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El mito del carro alado de Platón en el siglo XXI



Imagínese, querido amigo: el alma no es un templo ni una nube. Es un carro encendido que corta el aire con dos alas de fuego. Platón lo soñó así, y en ese sueño nos reveló el mapa de nuestras contradicciones: una parte que quiere volar, otra que se arrastra. Dos caballos tiran de ese carro: uno blanco, noble, que aspira al cielo; y otro oscuro, turbulento, que se aferra a la tierra. Entre ellos, el auriga —la razón— intenta mantener el rumbo. Ese es el drama del ser humano: sostener las riendas del alma mientras las fuerzas contrarias se disputan el control. Si el auriga se distrae, el carro se estrella; si domina con equilibrio, el alma vuela.


Pero ¿qué ocurre con ese carro en el siglo XXI, cuando ya no miramos al cielo sino a una pantalla? El caballo blanco aún existe: es el deseo de belleza, de verdad, de trascendencia. El negro también: es la avidez, el placer inmediato, el vértigo del consumo. Lo que cambió fue el auriga. Ya no lo guía la razón, sino la prisa. Con el látigo del reloj y las riendas del algoritmo, el alma se mueve a los tirones, sin rumbo, sin pausa, sin cielo. El auriga de hoy no sostiene riendas: desliza pantallas. La gente cree que vive, pero apenas respira entre notificaciones.


En tiempos de Platón, el alma aspiraba a elevarse. Hoy apenas intenta llegar al lunes. Aquellos antiguos creían que el conocimiento era una forma de vuelo; nosotros lo confundimos con información. El caballo oscuro se alimenta de todo lo que brilla: dopamina, dinero, fama, poder. El blanco, hambriento de sentido, apenas relincha bajo el ruido. Y el auriga —usted, yo, cualquiera— siente que el carro se le escapa cuesta abajo. El alma moderna no se pierde: se distrae. El ruido no deja pensar. El silencio da miedo. Por eso corremos.


Vivimos con el alma partida: un caballo mira al cielo, el otro muerde la tierra. Platón lo advirtió hace veinticuatro siglos: el alma que se deja dominar por el deseo pierde sus alas. Se hunde. Cae en el barro de lo efímero. Y allí queda, arrastrando sus ruedas entre pantanos de vanidad. Lo trágico es que ahora esa caída no se siente como tragedia, sino como éxito. El caballo negro viste de traje, sonríe en las redes y promete felicidad inmediata. El blanco no tiene marketing. No promete nada, solo silencio. El negro, en cambio, se vende bien: tiene likes, jingles y slogans. En la pista del mundo moderno, gana siempre el caballo más ruidoso.


El mito del carro alado no habla de religión, sino de equilibrio. De esa tensión interna que nos parte en dos. En cada uno hay un impulso que eleva y otro que devora. Uno que busca comprender, y otro que solo quiere poseer. Uno que calla para escuchar, y otro que grita para imponerse. La tragedia de hoy es que hemos dejado de escuchar al auriga. Ya no pensamos: obedecemos órdenes invisibles. Ya no deseamos: consumimos. Ya no soñamos: scrollamos.


El alma contemporánea se mueve como un carruaje sin conductor. Corre, pero no sabe adónde. Cambia de rumbo con cada tendencia, con cada estímulo, con cada notificación. El auriga, agotado, deja caer las riendas. Y entonces el caballo oscuro, eufórico, galopa libre. Lo impulsa la codicia, la competencia, la urgencia de tener razón aunque no la tenga. Y el blanco, cansado, apenas levanta las alas, esperando que alguien vuelva a mirar hacia arriba.


Platón decía que solo quien domina sus caballos alcanza el cielo. No un cielo religioso, sino el de las ideas, de la belleza, del bien. El alma que logra mantener el equilibrio entre razón y deseo es la única capaz de amar sin destruir, de pensar sin congelarse, de actuar sin corromperse. Pero, ¿cómo mantener ese equilibrio en una época que ha hecho del exceso una virtud?


Vivimos en un mundo que premia la velocidad y desprecia la pausa. El caballo negro se alimenta de urgencia. No soporta el silencio, ni el vacío, ni la espera. Su jinete moderno —el ser humano— vive atado a una agenda, a un mercado, a una red. Todo se pesa, se cuenta, se mide. Hasta el amor viene con instrucciones y porcentajes de compatibilidad. Y el alma, aturdida, ya no vuela: calcula.


El caballo blanco intenta resistir. Se llama empatía, arte, contemplación, compasión. Pero se lo acusa de improductivo. En un mundo de pantallas y cifras, detenerse a mirar el cielo parece una pérdida de tiempo. El alma moderna no busca la verdad: busca conexión. Pero la conexión no es comunión. Y la comunión —esa chispa que une al hombre con lo sagrado, con lo eterno— es lo que hemos olvidado.


