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Belgrano y la bandera que nació en silencio y a escondidas

Actualizado: 15 sept


El tiempo demostraría que el plan del Primer Triunvirato era un espejismo inútil. Una ilusión de escritorio, dibujada con pluma de ganso sobre papeles empapados de tinta y arrogancia. Se trataba de contener el litoral con fortificaciones de barro, vigilar el Paraná con terraplenes que el río se reía en hundir, asegurar el comercio con Paraguay como si los decretos pudieran detener el hambre y la ambición de los reyes. Para 1813, aquellas defensas serían ruinas olvidadas, nidos de alimañas, polvo que se disolvía entre pajonales.


Pero a fines de 1811, Manuel Belgrano no lo sabía. Ni podía saberlo. En ese instante, en ese rincón del mapa donde nadie apostaba nada, él estaba convencido de que cada estaca clavada en la arena era una muralla contra el poder español. Porque hay hombres que, aun rodeados de miserias, miran más allá del horizonte.


El abogado devenido en general se encontraba en un caserío insignificante, apenas un puñado de ranchos de adobe levantados alrededor de una capilla humilde. Lo llamaban Rosario por la Virgen, un nombre piadoso para un lugar donde abundaban más los mosquitos que las almas. Nadie, absolutamente nadie, hubiera imaginado que en ese barro anónimo nacería un símbolo inmortal.


Pero para comprender la magnitud de aquel acto, hay que mirar el telón de fondo. El Río de la Plata vivía en 1811-1812 un clima psicosocial de desgarradora incertidumbre. El virreinato se había quebrado en mil pedazos: la revolución de Mayo había abierto una puerta, pero nadie sabía adónde conducía. El rey Fernando VII seguía cautivo en Bayona, Napoleón dominaba Europa, y en las pulperías del puerto se discutía si convenía seguir jurando obediencia a un monarca lejano o animarse al salto mortal de la independencia.


El pueblo, mientras tanto, oscilaba entre la esperanza y el miedo. Los comerciantes sufrían con los bloqueos, los campesinos temían a las levas militares que arrancaban a los hijos de los ranchos, las mujeres rezaban por noticias que tardaban meses en llegar. El hambre y las epidemias acompañaban a las familias como huéspedes permanentes. Y entre las élites criollas, el dilema era atroz: ¿patria nueva o fidelidad a la corona? Había entusiasmo en las calles, sí, pero también rumores de traición, dudas, y el terror de que España regresara con un ejército que pusiera fin a la aventura revolucionaria.


En ese clima de inseguridad y esperanzas, Belgrano no veía ranchos miserables ni paredes de adobe que se caían a pedazos: veía futuro. En esas tierras húmedas y calladas imaginó un país que todavía no existía. Y allí, en medio de la nada, mandó instalar dos baterías que sonaban desmesuradas frente a tanta pobreza: Independencia y Libertad. Palabras enormes, cañones pequeños. Tres bocas de hierro apuntando al río como si con eso bastara para frenar al imperio más poderoso del mundo.


Pero la historia tiene esas ironías: lo pequeño, lo que parece ridículo, termina siendo más grande que cualquier imperio. De esas baterías mal armadas, de esa tierra olvidada y de ese hombre que cargaba sobre sus hombros más sueños que victorias, nacería la bandera. Y con ella, la certeza de que un pueblo sin símbolo es un pueblo condenado a ser esclavo.

 

La escarapela: un corazón de tela


Antes de la bandera vino la escarapela. Belgrano no era un soñador ciego ni un poeta perdido en el aire: era un práctico, un hombre que sabía que la patria no se hace solo con discursos encendidos, sino con detalles que podían salvar vidas en el campo de batalla.

Sus tropas eran un carnaval de harapos. Unos vestían ponchos raídos, otros chaquetas deshilachadas que habían visto mejores tiempos en ejércitos reales. Había gauchos descalzos con lanzas improvisadas, indios con vincha, mulatos con camisas rotas, criollos con sombreros de paja. Un ejército más parecido a una multitud de campesinos en procesión que a una tropa disciplinada.


