top of page
  • Facebook
  • Instagram
Buscar

Fernando: el perro que caminó con alma de artista


“No tenía correa, ni amo, ni techo. Pero tenía algo que a muchos les falta: dignidad y ternura.”


Por esas vueltas que tiene la vida —caprichosa como un perro sin collar— tuve la fortuna de vivir tres años en el Chaco, justo entre Barranqueras y Resistencia. Fueron, sin exagerar, de los mejores años de mi vida.


Lamentablemente no pudo acompañarme mi familia, pero allá conocí personas extraordinarias, de mano abierta, de palabra firme y corazón noble, como se encuentran en pocos rincones del mundo. Quisiera nombrarlos uno a uno, pero ellos saben quiénes son y también saben que los llevo en el corazón. Porque más allá del cuidado, me sentí querido. Y cuando uno es querido, no importa la distancia ni la sangre: uno tiene familia.


Pero no escribo hoy para hablar de mí ni de ellos, sino de otro ser entrañable, uno que ya no está, pero sigue presente en cada vereda, en cada plaza, en cada banco de madera donde alguien tararea un bolero. Estoy hablando de Fernando. Un perro. Sí, un perro. Pero no cualquier perro. Uno que hizo historia con solo caminar, oler, escuchar y menear la cola.


Cuando llegué a Resistencia me topé con un cartel que decía: “Bienvenido a Resistencia, ciudad de Fernando”. Pensé que era un político, un prócer olvidado, un terrateniente. Pero no. Era él. Un perro blanco. Un vago elegante. Un cronista sin lapicera.


Fernando apareció una noche de tormenta, en Nochebuena de 1951. Mojado, con esa tristeza de los que ya nacen sabiendo que la vida es una broma pesada, se metió en un bar y se echó a los pies de un cantante de boleros. Y ahí se quedó. No por obligación, sino porque encontró su sitio.


Desde entonces fue como un duende de la ciudad, un fantasma peludo que recorría bares, conciertos, actos políticos y funerales, con la solemnidad de un diplomático y la picardía de un canillita. No era un perro: era un alma libre con patas cortas.


Dormía en la recepción del Hotel Colón, desayunaba café con leche y medialunas con el gerente del Banco Nación, almorzaba donde le daba la gana —generalmente en El Madrileño— y cenaba en La Estrella. Entre plato y plato, perseguía gatos, escuchaba tangos, y se daba el lujo de criticar músicos con un gruñido o una mirada ladeada.


Tenía más oído que muchos melómanos de smoking. Si una orquesta desafinaba, gruñía. Si un cantante erraba la emoción, se retiraba ofendido, como quien no tolera la mentira. Un día, un pianista polaco de renombre internacional desafinó dos veces. Fernando gruñó en cada ocasión. Al final del recital, el propio músico admitió su error. No por respeto a los humanos. Por respeto al perro.


Fernando no era un mendigo. Era un caballero sin corbata, con más presencia que muchos funcionarios con apellidos largos. Se sentaba junto a las orquestas, se colaba en conferencias, aparecía en casamientos sin invitación, y siempre lo recibían con afecto. Lo mismo lo veías al lado de Perón en un balcón, que dormido a la sombra de una exposición de arte.


Algunos decían que tenía la capacidad de aparecer donde había belleza. Otros, que simplemente sabía dónde se cocinaban las cosas importantes. Lo cierto es que nadie le abría la puerta: él entraba. Porque se había ganado el derecho. A veces lo veías en el Club Social, con una silla reservada, como un socio honorario de la bohemia chaqueña.


Y cuentan —con la pasión con que se cuentan las leyendas que uno quiere creer— que Fernando fue la inspiración de Alberto Cortez en aquella canción que le parte el alma a cualquiera que haya amado a un bicho callejero. Durante años se pensó que hablaba de él, del perro chaqueño que aullaba verdades y dormía en cafés. Pero ya de grande, casi al borde del silencio final, el cantor mencionó a otro perro, uno que conoció en Madrid.


Eso alcanzó para que saltara la polémica, las discusiones de sobremesa y los debates entre viejos melancólicos y nuevos escépticos. ¿Era Fernando o no era? ¿El chaqueño o el madrileño?


Pero en el fondo, ¿a quién le importa?


La canción existe. El perro existió. Y el amor que despertaron también. Acaso eso sea lo único real en este mundo donde la verdad se escurre como agua entre los dedos. Porque Fernando, aunque no tenga nombre en la letra, está en cada estrofa. Y si no fue él, fue uno que se le parecía. Y si no se le parecía, da lo mismo. Porque todos los Fernandos de la tierra merecen ser cantados.


Muchos de los que lo saludaban con una sonrisa eran los mismos que no daban ni una moneda al pibe que dormía en la plaza. Pero claro, Fernando era perro. No pedía, no opinaba, no votaba. Solo miraba con esos ojos tristes que te hacían sentir culpable de algo que no sabías.


Y como todo artista maldito, como todo romántico que no supo venderse, Fernando murió en la calle. Un 28 de mayo de 1963. Frente al Banco Español. Atropellado por un auto que no frenó. Porque así se va la belleza en este mundo: sin freno y sin aplausos.


Lo encontraron agonizando, con los ojos fijos en la plaza, como si todavía esperara una milonga o un ladrido amigo. Dicen que ese día la ciudad se detuvo. Que los bares cerraron. Que los mozos lloraron. Que la gente salió a la calle con la misma pena que se tiene cuando se muere alguien que uno no conocía pero quería igual.


El entierro fue multitudinario. Más que el de muchos políticos. Porque a Fernando lo lloró el pueblo, no por obligación, sino por gratitud.


Hoy tiene dos estatuas. Una sobre su tumba, en la vereda del Fogón de los Arrieros, y otra frente a la Casa de Gobierno. Como si quisiera recordarnos, desde el bronce, que la dignidad no se compra en traje ni se hereda con apellidos. Se gana con alma. Y él la tenía, vaya si la tenía.


En la entrada de la ciudad, ese cartel que lo nombra no es broma ni exageración. Resistencia es la ciudad de Fernando. No porque él la haya gobernado, sino porque la caminó con amor. Y porque caminándola, la volvió un poco más humana.


Y yo, que he visto tantas estatuas de próceres de bigote falso, digo con el alma: ojalá el mundo tuviera más Fernandos. Porque en este tiempo donde los hombres ladran y los perros muerden, él fue un alma que supo amar, escuchar, esperar.


El último bohemio. El último romántico. Un perro. Pero más humano que todos nosotros.

Y sí, lector. Hay días en que uno se pregunta si no somos nosotros, los que escribimos, los verdaderos perros callejeros del alma.



ree

 
 
 

Comentarios


¿Queres ser el primero en enterarte de los nuevos lanzamientos y promociones?

Serás el primero en enterarte de los lanzamientos

© 2025 Creado por Ignacio Arnaiz

bottom of page