El mito del carro alado es, en realidad, una advertencia sobre el poder y la caída. El que domina sus fuerzas internas puede ascender; el que se deja dominar, se precipita. No hace falta mirar al Olimpo para comprobarlo: basta observar las noticias. Políticos sin auriga, empresas sin alma, naciones que se devoran a sí mismas persiguiendo el brillo del oro. Caballos negros desbocados, arrastrando tras de sí los restos de un mundo sin equilibrio.


El alma, decía Platón, no muere, pero puede perder sus alas. Cuando se corrompe, olvida de dónde viene. Cuando se olvida de sí misma, se hace esclava. Esa es la enfermedad del siglo XXI: la pérdida del auriga interior. Hemos confundido libertad con impulso, deseo con necesidad, razón con cálculo. Nos movemos, sí, pero sin dirección. Y no hay nada más trágico que avanzar sin saber hacia dónde.


Sin embargo, todavía hay esperanza. A veces el auriga despierta. Sucede cuando algo nos sacude por dentro: una mirada, una palabra, un silencio. Entonces el alma recuerda. El caballo blanco levanta la cabeza y el negro se detiene un instante. Platón lo llamaba “anamnesis”: el recuerdo de lo que somos. No se trata de aprender, sino de recordar. Recordar que alguna vez supimos volar.


Quizás por eso la belleza nos conmueve. No porque sea perfecta, sino porque nos devuelve un reflejo de lo que olvidamos ser. Cuando un verso, una melodía o un amanecer nos atraviesan, el alma se reconoce. Por un momento, el carro deja de sacudirse. Los caballos respiran al unísono. Y el auriga, sereno, mira hacia arriba. Ese instante fugaz —de silencio, de armonía, de verdad— es el vuelo.


Pero el vuelo, como todo lo verdadero, exige esfuerzo. No hay ascenso sin resistencia. No se puede volar con los ojos pegados al suelo. La gravedad del mundo moderno nos empuja hacia abajo: la ansiedad, la comparación, el miedo al fracaso. El caballo negro siempre encuentra excusas para galopar. Por eso el auriga debe ser terco. Debe sostener las riendas aunque le tiemblen las manos. Porque si las suelta, el alma cae, y volver a levantarla cuesta siglos.


Tal vez no podamos cambiar el mundo, pero sí enderezar el carro. Aunque sea por un instante, aunque sea dentro de nosotros. Quizás ahí radique el desafío de nuestro tiempo: volver a tener auriga. No algoritmos, no rutinas, no gurús. Auriga. Voluntad. Conciencia. No hay inteligencia artificial que pueda hacer ese trabajo por nosotros. La razón no es una aplicación: es un acto de amor hacia uno mismo. Un intento desesperado de no perder el cielo.


Platón imaginaba el universo como un desfile de almas aladas. Algunas subían hacia la verdad; otras, cegadas por el deseo, caían a la tierra y quedaban atrapadas en cuerpos humanos. Allí empezaba la lucha. Y cada vida, cada decisión, era una oportunidad para recuperar las alas perdidas. Puede que hoy no creamos en eso, pero lo sentimos igual. Cada vez que hacemos algo noble, el alma se eleva. Cada vez que traicionamos lo que amamos, se hunde. Esa oscilación invisible sigue siendo nuestra naturaleza.


El mito del carro alado no pertenece al pasado: vive en nosotros. Está en el adolescente que busca su camino, en el artista que no se rinde, en el obrero que trabaja con dignidad, en el científico que duda antes de descubrir. Cada uno, a su modo, lleva un carro interior. Algunos vuelan. Otros se estrellan. Todos lo intentan.


Y tal vez, lector, esa sea la enseñanza más profunda de Platón: el alma no se define por sus caídas, sino por su impulso a levantarse. El auriga puede perder las riendas mil veces, pero siempre hay una oportunidad de retomarlas. Basta con un acto de conciencia, una chispa de coraje, una mirada hacia arriba. En un mundo que nos arrastra hacia la superficie, mirar al cielo ya es un gesto de rebeldía.


El caballo negro seguirá tirando, el blanco seguirá soñando, y el auriga seguirá temblando entre ambos. Esa es la condición humana. Pero mientras uno solo recuerde que el alma tiene alas, no todo estará perdido. Porque mientras exista un solo hombre que mire al cielo y recuerde que su alma tiene alas, el carro del mundo todavía podrá volar. Y ese hombre, querido amigo, podría ser usted.


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