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Gómez Centurión y el Infierno de Pradera del Ganso

Actualizado: 11 jul


El barro les llegaba a las rodillas. La niebla olía a pólvora. Y aún así, avanzaban.


Hay batallas que se graban en la historia con tinta invisible, escrita con barro, fuego y lágrimas. No figuran en los grandes libros de estrategia, ni tienen nombres que resuenen en las academias militares del mundo. Pero laten en la memoria de quienes estuvieron ahí.


Pradera del Ganso, en las Islas Malvinas, es una de ellas. Fue el escenario donde un puñado de hombres peleó contra lo imposible, guiado por un subteniente de 23 años que no conocía el miedo, pero sí la lealtad.


Este es el relato de Juan José Gómez Centurión y su sección Romeo: 38 soldados que enfrentaron a 250 paracaidistas británicos. Esta es la historia de una promesa en el barro, de una valentía que no cabe en los discursos, y de un dolor que nunca se fue.


Tenía apenas un par de años de egresado del Colegio Militar, una estrella plateada en el hombro y un rosario escondido bajo el uniforme. Era joven, pero ya sabía que los jefes verdaderos no se esconden detrás de los soldados: marchan con ellos. Y eso hizo.


Paracaidista y comando, fue jefe de la sección Romeo de la Compañía C del Regimiento 25, cuyo jefe era el teniente coronel Mohamed Alí Seineldín. Arribó a las islas el 2 de abril, y participó de la ocupación de Darwin y Pradera del Ganso el día siguiente.


Días antes del combate decisivo, el 22 de mayo, el buque Río Iguazú, que transportaba dos piezas de artillería Oto Melara para reforzar la defensa de Darwin —y que eran el apoyo asignado para la sección de Gómez Centurión—, fue atacado por aviones británicos y encalló tras ser alcanzado.


A bordo iban hombres del Grupo de Artillería Aerotransportado 4. Entre ellos, el subteniente José Eduardo Navarro, que al llegar a Darwin se abrazó con Gómez Centurión. Un año antes, Navarro había perdido a su hermano. Al ver a Gómez Centurión, el recuerdo fue inmediato: “Verlo fue como ver a mi hermano muerto, eran muy parecidos”, recordaría.


Rodolfo Sulín, uno de los soldados artilleros, protagonizó un acto desesperado y valiente: volvió nadando al barco semihundido, desafiando el frío y el riesgo, para rescatar víveres y provisiones. Gracias a su acción, muchos sobrevivieron en los días más críticos del asedio. Fue uno de esos gestos silenciosos que no figuran en los partes, pero que salvan vidas.


Gómez Centurión recibió la noticia de la pérdida de artillería como un baldazo de agua fría y decidió recuperar las piezas. Volvió al buque y comenzó a sumergirse solo, en apnea, sin tubo, sin visor, sin traje de invierno. Entraba por un tambucho de 70 centímetros a una bodega inundada a cinco grados. Navarro y los soldados lo esperaban arriba. Recuperaron un cañón completo y tres cuartos del otro. Con ellos, se combatiría en Darwin.


El 25 de mayo, Gómez Centurión se negó a entregar las piezas de artillería recuperadas a un oficial superior que no había participado del rescate y pretendía asumir el control. “Antes lo tiro al agua”, dijo. Poco después, lo destinaron a custodiar un puente sin importancia táctica.

Estaba claro: lo estaban castigando. Pero eso tendría un costo. Esa orden absurda lo separaría de su amigo, el teniente Estévez, y dividiría la reserva en el momento más crítico.


La madrugada del 28 de mayo, el cielo se abrió con fuego naval, artillería y ráfagas de ametralladora. Gómez Centurión, sin comunicaciones, marchó con su sección hacia el frente.


En Pradera del Ganso, se enteró de lo que no quería escuchar: Estévez había muerto. Su sección estaba diezmada. Heridos llegaban en estado de shock. “Quería salir de ahí, hacer algo, combatir”, recordó.


Partió con sus 38 hombres. En una colina cerca de la escuela de Goose Green, divisaron tropas británicas atrapadas entre el campo minado que él mismo había ayudado a sembrar. Abrieron fuego. Tenían solo 120 proyectiles por hombre.


