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La revolución de las mujeres


Salta, 1821


Introducción — Después de Güemes, el silencio no alcanzó


Martín Miguel de Güemes había muerto el 17 de junio de 1821, herido por una bala realista y consumido por una guerra que había defendido con el cuerpo y con el pueblo. Su muerte no fue solo la caída de un caudillo: fue el intento deliberado de desarmar una forma de poder popular que incomodaba a Buenos Aires, a los comerciantes locales y a los hombres que soñaban con un orden sin gauchos armados ni mujeres opinando.


Con Güemes muerto, Salta quedó suspendida en un vacío peligroso. Los enemigos externos celebraron en silencio. Los internos se movieron rápido. Había que borrar el güemismo, desarmar sus redes, disciplinar a quienes habían sostenido la resistencia desde las sombras. Y en esa lista, Macacha Güemes ocupaba el primer lugar.


No era solo la hermana del caudillo. Era su estratega política, su organizadora, su voz civil. Durante años había tejido alianzas, transmitido órdenes, protegido espías, organizado recursos y enfrentado a la élite salteña con una autoridad que no pedía permiso. Para muchos, Macacha era más peligrosa muerta que viva. Pero ejecutarla habría encendido un incendio. Encerrarla parecía más prudente.


La acusaron de conspiración, de desorden, de alterar la paz pública. Palabras elegantes para nombrar lo de siempre: pensar demasiado, influir demasiado, ser mujer en exceso. Su encarcelamiento buscó dar una señal. Mostrar que el tiempo de la revolución había terminado. Que el mando volvía a los escritorios.


Se equivocaron.


Macacha fue llevada a la cárcel junto a otros familiares y partidarios del proyecto güemista. Creyeron que el miedo cerraría bocas. No entendieron que, con Güemes muerto, lo único que quedaba en pie era el pueblo. Y dentro de ese pueblo, las mujeres ya no estaban dispuestas a retroceder un paso.


La cárcel que ahora la contenía no era solo un edificio: era el símbolo de una restauración conservadora. Y lo que iba a ocurrir allí no sería una simple liberación, sino la respuesta más brutal a una pregunta que el poder jamás debió formularse:


¿Qué pasa cuando se intenta encerrar a una mujer que representa una causa colectiva?


La cárcel de Salta no dormía. Nunca dormía. Respiraba como un animal enfermo, con el aliento húmedo de la piedra vieja y el olor agrio del miedo acumulado. No era solo un edificio: era una advertencia. Allí se encerraba a los que pensaban demasiado, a los que incomodaban, a los que recordaban que la revolución no había terminado y que la libertad, cuando se congela, se pudre.


En una celda baja, sin ventana, Macacha Güemes apoyaba la espalda contra la pared fría. No caminaba en círculos como hacen los desesperados. No rezaba. No gritaba. Tenía las manos apoyadas sobre las rodillas y los ojos abiertos, fijos, como quien escucha algo que todavía no llega pero sabe que vendrá.


—No van a venir —le había dicho un guardia horas antes, con esa sonrisa de oficio que mezcla cansancio y desprecio—. Acá adentro se entra fácil. Se sale cuando el poder quiere.

Macacha no respondió. Pensó, sin mover los labios: el poder siempre cree que decide el final.


Afuera, la ciudad estaba tensa como una cuerda demasiado estirada. Las casas murmuraban. En las cocinas se hablaba en voz baja. En los patios, las mujeres se juntaban sin parecer que se juntaban. No había banderas ni arengas escritas. Había bronca. Bronca espesa. Bronca vieja. Bronca de madres que habían enterrado hijos. De esposas que habían visto volver a los hombres rotos. De mujeres que habían aprendido a callar demasiado tiempo.


—¿La tienen todavía? —preguntó una mujer en una esquina, ajustándose el rebozo.

—Sí. Con candado —respondió otra—. Como si eso alcanzara.

—No alcanza —dijo una tercera—. Nunca alcanzó.


No eran jóvenes románticas ni damas ilustradas. Eran mujeres curtidas. Algunas sabían leer, otras no. Todas sabían mirar. Sabían leer el miedo en los ojos ajenos. Sabían cuándo una ciudad está a punto de decir basta.


Esa noche, nadie dio una orden. Y sin embargo, todas avanzaron.