Y en medio del combate, esa diversidad era un peligro mortal. ¿Cómo distinguir al amigo del enemigo cuando ambos llevaban la misma piel curtida por el sol y la miseria? Bastaba un instante de confusión para que un paisano degollara a un compatriota creyendo que era realista. El caos, la sangre, el desorden: esa era la imagen constante en la cabeza de Belgrano.


Entonces, la solución llegó con la sencillez de las grandes ideas. El 13 de febrero de 1812, Belgrano pidió al Primer Triunvirato —Chiclana, Paso y Sarratea— que autorizara un distintivo común para sus tropas. El 18 recibió la aprobación oficial: la escarapela sería el primer símbolo patrio reconocido.


Pero hay un punto clave: no existe documento alguno que precise el orden de los colores. Lo único que sabemos es que fueron blanco y celeste, y que Belgrano los interpretó y los fijó en ese sentido. Con esos tonos que ya distinguían a sus soldados en el pecho, daría poco después el salto de crear la bandera.


Los hombres comenzaron a lucir la escarapela con orgullo. Era grande, visible, imposible de confundir. Y aunque parecía apenas un pedazo de tela, contenía algo mucho más profundo: una patria en gestación, una comunidad que empezaba a reconocerse como propia, más allá de las diferencias de raza, clase o procedencia.


La escarapela era un círculo, pero en realidad era un espejo. Cada soldado que la llevaba en el pecho sabía que no peleaba solo. Que detrás de ese distintivo había otros miles que compartían la misma esperanza.


Y así, aquella escarapela blanca y celeste no fue solamente un recurso militar. Fue el primer latido de un corazón colectivo. El anuncio de que un pueblo que hasta entonces había sido súbdito se estaba mirando a sí mismo como protagonista de su destino.

 

María Catalina y las costureras del silencio


Envalentonado por la aprobación de la escarapela, Belgrano pensó más alto. Si ya tenían un distintivo en el pecho, ¿por qué no un estandarte que flameara en el aire? Una bandera. Y aquí, en esta decisión aparentemente sencilla, entran en escena mujeres que la historia casi olvidó.


La protagonista indiscutida fue María Catalina Echevarría de Vidal, de apenas 29 años, vecina de Rosario. Su hermano Vicente, abogado y amigo de Belgrano, la acercó al círculo del general. Catalina había sido criada en la casa de Pedro Tuella, un comerciante de ramos generales, de donde salió la tela que serviría de base para el símbolo.


La historia oral —transmitida de generación en generación en Rosario— sostiene que María Catalina no estuvo sola: otras mujeres del pueblo habrían colaborado con ella en la confección, aunque sus nombres se desdibujaron con el tiempo. No hay documentos oficiales que los registren, pero en la memoria popular permanece la idea de que varias manos femeninas trabajaron durante cinco días, puntada tras puntada, hasta dar forma a la primera bandera patria.


Belgrano, atento a los símbolos, pidió que se le añadiera un fleco dorado. No era un capricho estético: era un acto de dignidad. Que la bandera americana no pareciera de menor rango que la española. Ese detalle, mínimo y a la vez inmenso, marcaba la diferencia entre un pueblo sometido y un pueblo que reclamaba respeto.


Imaginen la escena: una mesa de madera gastada, unas tijeras melladas que ya no cortaban bien, el resplandor vacilante de las velas, el rumor del Paraná entrando por las hendijas de las paredes. Afuera, el viento agitaba los pajonales; adentro, las agujas se hundían en la tela con precisión obstinada. Ninguna de esas mujeres podía sospechar que estaban bordando la piel de un país que todavía no existía.


La bandera no nació en salones de mármol ni en academias de doctores. Nació en la penumbra de una casa sencilla, en el silencio de mujeres anónimas, en la paciencia de dedos que se pinchaban con la aguja mientras el mundo afuera parecía derrumbarse. Y tal vez por eso es nuestra: porque nació desde abajo, desde lo invisible, desde la tarea callada de quienes no buscaban gloria ni estatuas, pero terminaron dejando un legado inmortal.

