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La noche en que fui Papá Noel

 

Hay noches que no se anuncian como importantes y, sin embargo, lo son. No llegan con estruendo ni con promesas grandilocuentes. Se construyen despacio, con gestos mínimos, con decisiones que parecen pequeñas pero que, al final, terminan marcando el corazón. La Nochebuena es una de ellas. No por el calendario, sino por lo que despierta.


Esa noche, más que celebrar una fecha, íbamos a sostener una creencia. Íbamos a proteger una ilusión frágil, hecha de miradas infantiles y silencios adultos. Y sin saberlo del todo, también íbamos a recordarnos algo esencial: que incluso en tiempos duros, cuando la vida golpea sin pedir permiso, todavía es posible reunirse, creer y estar juntos.


Los preparativos comenzaron temprano, en casa de María. No fue una improvisación ni una ocurrencia graciosa de sobremesa. Fue algo serio, casi solemne, porque cuando hay chicos de por medio la mentira no es una broma: es una responsabilidad.


La barba estaba apoyada sobre la mesa, blanca, espesa, inmóvil, como si tuviera vida propia. El traje colgaba de una silla. Las botas esperaban en el piso, firmes, negras, listas para caminar. Yo miraba todo con una mezcla de entusiasmo y pudor. No todos los días uno acepta convertirse en símbolo.


—Probate de nuevo la barba —dijo María.


Me la até con cuidado. Fui al espejo. El reflejo me devolvió una cara que no era la mía, pero tampoco era ajena. Había algo respetable en ese rostro prestado. Algo que imponía silencio.

—Tiene que taparte bien —agregó—. Si no, Delfi te reconoce enseguida.


Soledad apareció con el traje doblado entre los brazos.

—Todo tiene que estar perfecto —dijo—. Con los chicos no se puede fallar.


Y tenía razón. Los chicos creen de verdad. Y la fe ajena pesa más que cualquier traje.

Me puse el saco rojo, el cinturón, el gorro. Finalmente, las botas.

—¿Botas? —pregunté, dudando.

—Mejor —dijo Soledad—. Papá Noel también camina por terrenos difíciles.


No dijo nada más, pero la frase quedó flotando. Tal vez hablaba del camino. Tal vez de la vida.


Ensayamos. Literalmente.

Cómo cargar la bolsa.

Cómo entrar.

Cómo saludar.

Cómo no hablar demasiado.

Cómo caminar apuradito.

Cómo irse rápido.


—Entrás, dejás los regalos y te vas —dijo María—. Si te quedás mucho, se rompe la magia.

La magia. Esa palabra que los adultos decimos en voz baja, como si fuera una debilidad que nos da vergüenza confesar.


Más tarde nos fuimos a lo de Justo y Fernanda, mis cuñados. Ahí ya estaba armada la otra parte del ritual: la mesa larga, los platos servidos, las copas, el murmullo familiar que no molesta, que abriga. Ese ruido que solo existe cuando la gente se quiere.


El evento empezó cerca de las nueve. Los adultos hablaban de todo y de nada. Los chicos iban y venían, inquietos. Yo miraba desde lejos, con los nervios corriéndome por las venas como un animal encerrado.


Había ansiedad. Dudas. Una emoción contenida que no encontraba salida.

—Tranquilo —me dijo Soledad al pasar—. Falta.


Pero el reloj avanzaba con crueldad, como si supiera que la espera también forma parte del ritual. Cada minuto pesaba más que el anterior y yo sentía el pulso acelerado, las manos húmedas, el pensamiento yéndose siempre al mismo lugar. Mientras esperaba, pensaba en algo que no había dicho en voz alta, ni siquiera durante los preparativos: yo no quería llevar solo regalos en esa bolsa.


Quería llevar fuerza, esperanza y fe. Fuerza silenciosa, de esa que no se ve pero sostiene cuando todo tiembla. Esperanza humilde, sin discursos, apenas un hilo firme al que aferrarse. Y fe, no como consigna, sino como abrigo.


Para todos los que estaban ahí. Para los que habían sido golpeados por la vida, por la pérdida, por el cansancio o por ese dolor que no se cuenta en la mesa para no arruinar la noche. Para los que, aun así, habían decidido estar presentes. Sentados juntos. Unidos.


Quería llevar un gesto que dijera sin palabras que valía la pena seguir creyendo. Creyendo en Dios, en la familia, en ese milagro pequeño y obstinado que es reunirse, mirarse a los ojos y sostenerse, aunque el año haya sido duro y el futuro todavía no esté claro. En la simple, poderosa posibilidad de estar.


Cuando dieron las doce, el aire cambió. Es un cambio sutil, pero existe. Los chicos se quedaron quietos. Los adultos se miraron. El murmullo bajó.


Soledad se acercó.

—Es ahora.


Me puso la bolsa en las manos. Pesaba. No por los regalos. Por lo que yo había decidido cargar.

—Seguí mis pasos —me dijo—. Yo te marco el camino.


Y entré.


Avancé ligero, con prisa contenida. Las botas tocaban el piso con cuidado, como quien sabe que no puede quedarse demasiado. Caminaba entre la gente escuchando exclamaciones ahogadas, risas nerviosas, algún “¡Papá Noel!” dicho con incredulidad. El árbol estaba ahí, hermosamente decorado, brillando como si supiera que era su noche.


Antes de llegar, me crucé con Delfi.


Ella es la más grande. Y los más grandes son los más peligrosos: ya dudan, pero todavía creen. Me miró fijo. Yo la miré también. En sus ojos vi emoción pura. Amor. Algo parecido al respeto.


No sonreí. Papá Noel no sonríe todo el tiempo. Papá Noel sostiene.

Seguí caminando.


Llegué al árbol. Dejé los regalos uno por uno. Cada paquete era un mensaje silencioso: no estás solo, seguimos, acá estamos.


Al darme vuelta, me encontré con Franquito.


Su cara. Sus ojos. Su ternura.

—¿Trajiste regalos? —preguntó, con una voz chiquita pero firme.


Asentí.

—¿Para todos?


Volví a asentir.

No dudó. Era Papá Noel. Eso alcanzaba.


Antes de salir vi a las más chiquitas, las mellis, Sienna e Isabella. Tímidas, pegadas una a la otra. Saludaban con la mano, como si el gesto fuera nuevo. Me miraban. Temían. Y finalmente creyeron.


Salí.


La puerta se cerró detrás de mí. Me saqué el gorro. Me apoyé contra la pared. Sentí que el pecho me explotaba. No era cansancio. Era algo más hondo.


Una satisfacción silenciosa, honda, de esas que no hacen ruido pero se quedan.


Esa noche entendí algo que no está en los libros: a veces uno se disfraza no para engañar a los chicos, sino para recordarle a los grandes que todavía se puede creer.


Y me fui, con las botas bien puestas y el corazón lleno, pensando que tal vez —solo tal vez— había sido Papá Noel de verdad.


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