En medio del fuego, un grupo británico levantó cascos en señal de tregua. Gómez Centurión bajó con el sargento García. Frente a ellos, un oficial británico se acercó. Pero lo que parecía una rendición era, en realidad, una estratagema para ganar tiempo: los británicos intentaban frenar el ataque argentino y reposicionarse, especialmente para instalar ametralladoras.


El oficial británico le dijo: “Si me entregás el armamento, salen todos vivos”. Gómez Centurión creyó —por un instante— que se le estaba rindiendo. Respondió: “En dos minutos abro fuego”. Dio media vuelta.


Al subir, una ametralladora británica disparó. Él respondió. El oficial cayó. Algunos afirman que era el teniente Jim Barry, otros que fue el teniente coronel  Herbert Jones, el oficial de más alto rango muerto en combate.


El infierno se desató. José Ortega, que soñaba con ser técnico en refrigeración cuando volviera a Salta, murió a veinte centímetros de su jefe.


Cabrera y Oviedo, que compartían mate, abrigo y silencios, cayeron juntos como hermanos. Canyaso recibió un tiro en la frente. Tenía la cabeza abierta como una flor.

“Tenía pulso. Le di la extremaunción”, dijo Centurión. Sobrevivió.


Entre los que combatían estaba el cabo cocinero Andrés Fernández. Se había armado con un FAL y se sumó a la sección. “Cuando veía a mis hermanos en uniforme o escuchaba el Himno, algo se me movía adentro”, dijo. En el combate fue herido dos veces.


Juan José intentó arrastrarlo. No pudo. Le prometió que volvería. Lo dejó oculto en un pozo, le quitó el armamento y lo cubrió con un poncho.


“Vi pasar un inglés agazapado. Y algo celeste y blanco me cubrió. No te preocupes, me dijo. Y no recuerdo más.”


Esa noche, Gómez Centurión organizó una patrulla. Todos querían ir. Eligió a dos: Aguerrebengoa y Carobbio. Sin armas, se infiltraron en la línea enemiga. Entre disparos de exploración y helicópteros que evacuaban heridos, lo encontraron por los gritos.


Lo arrastraron como pudieron. No era solo un cuerpo herido. Era una promesa. Y en la guerra, lo único que vale más que la vida, es la palabra.


La rendición llegó el 29. A Gómez Centurión lo dejaron como traductor. Supervisó uno a uno a sus compañeros mientras partían.


Y antes de marcharse, exigió un honor sagrado: enterrar a sus muertos. Reconoció a Estévez por los cordones de sus borceguíes.


Lo reconoció por cómo ataba los borceguíes, sí. Pero también por algo que no se ve: ese silencio que quedó en su pecho desde que supo que no volvería.


Fosa común. Lluvia. Rezo. Silencio. En el acta oficial, su estado fue "sano". Pero nadie anotó que llevaba siete muertos en la memoria.


Christopher Goundry, capitán británico, le escribió con respeto. Le habló del coraje de sus hombres. Le ofreció amistad.


Pero Gómez Centurión no contestó. “La guerra no es el tercer tiempo de un partido”, diría. “Si querés ser mi amigo, pedile a tu reina que nos devuelva las islas”. Y en esa frase quedaba sellada su herida más antigua.


El Congreso le dio la Cruz al Heroico Valor en Combate mediante el decreto presidencial 577/83 del 15 de marzo de 1984, la más alta distinción militar otorgada por Argentina. Pero eso no borra la sangre ni el dolor.


"Todos los días me pregunto por qué murieron ellos y no yo. No tengo respuesta."


Hoy, Andrés Fernández trabaja en una escuela. "La guerra me enseñó a ser humano". Navarro, llego a Gerneral de Brigada en su carrera militar, dice: "Nadie te prepara para las miserias de la guerra. Pero te define".


Gómez Centurión lo resume: "El único lugar donde uno no siente hostilidad es en su fracción. Por eso, cuando un veterano está en crisis, 43 años después, llama a su subteniente o a su cabo. Y ese alguien aparece. Porque en la guerra, nos salvamos entre nosotros."


Nada lo marcó tanto como aquel día en que prometió regresar por uno de los suyos. Lo hizo. En el barro, entre los gritos y la niebla, cumplió. Y eso —eso— nunca se olvida.


Tras la guerra. Fue titular de la Dirección General de Aduanas durante el gobierno de Mauricio Macri. En 2019 fue candidato presidencial por el Frente NOS y posteriormente fundó el Partido de la Reconquista.


Un abrazo y mis respetos eternos, querido amigo.


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