 

El 27 de febrero de 1812


Jueves, seis y media de la tarde. Orilla del Paraná. El río, ancho y marrón, corría indiferente, como si ignorara que en esa orilla polvorienta estaba naciendo la historia. El paisaje era desolado: los mosquitos zumbaban en nubes densas, los cascos de los caballos se hundían en la arena húmeda, los soldados —descalzos muchos, armados apenas con lanzas o viejos fusiles— formaban en cuadro frente a tres cañones que apuntaban hacia el horizonte líquido.


La tradición oral cuenta que María Catalina Echevarría llevó la bandera hasta la ribera. Imaginemos a esa mujer caminando entre la tropa, con la tela doblada en sus brazos, como si transportara un tesoro frágil. No había música, ni clarines, ni multitudes. Solo el murmullo del río, el crujir de las ramas secas bajo las botas y el rumor contenido de los hombres esperando algo que no sabían muy bien qué era.


Belgrano, sobre su caballo, rompió el silencio. Su voz no fue retórica de salón ni discurso académico. Fue un grito de fe, de esos que nacen en la garganta cuando lo que está en juego es todo:


Soldados de la Patria: en este punto hemos tenido la gloria de vestir la escarapela nacional; en aquel, nuestras armas aumentarán sus glorias. Juremos vencer a los enemigos interiores y exteriores, y que la América del Sud sea templo de la Independencia y de la Libertad. En fe de que así lo juráis, decid conmigo: ¡Viva la Patria!


(el texto de este juramento fue reproducido por Bartolomé Mitre en su Historia de Belgrano de 1857, como reconstrucción historiográfica, no como documento literal de la época).


El eco del “¡Viva la Patria!” retumbó contra las aguas turbias del Paraná. Fue un rugido bronco, salido de pechos curtidos por el hambre y la fatiga, un juramento que mezclaba miedo y esperanza, resignación y desafío.


El encargado de izar la bandera fue Cosme Maciel, vecino del lugar y ayudante de Celedonio Escalada, comandante de la villa. Sus manos, callosas de trabajar la tierra, levantaron por primera vez la tela blanca y celeste. Nadie sabía aún si ese gesto estaba permitido, si sería castigado por Buenos Aires, si duraría un día o un siglo. Pero el aire se llenó de un silencio extraño, como si el río, el viento y los hombres hubieran entendido al mismo tiempo que allí estaba naciendo un símbolo.

 

Rivadavia contra la bandera


Pero las noticias corren, y no siempre a favor. Cuando Bernardino Rivadavia, secretario del Primer Triunvirato, se enteró de lo ocurrido en la ribera del Paraná, montó en cólera. ¿Bandera propia? ¿En plena guerra? ¿Con España todavía aliada de Gran Bretaña? Era, en su lógica de diplomático, una herejía política y diplomática.


El Triunvirato caminaba sobre una cornisa. Dependía del guiño británico para que Portugal no se abalanzara sobre la Banda Oriental. Y Londres, en ese momento, estaba aliado con la corona española contra Napoleón. Una bandera nacional en el Río de la Plata podía parecer una provocación inadmisible, un gesto de independencia prematuro que disgustara a Madrid y complicara las negociaciones con Inglaterra.


Rivadavia, hombre de gabinete, creía en la política de los salones, en la diplomacia de los pactos escritos. Belgrano, en cambio, estaba en el barro de los campamentos, en contacto con soldados hambrientos y pueblos que pedían símbolos que los unieran. Esa distancia entre la capital y la frontera, entre los de la pluma y los de la lanza, estalló en el episodio de la bandera.


La orden del gobierno fue inmediata: esconder la bandera, deshacerse de ella, enterrarla en el olvido. Como si el símbolo pudiera desaparecer solo porque lo ordenaba una carta firmada desde un escritorio en Buenos Aires.


Pero la historia tiene sus caprichos. La reprimenda viajó a paso de carreta, demorándose entre polvos y lodazales, y llegó tarde. Para cuando la orden aterrizó en Rosario, Belgrano ya había partido hacia el norte, llevando consigo la bandera que había nacido en la costa del Paraná.


