top of page
  • Facebook
  • Instagram
Buscar

El Perro Cisnero: lealtad bajo fuego

 

La Guerra de Malvinas estalló como un trueno en el cielo austral. Era abril de 1982, y mientras los noticieros repetían las imágenes de la recuperación de las islas, en el fondo se gestaba una tragedia. La dictadura militar argentina, acorralada por la crisis, el descrédito y las desapariciones, apostaba a un manotazo de nacionalismo para sobrevivir.


En Londres, Margaret Thatcher buscaba reafirmar su poder. El choque fue inevitable. Dos naciones enfrentadas por un pedazo de territorio, pero también por el orgullo. Y en medio de eso, los soldados. Los de verdad. No los generales de escritorio. Los que dormían en pozos, mojados hasta el alma, abrazados al fusil y al silencio.


Entre ellos, uno brillaba con luz propia: Mario Antonio Cisnero, más conocido como el Perro Cisnero.


Lo conocieron como el Perro Cisnero. No porque ladrara ni porque tuviera cuatro patas. Lo llamaban así por la lealtad. Por esa forma de mirar a los ojos con una mezcla de ternura y firmeza, como cuando, en pleno ejercicio en la montaña, cargó al hombro a un compañero exhausto sin soltar su fusil, murmurando: "De acá salimos todos, o no sale nadie".


En el Ejército, no necesitaba levantar la voz. Bastaba con su presencia para imponer respeto y decir "tranquilo, yo te cubro" mientras el infierno rugía alrededor. En Malvinas no había tiempo para dudas ni frases de almanaque.


Mario Antonio Cisnero nació en San Fernando del Valle de Catamarca, en el corazón del noroeste argentino. Era sargento primero del Ejército Argentino y tenía 30 años cuando fue destinado a las Islas Malvinas. Ingresó en 1972 a la Escuela de Suboficiales 'Sargento Cabral' y egresó como cabo en 1973. Se especializó en paracaidismo, buceo táctico y montaña, además de completar formación como técnico en inteligencia.


Sus compañeros lo admiraban por su temple, su compañerismo y su profunda fe católica. La situación psicosocial de la Argentina en 1982 era un cóctel de nacionalismo exaltado, crisis económica y un gobierno militar acorralado que buscaba legitimarse con una guerra.


En ese contexto, los jóvenes soldados, formados a las apuradas y lanzados al sur helado, se convirtieron en protagonistas de una tragedia heroica. Pero Cisnero no era un improvisado. Era un comando, paracaidista, buzo y montañista. Un profesional del combate. Y un hombre de honor.


Era el 10 de junio de 1982, en las cercanías del río Murrell, entre los montes Dos Hermanas y Kent. El cielo, como una tapa de olla, apretaba contra el suelo la respiración de los comandos. Estaban ocultos entre las sombras, esperando. La Compañía de Comandos 602 había montado una emboscada. El mayor Aldo Rico había dividido a los hombres en grupos. Vizoso Posse, el Yanqui, estaba con el Perro. El primero apuntador, el segundo abastecedor.


Pero el Perro, con ese modo de quien ya escuchó a la muerte silbarle cerca, pidió cambiar el rol. “Déjeme tirar, mi teniente”. Y el Yanqui, que sabía leer los gestos como un libro abierto, aceptó. Ese gesto marcó el destino de ambos.


El Perro era catamarqueño, valiente como pocos, con una sonrisa que ensanchaba el bigote y una frase escrita en su libreta: "No sé rendirme, después de muerto hablaremos". Y lo cumplió. Vaya si lo cumplió.


Estaban espalda con espalda, compartiendo una barrita de chocolate Águila, en medio del fango, cuando el Perro se tensó como un alambre. El Yanqui lo sintió. Algo venía. Y vino. Ocho marines, con pasos de sombra, rompieron la noche. El Perro, sin preguntar nombres, escupió plomo con la MAG. Pero la respuesta inglesa fue un cohete. Un Law de 66 mm que lo partió al medio. El cuerpo del Perro se alzó en el aire y cayó como un trueno de carne rota. Su pecho estalló, pero sus ojos siguieron mirando la historia. El Yanqui, bañado en sangre ajena, se vistió de cadáver para engañar a la muerte. Y la muerte, confundida, pasó de largo.


Y ahí empieza el milagro.


