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Felicitas: crónica de un linaje maldito. Parte 3


Durante esos días, la viuda de Álzaga estaba muy atareada: el 3 de febrero se cumplían 20 años de la batalla de Caseros, aquella que había desalojado del poder a Juan Manuel de Rosas. Uno de los actos centrales de la conmemoración sería la inauguración de un puente de hierro que cruzaría el Río Salado. Se trataba de una estructura de 170 metros, un verdadero monumento al progreso, importado de Inglaterra por el ingeniero Luis Huergo.


Más allá de su carácter técnico, el puente representaba una señal de avance, modernidad y prestigio. Aquel paso de hierro sería de gran utilidad para quienes acudieran a la estancia vecina: La Postrera.


La estructura llevaría el nombre de uno de los degollados en la revolución de los Libres del Sur (1839), un intento fallido de derrocar a Rosas encabezado por estancieros unitarios: se llamaría Puente Ambrosio Cramer. Como Martín Gregorio de Álzaga había participado en aquella revolución y como Felicitas era dueña de las tierras que rodeaban al puente, las autoridades la designaron madrina. La atractiva viuda no quería dejar ningún detalle librado al azar. Organizaba la ceremonia con esmero y, al mismo tiempo, avanzaba con la formalización de su compromiso con Samuel Sáenz Valiente.


Lo primero que hizo Enrique Ocampo al enterarse de que esa noche se oficializaría la relación de su ex con Samuel, fue ir a tomarse unos tragos a la Confitería del Gas, llamada así por ser la primera en contar con iluminación a gas —once farolas a la calle—, gran adelanto para los noctámbulos de la época. El brillo moderno de aquel sitio contrastaba con la oscuridad interna que lo dominaba. Entonado y dolido, Ocampo acudió sin invitación a la quinta de la noria. Quería hablar con Felicitas, convencerla de que él debía ser su marido.


Sin embargo, no pudo hacerlo de inmediato. Ella no estaba: había salido de compras por el centro de la ciudad. Ocampo estaba por retirarse cuando dos coches llegaron al camino. Del primero bajó Samuel Sáenz Valiente; del segundo, Felicitas. Su tía, Tránsito Cueto, le informó que Ocampo la esperaba. Felicitas le rogó que lo despidiera con cualquier excusa. Pero la misión fracasó: Enrique insistió en que no se iría sin hablar con ella.


Felicitas, fastidiada, pidió que lo llevaran al escritorio de la casa. Ahora era ella quien deseaba hablar con él: necesitaba comunicarle que no cambiaría su decisión de casarse con Samuel. Su íntima amiga, Albina Casares, se ofreció a acompañarla. Felicitas rechazó la propuesta. Terminó de peinarse, se colocó el vestido de gala elegido para la fiesta, cuya cola arrastraba con elegancia por el piso.


Saludó a los invitados que poblaban el jardín. Les pidió disculpas: debía entrevistarse con su ex en el interior de la casa. Cuando se dirigía al escritorio, notó que la seguían. Se dio vuelta y comprobó que su hermano Antonio (13 años) y su primo Cristián Demaría (22) la escoltaban. Los detuvo con firmeza: "Este asunto es personal", dijo, y siguió su camino.


Ingresó a la casa, atravesó el comedor y alcanzó el escritorio. Cerró la puerta. En el jardín, junto a la ventana de ese ambiente, Antonio Guerrero y Cristián Demaría escuchaban atentos.

"Quiero que me digas si aún continúas prefiriendo a ese hombre", reclamó Enrique.


"Ese tono...", respondió Felicitas, casi suplicando.


"Ese tono es el de un hombre que te ama con toda su alma, pero al que desesperan tus desdenes. Si te amaba cuando me dabas dulces esperanzas, hoy ya no te amo, te idolatro. La idea de que llegues a ser de otro me vuelve loco."


Antonio aseguró que Ocampo preguntó, sin rodeos: "¿Te casas con Samuel o conmigo?". Para ella, semejante comentario había sepultado el diálogo. Él se había pasado de la raya. Felicitas caminó hacia la puerta, pero fue interceptada por el hombre, enceguecido.