Ese desfase de tiempos fue decisivo. Entre la distancia y el retraso, el símbolo sobrevivió. Porque la política discute en susurros y tratados, pero los pueblos hacen suyas las banderas que los representan, y nadie puede arrebatárselas con un decreto.

 

Bendición en Jujuy


El 25 de mayo de 1812, segundo aniversario de la Revolución, Belgrano decidió consagrar lo que ya era un hecho irreversible. En la plaza de Jujuy, ante un pueblo que lo miraba con la mezcla de respeto y esperanza con que se mira a los hombres que cargan el destino sobre los hombros, hizo bendecir la bandera. El cura Juan Ignacio Gorriti levantó la tela celeste y blanca frente a la multitud. El símbolo quedó así protegido por la fe, puesto bajo la mirada de Dios, más allá de cualquier decreto del gobierno porteño.


Ese día, la bandera ya no era solo un estandarte militar: era la señal visible de un pueblo que, aunque pobre y temeroso, se reconocía distinto, separado para siempre del dominio español. El acto de bendición fue más fuerte que cualquier prohibición: el pueblo la había visto flamear, el pueblo la había tocado, el pueblo la había jurado.


Cuando más tarde Belgrano recibió la orden de esconder la bandera y olvidarla, ya era inútil. El símbolo se había encarnado en la memoria colectiva. Podría doblarse, guardarse, hasta quemarse; pero ya no desaparecería.


El 18 de julio de ese año, Belgrano escribió al gobierno con la obediencia de un militar que no discute la autoridad, pero con la tristeza de un patriota incomprendido:—“Ya la desharé para que no haya ni memoria de ella.”


En otra carta dirigida a Rivadavia, dejó traslucir su herida más íntima:—“Mis errores no son de voluntad, créalo usted, son de entendimiento.”


Era la confesión de un hombre leal hasta el sacrificio. Un hombre que podía equivocarse en las formas, pero nunca en la causa. Belgrano no discutía que había obedecido tarde ni negaba su error. Pero en esas líneas se le escapaba lo esencial: su corazón ardía de patriotismo, y ese fuego no podía apagarse con la tinta de un decreto.


Belgrano podía dudar de sus aciertos, pero jamás de su fidelidad. Su conciencia lo atormentaba, no por haber inventado un símbolo, sino por haber sido reprendido como si hubiese cometido una insubordinación. Él, que todo lo daba por la Patria, debía ahora justificar lo que había hecho con amor y sinceridad. Y así, el creador de la bandera aparecía ante el poder central no como un héroe, sino como un “culpable”.


La paradoja es brutal: el hombre que nos dio un emblema eterno fue, en su tiempo, amonestado como si hubiese cometido una imprudencia política.

 

El Juramento en el río Pasaje


El 8 de octubre de 1812 el tablero político cambió de manos: el Primer Triunvirato cayó, y con el Segundo Triunvirato la independencia dejó de ser un sueño lejano para convertirse en un horizonte inevitable. Los titubeos de los hombres de gabinete comenzaron a ceder ante la presión de las logias revolucionarias y del pueblo que exigía definiciones. Fue en ese nuevo clima que Belgrano volvió a sacar la bandera a la luz.


Febrero de 1813. Las tropas del Ejército del Norte estaban exhaustas tras años de retrocesos, pero el espíritu debía levantarse. La batalla se acercaba. Y en las orillas del río Pasaje, cerca de Salta, Belgrano comprendió que no bastaban las armas: hacía falta un símbolo que uniera, que diera sentido a la lucha.


Mandó formar a los hombres en cuadro, como en los juramentos sagrados. En medio de ellos levantó un altar improvisado. La bandera, aquella que debía estar oculta por orden del gobierno, fue desplegada frente a todos. Belgrano tomó su espada y la cruzó con el asta. Esa cruz de hierro y madera se convirtió en signo de fe. Uno por uno, los soldados se acercaron a besarla. No era un gesto vacío: era el pacto de dar la vida si era necesario.


Desde ese día, el río Pasaje cambió de nombre. Pasó a llamarse Juramento, porque allí no se juró a un rey ni a una autoridad lejana, sino a una bandera que representaba la voluntad de ser libres.