Un soldado británico le descargó otra ráfaga al cuerpo ya sin vida del Perro. Luego, su compañero acribilló al Yanqui. Le disparó a quemarropa, lo volteó de una patada y le clavó los ojos. Pero el argentino no parpadeó. No respiró. No dijo nada. Aprendió a morir en silencio. Se hizo estatua de barro y miedo. Y funcionó.


Cuando se fueron, cuando los fantasmas se alejaron, Vizoso Posse respiró. Tenía un agujero en la espalda, pero estaba vivo. Agarró su FAL y vació los cargadores contra los ingleses en retirada. No por venganza. Por el Perro. Por los que ya no podían.


Luego corrió, herido, hasta donde estaba el médico. Y el médico, entre el fuego cruzado, le palmeó la espalda y le dijo: "Podés seguir combatiendo". Porque en Malvinas no se lloraba. Se combatía. Ese instante, ese susurro, fue el combustible para seguir respirando.


Pero la historia no termina ahí. Cuando le sacaron la ropa, encontraron el rosario. Ese que el Yanqui usaba desde Neuquén, cuando subía el Cerro Negro rezando por valor. Tenía una cuenta menos.


Y pegado al proyectil, incrustada, fundida, estaba esa cuenta de plástico. Ese rosario le desvió la bala. Le salvó la médula. Lo dejó caminar. Había un milagro en medio del lodo.


El Perro, en cambio, quedó ahí. Con los ojos abiertos. Como si todavía estuviera velando a sus compañeros. Como si se hubiera hecho piedra para que nadie pase sin que él lo vea. No tuvo medallas de oro. No salió en los manuales. Pero está en cada rezo, en cada trinchera, en cada recuerdo de los que volvieron. Su nombre no figura en el mármol de las avenidas, pero sí en el corazón de los soldados.


Dicen que los valientes mueren una vez. El Perro murió de pie, con el arma en la mano, cumpliendo su palabra. Y dejó un legado que no cabe en discursos ni en actos escolares. Su muerte salvó a su camarada. Su cuerpo detuvo una bala. Su fe detuvo otra.


Y uno piensa en ese instante. En ese soldado que no se rindió, ni cuando lo acribillaron. Que se hizo cruz humana, escudo de su compañero, carne de leyenda. En un país que tantas veces olvida, el Perro Cisnero es memoria que muerde.


Porque no todos los héroes llevan uniforme de gala ni nombres de avenida. A Mario Antonio Cisnero lo recuerdan hoy con respeto en su Catamarca natal, donde lleva su nombre una calle, y fue homenajeado por veteranos y camaradas. Su figura vive en los corazones de quienes compartieron con él el barro y la gloria, aunque la historia oficial aún no le haya dado todo el lugar que merece.


El Perro Cisnero no volvió. Pero su historia quedó grabada en la carne y la memoria de Jorge Vizoso Posse, el hombre que sobrevivió gracias a él. Vizoso no solo llevó durante años el impacto de aquella noche, sino también el peso simbólico de haber sido testigo del mayor acto de lealtad que puede darse entre soldados. Cada vez que cuenta su historia, vuelve a ese instante, al cuerpo del Perro cubriéndolo, al rosario quemado por la pólvora, a esa cuenta plástica fundida que marcó la frontera entre la vida y la muerte. Y en su voz, temblorosa pero firme, el Perro sigue respirando.


Porque algunos, como el Perro, se ganan la eternidad entre el fango y el fuego. Y aunque la patria no siempre los mire, ellos están. Siguen. Esperan. Como centinelas del honor. Como milagros que sangran.


Este texto no es un cuento. Es memoria viva. Y como toda memoria verdadera, duele, sangra y enseña.

 

Bibliografía y fuentes consultadas:

·      Gaffoglio, Loreley. “La muerte del legendario 'Perro' Cisnero y el milagro que le salvó la vida a su camarada y héroe de Malvinas.” Infobae, 3 de agosto de 2019.

·      Testimonio del Mayor (RE) Jorge Vizoso Posse en entrevistas públicas y medios digitales.


ree

 
 
 

Comentarios


¿Queres ser el primero en enterarte de los nuevos lanzamientos y promociones?

Serás el primero en enterarte de los lanzamientos

© 2025 Creado por Ignacio Arnaiz

bottom of page