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Fangio: del potrero al podio del mundo


Hay hombres que nacen con estrella, y otros que le patean al cielo hasta que alguna se cae. Juan Manuel Fangio fue de los segundos. No esperó que la vida le hiciera lugar. Se lo fabricó a botinazo limpio, con los pantalones embarrados y una velocidad en la sangre que ni los trenes del sur podían seguirle el ritmo. Fue un pibe de barrio, uno de esos que nacen con el silbato metido en el oído y las piernas listas para correrle a todo: a la pobreza, al olvido, al destino.


Antes de que su nombre se oyera en Nürburgring o en Mónaco, antes de que lo abrazaran los ingenieros alemanes y lo saludaran los reyes con la mano temblorosa del respeto, Fangio era un flaquito de Balcarce que jugaba de insider derecho. Número ocho en la espalda, camiseta sudada, rodillas raspadas y una manera de correr que parecía coreografía de incendio. Jugaba como si lo persiguiera el diablo, como si cada jugada fuera una revancha. Tenía la derecha filosa, y la mirada de los que ya vieron demasiado aunque tengan apenas veinte años.


No era un jugador más. En Estudiantil, en Ferroviarios, en Rivadavia, le decían el que no se cansa nunca. En 1935 salió goleador del torneo local. En el ‘36, campeón otra vez. En el ‘37, lo mismo. El barrio se juntaba en la Plaza San Martín solo para verlo encarar. Don Carmelo, un viejo que vendía pasteles con grasa en la esquina, lo señalaba con un dedo enharinado y decía: “ese pibe corre distinto”. Y tenía razón.


Pero mientras el resto soñaba con ser figura en un amistoso con Mar del Plata, Fangio ya estaba pensando en los motores. A los once barría talleres. A los trece ya ponía en marcha los autos. A los dieciséis se compró su primer vehículo, un Overland que más que andar, temblaba. Y sin embargo, lo manejaba como quien acaricia un destino. Con la misma técnica con la que dominaba la pelota, con la misma intuición para ver antes que nadie el espacio libre.


Un día, sin decir nada, metió el cambio de frente. El fútbol le había dado alegrías, pero el motor le daba algo más profundo: el vértigo. Ese que no se explica, que no se mide con trofeos ni estadísticas. Debutó como acompañante en una carrera entre Coronel Vidal y General Guido. Salió segundo. Segundo, sí. Pero como diría mi abuelo Carlos, “el que sale segundo es el primero que sabe cómo ganarle al destino”.


No tenía un peso. Y en el automovilismo, sin plata, sos un peatón con casco. Pero ahí es cuando aparece lo más lindo de estas historias: los amigos. Los mismos con los que había pateado la pelota, los Duffard, Cavallotti, los muchachos del potrero, empezaron a organizar rifas, partidos a beneficio, lo que fuera. El 4 de septiembre del ‘38, toda Balcarce se juntó para verlo correr el Gran Premio Argentino. Nadie quería perderse la carrera, pero tampoco el gesto de empujarlo hacia lo imposible. Juntaron los billetes como se junta esperanza en los barrios humildes: de a poco y con fe.


Un dato hermoso: veinte días antes de su primera carrera como piloto, Fangio le había hecho un gol a Ferroviarios en una final. Lo gritó con la misma fuerza con la que después iba a celebrar sus podios en Europa. Porque el fuego, cuando es verdadero, arde igual en un gol de domingo que en una copa del mundo.


A los que dicen que el fútbol no sirve para nada, Fangio los desmiente con la historia entera. El potrero fue su escuela. Aprendió a pensar rápido, a esquivar patadas como esquivaría autos más tarde. Aprendió a no quejarse, a levantarse solo, a jugar en zapatillas agujereadas y con viento en contra. Esa resistencia fue lo que lo llevó al Turismo Carretera. Y de ahí, a lo más alto.


Cinco veces campeón del mundo. Enemigo del error. Señor de los fierros. En Nürburgring, donde ganó tres veces, hay un restaurante que lleva su apodo: El Chueco. Lo bautizaron así no por lo que hacía con las manos, sino con las piernas. Porque en Balcarce, cuando corría con la pelota, tenía una forma torcida y maravillosa de correr, como si la pierna derecha pensara por sí sola.


Pero la gloria, la verdadera, no está en los trofeos ni en los contratos europeos. Está en la memoria del barrio. En la vieja Plaza San Martín donde estaba la cancha de Ferroviarios. En las fotos amarillentas de la Selección Balcarceña. En la pelota de cuero que alguna vez pateó con rabia, como patearía después la vida.


El Chueco no corrió para ganar. Corrió para no quedarse quieto. Corrió para que su viejo —ese peón albañil que compró 2.500 metros cuadrados con un crédito— lo viera desde el costado con los ojos mojados de orgullo. Corrió para mostrarle a los pibes que del barro también se puede despegar, que se puede salir campeón en las dos canchas: la de fútbol y la de la vida.


Y si todavía dudás, date una vuelta por Balcarce. Pasá por la calle 13. Tocá la puerta de la casa donde vivió. Preguntá por El Chueco. El eco de sus goles todavía rebota en los paredones del barrio. Y si escuchás bien, entre los árboles de la vieja plaza, todavía se oye el crujido de unos botines que corren como si el mundo estuviera por terminar.


Porque hay hombres que aceleran. Y hay otros, como Fangio, que nacen con el alma en quinta.



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