El símbolo que debía ser escondido en un arcón se convirtió, por la fuerza de los hechos, en estandarte sagrado. Ya no pertenecía a Belgrano ni al Triunvirato: pertenecía a los hombres que lo habían jurado, y a la patria que todavía estaba en gestación.

 

Bautismo de fuego: Salta


El 20 de febrero de 1813 la bandera celeste y blanca dejó de ser un gesto audaz para convertirse en un estandarte probado en la guerra. Fue en los campos de Cañada de la Horqueta, a las afueras de la ciudad de Salta, donde se libró una de las batallas decisivas del Ejército del Norte.


El amanecer trajo consigo un aire espeso, cargado de presagios. El terreno embarrado por las lluvias recientes sería escenario de sangre y pólvora. Cuando los primeros cañones retumbaron, la bandera ondeaba en lo alto, desafiando el miedo de los soldados y la artillería realista.


El combate fue feroz. Entre el humo de la pólvora, el relincho de los caballos y los gritos desesperados de los hombres, la enseña nacional se mantuvo erguida. Era un golpe de vista y de espíritu: cada soldado que alzaba la vista veía en ese paño no solo colores, sino una causa por la cual valía la pena morir.


La batalla de Salta terminó en victoria. Los realistas, derrotados, firmaron su rendición. El ejército de Belgrano, por primera vez en mucho tiempo, saboreaba un triunfo rotundo. Y en ese triunfo, la bandera recibió lo que necesitaba para transformarse: la gloria del combate.


Desde entonces ya no fue apenas un pedazo de tela cosido en un cuarto humilde. Fue el símbolo indestructible de un pueblo en armas. Un estandarte que se había ganado el derecho de flamear no solo en las plazas, sino en los campos de batalla, allí donde la historia se escribe con pólvora y sacrificio.


La bandera había nacido en silencio a orillas del Paraná. En Salta, bajo el fuego enemigo, encontró su voz definitiva.

 

Tucumán y la bandera menor


El 9 de julio de 1816, en Tucumán, las Provincias Unidas declararon su independencia. El grito resonó como un trueno en medio de un continente convulsionado. Pero la política no se detuvo en ese día glorioso: la independencia era apenas el comienzo. Había que organizar un Estado, definir un gobierno, legislar símbolos. Y entre esas cuestiones urgía resolver qué hacer con la bandera que ya flameaba en ejércitos y fortalezas.


Fue el diputado Esteban Gascón, altoperuano de origen, quien planteó la discusión. La bandera blanca y celeste ondeaba hacía años, pero no existía un decreto legal que la reconociera como propia. Era un hecho consumado en el campo de batalla, pero un vacío en los papeles del Congreso.


El 25 de julio de 1816, apenas dos semanas después de la declaración de la independencia, los diputados aprobaron por unanimidad su uso como bandera menor. Esa sería la enseña de los ejércitos, buques y fortalezas. Una bandera que, sin llevar aún el escudo ni el sol, se reconocía como la señal que había guiado a los patriotas desde Rosario, Jujuy y Salta.


La bandera mayor, aquella que incorporaría el Sol de Mayo en su centro, sería adoptada más tarde, en 1818, cuando la Asamblea resolvió completar el símbolo con la luz de la revolución de 1810.


De este modo, el sueño que Belgrano había tenido en silencio, casi como un acto clandestino, venció al tiempo y a la incomprensión. Lo que en 1812 había parecido una imprudencia castigada por las autoridades, en 1816 se convirtió en emblema oficial de una nación libre.


La bandera, que había nacido cosida por manos humildes y jurada en el barro de los campamentos, se transformaba en enseña de Estado. Y aunque Belgrano no buscó gloria personal, aquel día la historia le devolvía lo que Buenos Aires le había negado: el reconocimiento de que su visión había sido la correcta.

 

El hombre detrás del símbolo


La bandera nació en un rincón olvidado del mapa, en un cuarto pobre iluminado por velas que chisporroteaban, en las manos callosas de mujeres que la historia casi borró, en la garganta de soldados descalzos que juraban morir por lo que todavía no existía. Nació en la audacia de un abogado que no era militar y que, sin embargo, tuvo el coraje de desafiar al poder, de poner un símbolo donde otros solo veían conveniencias diplomáticas.