Primero fueron pasos sueltos. Después, grupos. Luego, una marea. Polleras, mantones, antorchas improvisadas, piedras envueltas en delantales. No marchaban en fila: avanzaban como avanza el pueblo cuando deja de pedir permiso. El empedrado devolvía el sonido de los pasos multiplicado, como si la ciudad entera caminara con ellas.


La cárcel apareció de pronto, negra, cerrada, arrogante.


—Ahí está —dijo alguien.

—Que la abran —dijo otra.

—¿Y si no? —preguntó una muchacha joven, con la voz quebrada.


Una mujer mayor la miró fijo, sin dureza, sin miedo.

—Entonces la rompemos.


El primer grito fue corto. El segundo, más largo. El tercero ya era un rugido.

—¡Libertad! —¡Abran las puertas! —¡Macacha no está sola!


Adentro, los guardias se miraron entre sí. No estaban entrenados para eso. Sabían enfrentar gauchos, soldados, hombres borrachos. No sabían qué hacer cuando la furia venía en polleras.


—¿Avisamos al gobernador? —preguntó uno.

—¿Y qué va a hacer? —respondió otro—. ¿Mandar papeles?


Las piedras comenzaron a golpear la puerta. El sonido era seco, insistente. La madera crujía.

—¡Basta! —gritó un guardia desde adentro—. ¡Retírense!


La respuesta fue una lluvia de insultos y otra piedra que dio justo en el centro.

—¡Basta ustedes! —gritó una voz femenina—. ¡Basta de encerrarnos!


En la celda, Macacha se puso de pie. El ruido ya no era confuso. Era claro. Era pueblo.


Un golpe más fuerte hizo temblar el pasillo. Un cerrojo cedió.

—Se nos viene abajo —dijo un guardia.

—Entonces corré —respondió otro.


La puerta principal cayó con un estruendo torpe, desprolijo, humano. No fue heroico. Fue real. La gente entró empujando, tropezando, gritando. Nadie buscaba oro ni venganza. Buscaban una mujer.


—¿Dónde está? —¿Dónde la tienen? —¡Macacha!


Un guardia intentó cerrar una reja interior. No llegó. Dos mujeres se le abalanzaron encima. No lo golpearon. Lo empujaron contra la pared.


—Abrí —le dijo una, con una calma que daba miedo.

—No puedo…

—Abrí.


El guardia abrió.


La puerta de la celda se abrió despacio, como si también dudara. La luz de las antorchas entró primero. Después, el murmullo. Después, el silencio.

Macacha estaba de pie.


—Macacha… —dijo alguien, como si no creyera lo que veía.


Ella dio un paso adelante. El hierro de las rejas quedó atrás. Alguien le puso un poncho sobre los hombros. Otra le tomó la mano.

—¿Está bien? —preguntó una joven.

—Estoy —respondió—. Gracias.


No dijo más. No hacía falta.


Cuando salió a la calle, la noche pareció retroceder. La multitud la vio y gritó. No como se grita en las fiestas, sino como se grita cuando algo largamente contenido se rompe.

—¡La sacamos! —¡La sacamos!


Macacha levantó la mirada. Vio las caras. Reconoció a muchas. Vio cansancio, rabia, decisión. Vio historia en marcha.

—Esto no termina acá —dijo en voz baja.

—No —respondió una mujer—. Recién empieza.


Mientras tanto, en otra parte de la ciudad, el gobernador José Antonio Fernández Cornejo se despertaba sobresaltado. Un ayudante entró sin tocar.

—Señor… la cárcel…

—¿Qué pasó?

—La abrieron.

—¿Quiénes?

—Las mujeres. Y el pueblo.


El gobernador se sentó. Se pasó la mano por la cara. Comprendió algo elemental y terrible: había perdido la calle. Y cuando se pierde la calle, el poder es solo un título vacío.


Al amanecer, Salta ya no le respondía. Los soldados dudaban. Los funcionarios evitaban mirarlo a los ojos. Los murmullos se habían convertido en frases claras.


—Que se vaya. —No manda más.


La renuncia llegó sin épica. Un papel. Una firma. Un silencio largo. Nadie lo acompañó. Nadie lo defendió. Fernández Cornejo dejó el cargo como dejan todo los que creen que gobernar es encerrar: derrotado y solo.