Ella, furiosa, pero también temblando, le gritó con voz quebrada: "¡Basta! ¡Le exijo que no vuelva a poner los pies en mi casa!"


Como se estilaba en aquel tiempo, Enrique Ocampo usaba bastón. Pero ese bastón, símbolo de su clase, estaba a punto de convertirse en el primer acto de una tragedia. Un hombre de la alta sociedad no era tal si no portaba bastón y sombrero. Y, como en muchos casos, el bastón escondía un secreto: un botón en el mango accionaba un mecanismo que liberaba un estilete desde la punta, un arma para defensa personal.


Pero este no era el caso. Ocampo, con la mano izquierda, activó el estilete. Con la derecha sacó un revólver calibre 48 y, fuera de sí, la enfrentó: "¿Con cuál de estas armas prefieres morir?"


Al escuchar esa frase, Antonio y Cristián corrieron hacia el interior. Escucharon dos disparos. Antonio y Cristián empujaron la puerta con desesperación, pero estaba trabada. Del otro lado, el cuerpo de Felicitas bloqueaba el acceso.


Intentó huir desesperadamente. Ocampo le disparó en el hombro derecho. El disparo la hizo trastabillar; su vestido, pesado y elegante, se enredó entre sus piernas. Cayó de frente, como una flor derribada por el viento. Su rostro golpeó el piso. La cola del vestido, como una serpiente de seda, quedó extendida junto a su cuerpo, marcando la línea invisible entre la fiesta y la tragedia. Ocampo disparó de nuevo, esta vez al pecho. El cuerpo de la joven quedó tendido transversalmente a la puerta, impidiendo que se abriera.


En el jardín, los invitados tardaron en reaccionar. En el umbral del escritorio, Antonio se las arregló para deslizarse dentro. Fue recibido con un disparo que le rozó el cuero cabelludo y se incrustó en la pared. Cristián Demaría saltó por encima del cuerpo de Felicitas y se arrojó sobre Ocampo. Le quitó el arma con furia, y sin dudarlo, le disparó en la boca. Ocampo apenas alcanzó a tambalearse cuando recibió un segundo disparo, directo al estómago. El cuerpo del agresor se derrumbó pesadamente, como una marioneta rota.


Felicitas yacía inmóvil, con la espina dorsal destrozada y el rostro desfigurado. Una diosa herida, vencida por la locura de un amor que no supo aceptarla libre. El jardín, que minutos antes rebosaba de conversaciones y risas, se congeló en un silencio de piedra. Nadie se atrevía a moverse. El aire, espeso, parecía haber envejecido de golpe. La pareja que meses antes todos imaginaban rumbo al altar, agonizaba: en la planta alta, Felicitas, con el rostro desfigurado y una parálisis irreversible; en la planta baja, Ocampo, quien aún con dos disparos, movía los ojos de un lado a otro. Así estuvo, entre estertores y miradas desorbitadas, durante quince minutos, hasta que la muerte finalmente lo alcanzó.


Mientras tanto, dos médicos atendían a Felicitas y curaban la herida de Antonio. A las 5:45 de la madrugada del martes 30 de enero de 1872, Felicitas dejó de respirar.


La capilla de Santa Felicitas, en Barracas, fue erigida en 1879 por los padres de la infortunada. Gran parte de la fortuna quedó en manos de Carlos Guerrero, quien llegó a un acuerdo millonario con los Álzaga Caminos.


En 1873, Samuel Sáenz Valiente contrajo matrimonio con Dolores Urquiza, la hija de Justo José de Urquiza, quien había presenciado el asesinato de su propio padre en la infancia. Años más tarde, en 1924, él se suicidaría por problemas de salud.


Felicitas fue enterrada en el cementerio de la Recoleta. Allí, entre mármoles y sombras, quedó sepultada no solo una joven mujer, sino también la esperanza de un amor que desafió las reglas de su tiempo y terminó por incendiarlo todo. Así nació la leyenda. Porque a veces la muerte no cierra una historia, la multiplica… y deja en el aire un susurro que atraviesa los siglos, repitiéndose entre los muros de la capilla de Barracas, donde Felicitas aún espera.



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