sin discursos. Sin épica. A cuchillo limpio y a traición, como se pelea cuando te roban la dignidad. Los gauchos no jugaban limpio. Jugaban a ganar. Porque el que no tiene poder no puede darse el lujo de ser caballero.
Tomaron la comandancia. A secas. Sin firma ni bandera. Durante cinco meses, no flameó el pabellón británico. Algunos dicen que izaron la celeste y blanca. Otros que no. ¿Y qué importa? Flameaba la rebeldía. Flameaba ese gesto que dice “basta” con los dientes apretados.
Los colonos que quedaron se rajaron a la isla Celebroña. Ahí esperaron, ateridos, a que el imperio hiciera lo que siempre hace: volver con fusiles, cornetas y la ley en inglés.
Y sí, el imperio volvió. Siempre vuelven. El 9 de enero de 1834, la goleta Hopeful y el HMS Challenger desembarcaron en Puerto Luis con treinta soldados. Y como en toda historia, siempre hay uno que canta. José María Luna se entregó y vendió a sus compañeros por un poco de aire. Rivero resistió. No por la patria. Por terquedad. Por orgullo. Por no agachar la cabeza. Fue el último. El 18 de marzo, rodeado de fusileros, con todos los suyos presos, bajó el cuchillo. No pidió perdón. No explicó. Se entregó. Así nomás. Parado.
Los ingleses lo miraron como quien encuentra un bicho raro. Lo embarcaron en el HMS Beagle —sí, el mismo donde Darwin estudiaba a los monos— y lo mandaron a pasear. Montevideo. Inglaterra. Lo metieron en una celda. No sabían si colgarlo, juzgarlo o ignorarlo. Al final, un tribunal británico se declaró incompetente. Lo soltaron. Como se suelta una piedra en un charco.
Después, el silencio. Algunos dicen que murió en la batalla de la Vuelta de Obligado, en 1845, peleando por Rosas. Otros que se murió solo, como todos los que no tienen estatua. ¿Y qué más da?
Porque Rivero no tenía ONG, ni asesor, ni influencer. Tenía un facón y la certeza de que el mundo era una estafa con nombre extranjero. Era hambre con botas, bronca con sombrero. ¿Fue un asesino con olor a bosta de caballo? ¿O fue el último grito libre de una tierra que empezaba a ser mansedumbre?
Pero el tiempo, que a veces es vengador, lo puso en tinta buena. En 2015, la Argentina lo imprimió en el billete de 50 pesos. Sí, al mismo gaucho que cobraba con vales truchos. Hoy vale cincuenta. Impreso en papel con membrete del Estado, con las Malvinas dibujadas atrás, como diciendo: “¿Viste? No te olvidamos del todo”. Ironía o redención, qué importa. Está ahí. En su bolsillo. Arrugado. Gastado. Callado.
Y mientras los próceres de mármol sonríen desde sus pedestales, Rivero cabalga todavía por el viento del sur. No por gloria. Por bronca. Por hambre. Por no resignarse. Porque a veces, la historia no la hacen los que ganan… sino los que se animan.
Y cuando saque un billete arrugado del bolsillo, mírelo bien.Quizás lo escuche decir bajito:
—No me rendí.
¿Y vos?

コメント