Macacha, en cambio, no ocupó ningún despacho. Caminó entre la gente. Escuchó. Habló poco. Entendió que esa noche no era suya.


Era de las mujeres.


La historia oficial más tarde lo llamaría “revuelta”, “disturbio”, “incidente”. El pueblo fue más preciso.


La Revolución de las Mujeres.


Porque esa noche no se rompió solo una cárcel.

Se rompió una idea.


La idea de que la historia se escribe sin ellas.


Consecuencias: cuando el poder perdió la calle:


La salida de Macacha de la cárcel no cerró el conflicto: lo abrió definitivamente. Salta amaneció distinta. No había habido batalla formal ni proclama escrita, pero el resultado era claro para cualquiera que supiera leer el pulso de una ciudad: el poder había cambiado de manos.


El gobernador José Antonio Fernández Cornejo entendió demasiado tarde que gobernar no es firmar decretos sino conservar legitimidad. Y la legitimidad, esa mañana, ya no estaba en la Casa de Gobierno. Estaba en la calle. En las mujeres que habían desbordado la cárcel. En el pueblo que había acompañado sin dudar.


Los soldados vacilaron. Los funcionarios evitaron exponerse. Los comerciantes, siempre atentos al viento, empezaron a tomar distancia. El gobierno había quedado desnudo. No tenía fuerza para reprimir ni autoridad para ordenar.


—No podemos contener esto —admitió un asesor, según recuerdan las crónicas—. Si insistimos, la ciudad estalla.


Fernández Cornejo renunció sin épica, sin respaldo y sin gloria. No cayó por un complot militar ni por una intriga palaciega. Cayó porque perdió la calle, y en la Argentina —ayer y hoy— eso es perderlo todo.


La renuncia fue el reconocimiento tácito de una verdad incómoda: las mujeres habían torcido el curso político de la provincia. No como acompañantes, no como víctimas, sino como actoras centrales.


La revolución no instaló un nuevo orden perfecto. No resolvió todas las tensiones ni clausuró los conflictos. Pero dejó una marca imposible de borrar. Desde ese momento, nadie pudo volver a gobernar Salta ignorando al pueblo organizado, y mucho menos ignorando a sus mujeres.


Macacha Güemes no asumió cargos ni buscó homenajes. Volvió a su lugar natural: el de la acción política sin estridencias. Había aprendido, quizá antes que muchos hombres, que las revoluciones más profundas no siempre ocupan sillones: ocupan conciencias.


Con el tiempo, la historia oficial intentó minimizar el episodio. Lo llamó "motín", "desorden", "alboroto". Palabras pequeñas para un hecho grande. El pueblo, en cambio, conservó el nombre verdadero.


La revolución de las mujeres.


Porque en Salta, en 1821, quedó demostrado algo que todavía incomoda:


cuando las mujeres se organizan, el poder tiembla, y la historia cambia de dirección.


Bibliografía:


Güemes y la guerra de los infernales – Bernardo Frías – Editorial Plus Ultra – 1971 – Buenos Aires

Historia del General Martín Miguel de Güemes y de la Provincia de Salta – Bernardo Frías – Editorial Coni – 1902 – Buenos Aires

Las mujeres de la independencia – Felipe Pigna – Editorial Planeta – 2010 – Buenos Aires

Macacha Güemes, la hermana del héroe – Fernanda Gil Lozano – Editorial Sudamericana – 2021 – Buenos Aires

Historia argentina: la lucha por la independencia – Tulio Halperín Donghi – Editorial Paidós – 1994 – Buenos Aires

Revolución y guerra: formación de una élite dirigente en la Argentina criolla – Tulio Halperín Donghi – Editorial Siglo XXI – 1972 – Buenos Aires

Las mujeres en la Revolución de Mayo – Susana Bandieri – Editorial Biblos – 2005 – Buenos Aires

Güemes, el héroe olvidado – Félix Luna – Editorial Sudamericana – 1985 – Buenos Aires

Historia social de la guerra de la independencia en el norte argentino – Raúl Fradkin – Editorial Prometeo – 2010 – Buenos Aires

Mujeres tenían que ser: historia de las mujeres en la Argentina – Lucía Gálvez – Editorial Taurus – 2001 – Buenos Aires



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