Manuel Belgrano murió pobre. Murió olvidado por los mismos que alguna vez lo habían reprendido por su osadía. Murió con lo mínimo: una cama prestada, una sábana ajena, un silencio injusto. Pero dejó lo único que no puede hipotecarse, lo que ningún dictador, ningún invasor, ningún banquero inglés ni ningún fondo buitre podrá jamás arrebatar: la bandera.


Esa tela celeste y blanca se convirtió en la piel de la nación, en el sudario de sus héroes. Flameó en Ayacucho, cuando se selló la independencia del continente; flameó en Ituzaingó, cuando se frenó al Brasil imperial; flameó en los Andes, en manos de San Martín cruzando las cordilleras; flameó en Malvinas, entre la turba helada y los jóvenes soldados que la defendieron con la misma fe de aquellos primeros hombres del Paraná.


Flameó en las victorias y en las derrotas. Flameó en las plazas y en los campos de batalla, en las aulas y en los estadios, en cada rincón donde un argentino levanta la vista y busca reconocerse. La bandera de Belgrano no es solo un emblema: es el estandarte de los que murieron sin nombre y de los que aún viven peleando por un país justo.


Porque al final, más que un símbolo, la bandera es un espejo: en ella se reflejan nuestras miserias y nuestras grandezas, nuestras derrotas y nuestros sueños. Y mientras flamee, recordará que hubo un hombre que creyó en la patria más que en sí mismo, y que entregó todo, incluso la vida, por dejarle a su pueblo un signo eterno de dignidad.

 

Epílogo: lo que flamea en el aire


Conviene recordarlo bien: la bandera no nació en los palacios ni en los salones dorados de la diplomacia. Nació en la intemperie, al costado de un río marrón, en la garganta ronca de soldados harapientos que juraban sin saber si vivirían al día siguiente. Nació en la paciencia de mujeres invisibles que cosieron en silencio, sin imaginar que sus puntadas iban a bordar la piel de una nación.


La bandera no fue un lujo ni una concesión política: fue una necesidad brutal, un grito de fe en medio de la derrota, la certeza de que había que creer en algo cuando todo parecía perdido.


Por eso, hoy, cuando la veamos flamear en lo alto de un mástil, no la miremos como simple tela sacudida por el viento. Mírenla como lo que realmente es: un juramento. Una herida y una promesa. La memoria de los que no se resignaron, el estandarte de quienes prefirieron caer de pie antes que vivir de rodillas.


En cada pliegue de esa tela está la voz de Belgrano, todavía viva, ordenando desde su caballo:


—“¡Soldados, juremos vencer!”


Y que nuestro eco, dos siglos después, siga respondiendo con la misma fuerza que en la orilla del Paraná:


¡Viva la Patria!


Bibliografía:


Mitre, Bartolomé. Historia de Belgrano y de la Independencia Argentina. Buenos Aires: La Nación, 1857.

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Chiaramonte, José Carlos. Nación y Estado en Iberoamérica: el lenguaje político en tiempos de las independencias. Buenos Aires: Sudamericana, 2004.

Luna, Félix. Belgrano: el hombre del Bicentenario. Buenos Aires: Planeta, 2010.

Halperín Donghi, Tulio. Revolución y guerra: formación de una élite dirigente en la Argentina criolla. Buenos Aires: Siglo XXI, 1972.

Di Meglio, Gabriel. ¡Viva el bajo pueblo!: la plebe urbana de Buenos Aires y la política entre la Revolución de Mayo y el rosismo. Buenos Aires: Prometeo, 2006.

Segreti, Carlos. La Argentina y la emancipación hispanoamericana. Córdoba: UNC, 1969.Gálvez, Manuel. Vida de Belgrano. Buenos Aires: Tor, 1944.

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Goldman, Noemí. Lenguaje y revolución: conceptos políticos clave en el Río de la Plata, 1780-1850. Buenos Aires: Prometeo, 2008.


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